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Juan Carlos Friebe: «La ignorancia es el origen del mal, si no es el mal en sí mismo»

Juan Carlos Friebe. Foto de Antonio Arabesco
Juan Carlos Friebe. Foto de Antonio Arabesco

Juan Carlos Friebe: «La ignorancia es el origen del mal, si no es el mal en sí mismo»

Juan Carlos Friebe (Granada, 1968) es poeta y autor de Anecdotario, Premio de Poesía Villa de Peligros (1992); Poemas perplejos, accésit del III Certamen Internacional de Poesía Gabriel Celaya (1995); Aria contra coral (2001); Las briznas: poemas para consuelo de Hugo van der Goes, X Premio Nacional de Poesía Paloma Navarro (2007); Hojas de morera (2008); Poemas a quemarropa (2011); Las canciones de la vereda (2011), una recopilación de coplas escritas para ser cantadas por distintos palos flamencos; y Antagonía (2015), una amplia selección del conjunto su labor poética, traducida al griego y ofrecida en edición bilingüe.

En paralelo, ha desarrollado una significativa producción vinculada tanto al mundo de la música como al de las artes plásticas, escénicas y gráficas. Junto al artista Jaime García es coautor del libreto del poema escénico Las bacantes: Geometría del desconcierto (2009) basado en la tragedia de Eurípides, con música del compositor croata Frano Kakarigi. También destacan la colección de poemas inspirados en la exposición antológica del pintor Valentín Albardíaz Un kílim para Rimbaud (2009), y el drama lírico en tres actos Romanza de Narciso y Eco, estrenado en el Festival Internacional de Música y Danza de Granada (FEX), en sus ediciones de 2011 y 2012.

Como parte de su labor de extensión de la poesía, coordinó la actividad divulgativa de poesía contemporánea Encuentros en la Biblioteca, de la Cátedra Federico García Lorca de la Universidad de Granada en colaboración con la Biblioteca de Andalucía, y ha colaborado en numerosas actividades docentes, entre las que sobresale ser profesor del Máster en Creación Literaria de la misma Universidad. Enseñando a nadar a la mujer casada (2021), su último libro, que está a punto de ver la luz, cierra una tetralogía sobre la identidad, la melancolía, la crueldad y la ignorancia como ejes del sufrimiento humano frente a la sociedad, el dogmatismo o el poder.

Javier Gilabert: La primera vez que cruzamos unas palabras fue en la puerta de un bar —casualidad (muchas risas)— después de escucharte recitar junto a Alejandro Pedregosa en la Librería Praga, en el marco del Día Mundial de la Poesía (concretamente en la edición de 2017, si la memoria no me falla). Ahí aprendí una de las primeras lecciones sobre poesía de tantas como afortunadamente he tenido la suerte de recibir de ti. Al hilo de aquel encuentro se me ocurre preguntarte ¿qué es, en tu opinión, un poeta? O dicho de otro modo, ¿qué no lo es?

Juan Carlos Friebe: Seguro que hay alguien que ya ha imaginado que un ordenador pueda escribir un libro de poemas: los endecasílabos deben llevar acentos obligados aquí y allí, puedes hacer sinalefa, dialefa, aquí sí, aquí no; los grandes temas son la vida, la muerte, el amor…; los símbolos más usuales para eso son estos; pero ninguna computadora podrá escribir un poema. Carece de vida y, por lo tanto, de la experiencia de la vida. Hay diccionarios en Japón para escribir haikus. Pero el ordenador nunca sabrá qué es, o qué significa, la palabra Luna para la poesía. También hay diccionarios de rimas. Y rimará, por supuesto, pero como en una marcha militar. La poesía no es una mecánica, pero el poeta debe conocer, y comprender, el funcionamiento de su mecanismo. Después, que haga lo que le salga del alma.

Debería ser una persona, por tanto, formada, culta, leída, inteligente y sensible -si en el fondo no son la misma cosa- no solo a las artes sino a las ciencias… Consciente de que la poesía es un arte y, por tanto, el ejercicio de una disciplina libre, vívida y vivida, curiosa y generosa, egoísta pero no solipsista, humilde y trabajadora, ambiciosa y con una capacidad de sorpresa inagotable. Encantadora y terrible. Retórica y verdadera. Capaz de hacer suyo lo mejor de los mejores, pero con sus propios recursos. Y sobre todo, debería aportar algo que no esté sobre el tablero: una voz propia.

Cualquier disciplina artística se convierte en una conmoción, cuando te llega. Si la poesía no emociona a tu inteligencia o hace pensar a tu corazón, si no te produce un goce estético… mal empezamos. No obstante, no puede depender del lector, porque los lectores de poesía no tienen por qué saber qué es un hexámetro o un alejandrino, ni qué es un poema, como nos demuestran algunos jurados, así que el criterio no obedece al número de libros vendidos, ni al número de ‘likes’ que te den en Facebook por colgar un poema. Decía Stendhal que él escribía para apenas cien lectores, y que de aquellos seres amables, encantadores, nunca morales o hipócritas a quienes quería complacer, solo conocía a uno o dos. La poesía es el encuentro entre dos autores inteligentes: el creador del poema y el creador de la lectura. 

Pero a quienes escribimos poesía nos pasa un poco como a los pintores, aunque ellos lo tienen peor a la hora de almacenar su producción… que se han pasado un año trabajando en un lienzo, y sus espectadores, con suerte, les otorgan un magnánimo minuto de contemplación para concluir: qué bonito. Y sin embargo, ese minuto es el instante que nos da la medida de lo que sí es y no es poesía. La poesía, el arte, es aquello a lo que en un momento de nuestras vidas necesitamos volver porque nos sigue hablando. Fabricar poemas es relativamente sencillo: que en ellos suceda la poesía es una venerable excepción. Publicar un libro de poemas es relativamente fácil. Que esa obra merezca la consideración de su relectura es un milagro. Y alguien capaz de que se produzca semejante milagro, quizá no sea tanto el poeta, como la persona que advierte en el poema la maravilla, un verso memorable en una estrofa.

Fernando Jaén: Hay poemas y canciones que se instalan en nuestra vida para siempre y que se reproducen en determinadas fechas de nuestro calendario, como en tu caso la canción ‘September’ del disco Secrets of the Beehive (David Sylvian) o en el mío ese villancico del burrito sabanero en Navidad —risas—. En ese sentido Manu Ferrón siempre publica en su Facebook a principios de noviembre, como un ritual, tu poema ‘Noviembre miserable’. El poema, precedido de una frase de Carlos Edmundo De Ory, es un fiel retrato de las penurias de un joven poeta que se ve obligado a vender sus libros y sus discos para mantener «pequeños caprichos» como un poco de tabaco, café y algún vaso de whisky. ¿Es la carestía, la necesidad, el alma de la poesía? ¿De qué libros, los más amados, no te deshiciste, aparte de los de Claudio Rodríguez?

Juan Carlos Friebe: Manu es un excepcional músico y un letrista finísimo. Su homenaje anual a ese poema me llena de un sentimiento raro en mí, el del orgullo, y alienta una vanidad profunda: la de que sea amigo mío. Cuando escribí ‘Noviembre miserable’ yo era un poco más joven que ahora… unos treinta y pico años menos —risas—. El mundo era otro y mejor, o yo lo recuerdo así, porque paradójicamente o no carecíamos de perspectiva de futuro, y si el futuro éramos nosotros estábamos apañados. El ‘God save the queen’ de Sex Pistols y su «no future for you» era un clásico superado: el futuro había que inventárselo. Igual que ahora, supongo, pero décadas atrás era «el más difícil todavía». Hoy los medios de comunicación básicos están al alcance de cualquiera. No quiero parecer una criatura antediluviana, pero en aquellos años para hablar con la novia había que hacer cola en una cabina de teléfono, escuchar la música que se hacía en otros países era complicado, y había que comprarla muchas veces a precio de oro como fuese de importación. No me viene a la memoria nadie, o no mucha gente de aquella época que quisiera seguir una tradición familiar específica, qué sé yo, la de fabricar tornillos, trabajar en una farmacia o convertirse en funcionario de prisiones. Éramos reticentes a que nos dieran las cosas hechas: nos gustaba inventar, hacer nuestras propias revistas, escribir nuestras propias canciones, fabricar nuestros propios libros aunque el resultado fueran fanzines, maquetas y plaquettes. O no al principio, claro, porque cuando dabas el salto a la Facultad las cosas cambiaban para casi todos. Desde luego, motivos no nos faltaban para salirnos de la órbita familiar: a mi padre le gustaban Engelbert Humperdinck y los manuales de instrucciones; a mi madre, Julio Iglesias y las cosas de Pepe da Rosa; mi hermano era muy de Mocedades y de Béquer en su adolescencia; y mi hermana me freía el cerebro ensayando con sus castañuelas, en su niñez. Así que leer cualquier cosa que no fueran los libros de texto del curso en el que ibas a catear cuatro de ocho, o escuchar la radio mientras fingías estudiar, era la única manera de sobrevivir a las diferentes manifestaciones y sensibilidades culturales dominantes en tu propia casa. Yo leía los libros de mi hermano, cuatro años mayor que yo: así que con apenas catorce, y sin ninguna intención, ni dirección, ni sentido, ni aprovechamiento en cuanto a mis calificaciones, mi culturilla general estaba tan adelantada a mi edad como mis conocimientos en matemáticas eran próximos a parvulario. Yo ignoraba que adquiría cultura leyendo, no tenía ni idea de ello, ni me lo planteaba. Sin embargo, de mi inepcia absoluta ante un enunciado matemático no me hacían falta pruebas. Siempre he sido plenamente inconsciente de mis virtudes y una persona absolutamente lúcida respecto a mi ignorancia. El caso es que me sucedió lo mismo con la Historia del Arte, o con la música. La radio de aquellos años ¡¡¡era increíble!!! Movías el dial y escuchabas a Ordovás o a Diego A. Manrique, que te ponían lo último de lo último que se estaba haciendo en España, incluso maquetas, y lo ultimísimo de lo ultimísimo que salía de UK, de Estados Unidos, de Europa… ¡hasta de África!… pero escuchabas una canción una vez, y quizá ya no volvieses a escucharla nunca si no la grababas en una cassette. Aquella radio era un festival para el oído. Hasta sisaba de la compra para comprarme el Rock Espezial y leer reseñas de discos nuevos, entrevistas a grupos que no había oído todavía… Supongo que Manu, como tantas otras personas que vivíamos «al cabo de la calle», lo recordará más o menos como yo… 

En cualquier caso estábamos empezando a crecer en un país en el que estaba casi todo por hacer, y buena parte de lo que se te ocurría aún estaba prohibido. Franco murió cuando yo tenía casi siete, y siete años después España había cambiado de maquillaje y peluquería, pero no de vestuario: seguía siendo bastante uniforme. En general tampoco teníamos medios para inventar demasiado. No había nada que no pudiera fracasar en el mismo instante en que lo pensábamos. Todo era fungible. Así que te podían gustar mucho, por poner un ejemplo, Genesis y Dostoievski, pero una vez oídos y leído se convertían en carne de cañón para las tiendas de segunda mano: para comprar otros discos, para pedir un libro raro o comprar tabaco. Quizá por eso nunca vendí un disco o un libro que me hubieran dedicado, que hubiese grabado un amigo o hubiera escrito un conocido. Los músicos amigos igual no serían los Stones, ni los poetas conocidos Rosalías pero, coño, eran colegas. Tampoco me deshice de ‘Museo de cera’, de José María Álvarez. Ni de nada de Stendhal, mi Dios… Ni claro está, de Claudio Rodríguez. Y en cuanto al alma de la poesía, ay de nosotros si no la sentimos como una necesidad… pero ay de nosotros si la escribimos por simple necesidad. El propio Claudio nos enseñó que, cuando sucede, «la poesía es un estado de gracia». No un estado de alarma. Hay poetas que siempre se encuentran en estado de gracia, como él y veinte más. La mayoría, igual que yo, o desde luego yo, todavía estamos esperando su Anunciación.

«España había cambiado de maquillaje y peluquería, pero no de vestuario: seguía siendo bastante uniforme»

J.G.: La música es una parte muy importante de tu vida, me consta. Desde la clásica, pasando por el flamenco o el electro pop de los 80, muchos de tus escritos están íntimamente ligados a ella. ¿Qué amor fue primero, a la música o a la poesía? 

Juan Carlos Friebe: Buena pregunta… Sucedieron más o menos al mismo tiempo. La única vez que he sido infiel en mi vida, ahora que lo pienso: soy incapaz de amar dos cosas a la vez… Escribí mi primer poema a los doce años, y lo sé porque se publicó en la revista del colegio y conservo el ejemplar. Un poema asombroso, para mi edad, y un verdadero prodigio que se publicara en un colegio religioso, lo que debo a Cristóbal Píñar, el profesor de Lengua y Literatura de mi hermano, ya dije, cuatro años mayor que yo. El poema arrancaba asesinando a mi hermana, luego me cargaba a un tipo que me caía mal, y después -eso sí, tras confesarme a un cura- me suicidaba: nada de poesía eres tú, ni de qué bonitas son las rosas, ni de que puedo escribir los versos más tristes esta noche, ni hostias —risas—. Mi debut fue un asesinato en serie. Si lo hubiera escrito en Estados Unidos igual hubieran inaugurado Guantánamo conmigo. Pero ya me gustaba escribir, sobre todo novelas policiacas y de espías que no pasaron nunca más allá del primer capítulo. La trama resultaba tan compleja que me perdía igual que respondiendo a vuestras preguntas —muchas risas— y no sabía salir del lío en el que me había metido con una coherencia mínima. El «chip» del cambio de género lo provocó, curiosamente, el Marqués de Santillana. Ahí descubrí una base rítmica de la que yo carecía, extrañante, que se me pegó al poema como un chicle a los zapatos… 

Por otra parte, a los catorce o quince ya había grabado varias maquetas de mi «grupo», You Drink, en el que yo era como el Mike Olfield de Tubular Bells, pero en plan Atila tañendo el arpa, gritando mis pavorosas letras, y ejecutando -nunca mejor escrito- cualquier instrumento que cayera en mis garras (mi Casio VL-Tone, la guitarra y la armónica Hohner de mi hermano, la vejiga del parche de las zambombas que habían sobrevivido a la Navidad, mi bandurria tocada por el cordal para que pareciera un shitar…) grabando pista sobre pista, sin micrófono, ni amplis, ni nada de nada. Encajar una letra en aquellas actividades de terrorismo sonoro no era sencillo, y sin embargo me las arreglaba para conseguir algunos resultados catastróficos. Mis maquetas tuvieron una gran repercusión entre los vecinos de mis padres, ya que la base de batería la hacía con la batería de cocina de madre y sus cucharones, y lo peor no era eso: es que nunca tuve la coordinación que una batería requiere, así que cuando me entusiasmaba con uno de mis incomprendidos y vanguardistas experimentos aquello sonaba como el peor día de la batalla de Stalingrado.

Y es que me atraía más la música experimental que la convencional, quizá porque para hacer ruido no se necesita estudiar solfeo. A mí lo que me “ponía” de verdad era lo que habían hecho Neozelanda, Comando Bruno, Diseño Corbusier… o lo que intentaba hacer mi queridísimo Antonio Vilches con El Estado y la Historia: salirse de los patrones de composición del rock y del pop clásicos. Eso no quiere decir que no me gustaran nuestros mayores, que a mis quince eran KGB, TNT, 091… Incluso muy de vez en cuando subía con unos amigotes –“el Titi”, “el Moli”, “el Pacoto”- a su local en las cuevas del Sacromonte. Nuestros vecinos eran La Guardia del Cardenal Richelieu, que luego triunfarían como La Guardia. Ellos le pusieron nombre a «nuestro» grupo, que no lo tenía, Los Litros, en honor a la cantidad de botellas de cerveza que acumulábamos en el local para luego cambiar los cascos vacíos por botellas llenas. 

Y sí, mis escritos están íntimamente ligados a la música. Y desde luego a la poesía… en ‘Aria contra coral’, la estructura indica “tempos” de lectura (andante, allegro, adagio), en ‘Las briznas’ el engarce de todos los poemas se encuentra en el ‘Stabat mater’ de Pergolesi… Incluso en mi primer y muy horrendo libro, ‘Anecdotario’, está el ‘Concierto para flauta y arpa’ de Mozart, cuyo Andantino reaparece en el siguiente libro: la música como tabla de salvación. O como Borges advirtió, porque inevitablemente todas las artes propenden a la música.

F.J.: ¿Se ve reflejada la pintura en tu poesía? 

Juan Carlos Friebe: Del mismo modo que influyó la escultura de Rodin en el “poema-cosa” en Rilke, esto es, en la superación del subjetivismo romántico, a convertir la angustia en un objeto artístico. O sea: profundamente. Con una pequeña diferencia… que Rilke es un poeta de la talla de los gigantes, de los clásicos, y yo a su lado y “haciendo manga”, como cuando jugábamos a las canicas haciendo trampas, en mi mejor día de optimismo me podría considerar una bacteria. En cuanto a la “pintura” en mis poemas, tengo cierto talento para el esbozo de imágenes líricas, buen pulso para el dibujo realista, domino ciertas técnicas de la abstracción, conozco el temple de un verso, no trabajo mal las veladuras en algunas estrofas, y aunque me apasiona el arte conceptual mis fuertes son la representación figurativa y el retrato psicológico. He escrito poemas para las obras de no pocos pintores, escultores, fotógrafos, ceramistas, y no concibo ninguno de mis libros sin la presencia de las artes. Otra cosa es que quien me lea lo vea. La pintura y la música, en especial, me determinan casi siempre o juegan un importante papel en mis obras. En ‘Poemas a quemarropa’ hay hasta un Winterhalter; en ‘Aria contra coral’ arranco con cinco estampas, englobadas en el título de ‘Óleo sobre lienzo’, relacionadas con un fragmento de Ernesto Sábato sobre la inauguración de una exposición; en ‘Las briznas’ no está solo Van der Goes, aparece también Bouts; en ‘Poemas a quemarropa’ el dibujo de Petr Ginz que se titula ‘La Tierra vista desde la Luna’… No son simples alusiones. Ni meras fuentes de inspiración, ese don que no recibí nunca, u objetos ornamentales con una sencilla función estética. Son siempre nucleares dentro de mis libros.

«Una buena partida de ajedrez, un buen poema, me producen una intensa emoción intelectual»

J.G.: El ajedrez es otra de tus pasiones (confesables —risas—). He sido testigo de cómo has enseñado a versificar a gente recién llegada al mundo poético mediante los escaques de un tablero, sin ir más lejos. ¿Existe alguna relación entre esta disciplina y la poética? ¿De dónde te viene esta afición? 

Juan Carlos Friebe: En cierto sentido sí. Una buena partida de ajedrez, un buen poema, me producen una intensa emoción intelectual. Un verso deslumbrante, un movimiento exquisito, un atrevimiento táctico… No obstante, solo utilizo el ajedrez para la poesía de forma conceptual, lo mismo que uso lo poco que sé de astronomía para reforzar algunas ideas. Si comprendes que en cualquier partida solo dispones de veinte posibilidades en tu primer movimiento, y en la poesía (aunque haya más) veinte tipos de endecasílabos básicos, ¿cuál será tu primer movimiento, supuesto el caso de que quieras empezar el poema con un endecasílabo? Parecerá forzado, y mecánico, contado de este modo, pero resulta más dinámico de lo que se pueda pensar y muy útil, cuando alguien quiere aprender poesía, que sepa que existen unas reglas básicas: que los peones no pueden retroceder, que el rey solo puede enrocarse en determinadas circunstancias, que no conviene cambiar alfiles por caballos porque suelen ser más determinantes por su alcance si la diagonal no está cerrada, y menos aún en los finales de partida.

Aprendí a mover las piezas gracias a mi hermano, cuando éramos peques. Y como él siempre fue muy aplicado, se hizo con un par de libros de ajedrez que utilizó contra mí con una eficacia devastadora. Hasta que yo empecé a leerlos y alguna le gané, pero pocas. Se trataba de obras simples, pero eficaces. Y sumamente aburridas, pero prácticas. Mis aperturas y defensas, en aquel entonces, se basaban en los principios de «ahí voy yo» y de «pies para que os quiero» según jugara con blancas o con negras. Rara era la ocasión en que pasaba de la fase media, que para mí era un laberinto, y un infierno, si no se habían intercambiado piezas y simplificado el tablero. Así que empecé a entender algo del ajedrez leyendo sobre los finales de las partidas, desde lo más simple, como no ahogar al rey contrario cuando crees que vas a darle jaque mate, los mates básicos cuando dispones de ventaja de material, los finales de peones y de piezas menores… Quienes quieran aprender ajedrez, creo que deben empezar analizando las posiciones “sencillas”, como esas.

Luego vino mi amigo Manolo “el Pícaro”, que quede entre nosotros, le dio nombre al local del que fui socio en sus inicios, quien me daba unas soberanas palizas: hasta tal punto que cuando logré hacerle tablas imprimí la partida para estudiar en qué podía haberse equivocado él, y no en qué pude haber acertado yo. Pero también tuve mi momento épico. Fue contra un profesor inglés que me presentó mi amigo y exquisito poeta Quique Ortiz. Bernard Delarey, creo que se llamaba de apellido… Tenía 60 años, y yo no muchos más de veinte, pero me invitó a su bonito apartamento en el Albaycín días después de conocernos, y jugamos diez partidas rápidas, mientras nos poníamos tibios de gintonics. Era una eminencia del ajedrez y un soplador de ginebra casi imbatible. De cuando en cuando, mientras jugábamos, se levantaba, se ponía a buscar en sus libros, y de pronto, feliz, gritaba: “Nineteen hundred and eighteen, Marshall against Capablanca!”. O sea, que los movimientos que habíamos realizado hasta ese momento los habían jugado en 1918 Marshall y Capablanca. Contra un rival de ese calibre lo mejor que puedes hacer es disfrutar aprendiendo de cómo te va a destrozar… Y sin embargo, en la décima y última, lo conseguí. No por mi acierto, claro, sino porque él se descuidó en defensa debido al importantísimo colocón que había pillado: fue una victoria de mi hígado contra el suyo, no de mi inteligencia. Pero ganarle a Bernard era más difícil que arrancarle un beso de amor a una escoba, y lo considero mi mayor logro en el mundo del ajedrez de todos los tiempos.

No sé mucho más que lo que sé, que es más bien poco. Desde que los ordenadores existen en nuestras vidas como un electrodoméstico cualquiera me interesa más ver partidas que jugarlas, y mucho más ver las que se juegan hoy comentadas que leer las antiguas en un libro: los vendí todos, por cierto, y no me dieron ni para pipas. Y dado que mi vida íntima es tan interesante como la de un protozoo, ciertas partidas me producen un placer estético muy intenso. Pero cuando alguien invente un Satisfyer adecuado para mí, lo mismo mando el tablero y los endecasílabos melódicos a tomar por saco: “Primum vivere deinde philosophari”. Primero vivir, después filosofar. Entretanto, mi pasión inconfesable actual es ganarle el campeonato mundial de dominó roba´o a mi cuñado, en su feudo de Loma Verde, que tuvimos que suspender por el Covid cuando yo ganaba dos sets a uno al mejor de tres, en la categoría de treinta y la salida —muchas risas—.

«No sé mucho más que lo que sé, que es más bien poco»

F.J.: ‘Las briznas: poemas para consuelo de Hugo van der Goes’, es un libro bellísimo, o al menos a mí me lo parece, repleto de silencios y de miradas sutiles que muestran la hermosa fugacidad de la vida. Cuando lo leí, tenía en mi cabeza ‘El libro de las horas’ de Rilke. El pintor flamenco, al que sin duda consuelas, se retiró como hermano secular al monasterio de Rodeklooster con el propósito de recuperarse de una enfermedad mental. En esa época pintó su Muerte de la Virgen, que contrasta con su obra anterior y que muestra un episodio apócrifo de la Virgen con una verdad deslumbrante. ¿Cómo surge este poemario? ¿Es la poesía una herramienta para la oración y la contemplación? 

Juan Carlos Friebe: Te respondo a lo último en primer lugar, porque me dispersaré menos, si es que eso fuera posible conmigo…

Para quien lo sea, sin duda. Puede ser sanadora, como una oración sincera, y puede ser contemplativa y celebradora de la creación universal… Ejemplos hay muchos en la literatura, pero eso depende del artesano, de su historia personal, de sus vivencias… Y como sabemos que, en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable, me tienta responderte que sí, pero que no sea mi caso, o no habitualmente, no implica que deje de serlo para la mayoría de las personas que emprenden un poema. Pero si es una herramienta, para mí se parece mucho más a una navaja suiza que a la navaja de Okham: la poesía es un destornillador, es un abrelatas, una sierra, un cuchillo, un pelacables, una tijera, un gancho y un punzón y un sacacorchos… quiero decir que es un ingenio que sirve para distintas necesidades y obedece a causas múltiples. Para mí no, ya lo dejé caer, aunque para algunos de los personajes de mis obras sí, sin duda. Además, Dios hace varios cameos por mis poemas, por así decirlo, más míos. Sin embargo sus apariciones suelen darse como interjecciones, como llamadas de desesperación, o expresiones de calma, o de anhelo. Su presencia no se desarrolla, si acaso se me escapa igual que un suspiro por algo que ansías pero jamás alcanzarás y que desde luego no tiene que ver con la iluminación espiritual. A lo largo de mi vida he sido superficialmente creyente, pero me ha interesado mucho el misterio de la fe católica y, en general, el fenómeno religioso; he sido una persona aproximadamente cristiana, luego politeísta, después panteísta, agnóstica y fervientemente atea; he explorado las posibilidades de la meditación trascendental y hasta de la regresión mental: vamos, como Woody Allen en la deliciosa ‘Hannah y sus hermanas’, cuando cree que tiene un tumor del tamaño de una pelota de baloncesto y hasta llega a pensar en hacerse “Hare Krisna”. Lo que sí puede ser cierto es que la concentración en la creación de poesía tiende a generar estados de consciencia profunda, y cuanto más profunda es la consciencia de lo que significa ser, más fácil es acercarse al núcleo de este hondo misterio de estar vivos, de ser nosotros, o a un pensamiento trascendente lógico. Seguro que la civilización más avanzada de la galaxia, en sus momentos más primitivos, imaginó en algún momento de su evolución que su Sol era una divinidad creadora de luz hasta que sus alienígenas descubrieron la bombilla y el interruptor. De manera que la simple contemplación “pasiva” no resulta la mejor forma de comprender las causas, y te quedas, como yo en mi juventud, intentando comprender el enunciado del problema matemático: no resolverás ninguna cuestión creativa de forma consciente rezando ni contemplando durante diecisiete horas seguidas el techo de la habitación. Por lo que a mí se refiere, no contemplo para que se me ocurra un poema. Otra cosa es que surja, y se pueda trabajar algún símil, elaborar a partir de una observación puntual un objeto retórico. Me gusta observar, no porque procure encontrar una relación o una conclusión poéticas respecto a un hecho concreto. Observar el mundo tampoco conduce a comprender el mundo, aunque ayude mucho más a conocerlo. El poema no me parece una radiografía de mi alma, ni una lupa de la realidad; los versos no son como microbios en un cristal sobre la platina de un microscopio, ni retales que arrancamos al vestido de una vestal para desnudar una verdad oculta. Es un hecho artístico que nace de una voluntad no necesariamente moral, y desde luego desde una determinación personal creadora activa. Estudio mucho cuando estoy escribiendo un libro que tengo claro en la mente. Como en el caso de ‘Las briznas’.  Menos mal que no me iba a perder —risas—… Uf…

La historia de cómo nació ese libro es larguísima, pero intentaré resumirla en menos de dos horas. A mediados de los noventa, a través de una galerista, historiadora y amiga maravillosa, Julia Moreno Pérez, supe que Manuel Arteaga, el director de las galerías Cartel tanto en Granada como en Málaga, buscaba a alguien para escribir sobre arte en una revista de aquella ciudad. Me dijo que tendría libertad absoluta de tema y extensión. Yo había escrito algunas reseñas sobre algunas exposiciones de la galería, y pensó que yo podía hacer algo interesante. Me puse a rumiar y, como aquel encargo suponía para mí lo que los cursis llamarían hoy «una ventana de oportunidad», pensé en crear una serie, con un personaje entretenido, inocente, que mirara el arte con los ojos de un niño, sin entrar en juicios de valor estéticos. Claro que los finales debían quedar siempre abiertos, para que mi primera intervención en la revista no fuera directamente la última. Rumiado todo lo cual creé a una adolescente que tenía la capacidad de entrar en los cuadros, hablar con los personajes, y narrar a través de estos cómo se pintaron las obras, quién y cómo era el artista que los había pintado, por qué estaban allí, enmarcados, en un museo… Empecé con un Vermeer clásico, que me daba muchísimo juego, por De Kantwerkster… ‘La encajera’ tenía mucho que ver con la tradición de mi familia, muy de costuras, encajes, puntillas y filigranas de hilo, aguja y dedal -hasta mi bisabuelo era sastre- pero también me fascinaba la austeridad de la pieza y el comportamiento de la luz en el cuadro… ¿Quién era ella? ¿En qué estaba pensando? Sin embargo, para escribir sobre pintura hay que leer sobre pintura, y aprovechando que un amigo tenía la Summa Artis, comencé a leer y a leer y a leer sobre arte flamenco hasta que me olvidé por completo de aquella revista… Lo malo de querer saber es que solo avanzas en el conocimiento si sabes todo lo que sucedió antes, yendo hacia atrás, como los cangrejos… De este modo me topé, inesperadamente, con un tal Hugo van der Goes, del Siglo XV, del que no recordaba ninguna mención, ni siquiera en el libro de Historia del Arte del «cole», quien resultó ser un artista con un significativo impacto en el Renacimiento italiano. Pero si su obra me deslumbró, su vida me apasionó: y la hice mía. Van der Goes padecía algo que yo conocía bastante bien, la bilis negra, la melancolía. Según se refiere en la Crónica del Convento del Valle Rojo, que escribió un hermano del monasterio en el que se refugió, consiguió suicidarse, tras algunos intentos fallidos. Me identifiqué con él, con su desesperación vital, con su sufrimiento larvado, pero también con los viajes que hizo y sus motivos: y con su afición al vino, por supuesto —risas—… En un libro que nunca publiqué, llamado ‘Diecisiete variaciones sobre el tema del regreso’, tenía algunos poemas supervivientes, muy relacionados con algunos asuntos que atañían a mis propios viajes, que podía utilizar para los del pintor, y que adapté, o rehice, para dar cuerpo a la idea de consolar a un artista que deseaba morir: en cierto sentido, me iba la vida en ello. Luego, del estudio de las obras de Van der Goes, fueron surgiendo poemas que encajaban entre sí con suavidad, y en la estructura narrativa que ambicionaba para el futuro libro, basándome en el ‘Stabat Mater’ un himno del siglo XIII que reflexiona sobre el dolor de la Virgen ante la pérdida de su único hijo crucificado, y al que llegué después de leérselo a Lope de Vega. Fue un proceso, como siempre en mi caso, de años. Para que os hagáis una idea, pasaron dos años desde los dos primeros versos de la primera estrofa de ‘Presagio de mudanza’ hasta que terminé el soneto.

‘Las briznas’ hubiera tenido otro final si un hecho terrible no hubiese sucedido, inesperado, inimaginable, atroz: mi adorada Alba, la única hija de una de mis amigas más íntimas, mi hija electiva, mi niña, murió atropellada por un camión que no la vio. Ella tenía diecinueve años. Escribí ‘Tránsito de la Virgen’, en mi cabeza, mientras escuchaba al sacerdote decir el Salmo 39, «Dixi custodiam vias meas», haciendo míos el dolor de su madre, mi amiga Encuy. Creo que en ese poema no hay un solo verso que no contenga una lágrima. Había terminado el libro: y el libro tenía veinte poemas, como las estrofas del ‘Stabat mater’. Pero yo no tenía consuelo. Cualquier rastro de inocencia en mí fue enterrado con ella.  

«Observar el mundo tampoco conduce a comprender el mundo, aunque ayude mucho más a conocerlo»

F.J.: Uno de los libros de poesía más impresionantes que he tenido la suerte de leer es tu sobrecogedor ‘Poemas a quemarropa’ (Point de Lunettes Ediciones. 2011). Rafael Guillén afirma del mismo: «Se trata de un estremecedor alegato contra la crueldad humana escrito con emoción y con una voz personalísima. Espero no equivocarme si digo que pocos libros como éste merecen un destacado puesto entre los de los poetas de su generación»; todo un elogio a un libro y a un poeta que lo merece. Pero más allá de retratar la crueldad de una guerra atroz, ¿qué nos enseñas en estos poemas? ¿Cómo surge mostrar esta memoria con tintes familiares?

Juan Carlos Friebe: Rafael Guillén es para mí uno de los mejores poetas vivos de los últimos cincuenta años que más admiro. Tanto, que hasta estuve a pique de un repique de cambiarle el nombre al libro porque él entendía que mi obra merecía un título que proyectara más la solemnidad de su contenido. La cuestión la resolvió al final el editor: si le cambiaba el nombre al libro no lo publicaba. Cuando recibí la reseña de Rafael Guillén a ‘Poemas a quemarropa’ me emocionó hasta la médula no solo por lo que decía en ella, sino porque nunca fue dado a este tipo de compromisos, y me hizo sentir doblemente especial: por la excepcionalidad de su comentario per se, y por lo que su recensión significaba de espaldarazo público a una obra que no era, precisamente, para todos los públicos, sino para mayores de dieciocho años y menores acompañados.

El libro se lo debo, fundamentalmente, a Rocío, mi pareja entonces. Ella organizaba nuestras escasas vacaciones compartidas, y siempre pensaba en cómo darme el capricho: yo era muy de pastorcillas y de folclore, así que nada de dos días en Budapest, dos en Praga y un rato en Viena. Cada año pasábamos una semana en una ciudad diferente. Inteligente, por no decir brillante como era, milimetraba hasta nuestras economías personales, y los países donde el euro todavía no funcionaba. No sé cómo se le ocurrió la semana de Cracovia, en Polonia, pero como no me hacía ninguna gracia la idea de terminar visitando Auschwitz, con lo que conllevaba para mí, casi un tabú, se las ingenió para que aceptara otro destino, la República Checa, donde ella había leído sobre un campo de concentración “especial”, no de exterminio: Terezín. Allí nació ‘Poemas a quemarropa’, aunque el primer poema, que no incluí, y de hecho destruí, fue un soneto sobre Auschwitz. Entendí, como Adorno, que tras Auschwitz no era posible la poesía. Era imposible cuadrar en dos cuartetos y dos tercetos aquel horror inmenso, aquella abyección, aquel sadismo, tantísimo sufrimiento. Y en Terezín, aquellos niños y niñas que escribían poemas prácticamente en papel de estraza, o en la hoja de un formulario, me enseñaron el sentido de las palabras de Imre Kertész, el premio Nobel que sobrevivió a Buchenwald y a Auschwitz. Tras Auschwitz solo era posible la poesía. Pero me dio otra clave para enfocar otro capítulo infame de la Historia de la Humanidad: la Guerra de los Balcanes, que había concluido ¡tan solo diez años antes! Kertész, en una entrevista que leí hace mil años no sé dónde, hablaba de una especie de genética del horror, por así decirlo, aunque no recuerde sus palabras exactas. No decía que el nazismo o el comunismo estuvieran codificados como sistemas en el ser humano, pero sí que habían sido sistemas y por tanto habían desarrollado un patrón: y que puesto que existía un patrón, un modelo, podía volver a suceder. Como sucedió en Srebrenica, en la antigua Yugoslavia.

Cuando vi la película ‘Before the rain’ del macedonio Milcho Manchevski, quien supongo que ahora será Macedonio del Norte, porque hasta 2019 Grecia no dio su brazo a torcer, se me cayó el alma al suelo. Sin entrar en qué guerra del siglo XX fue peor, ni en qué sistema político de genocidio más repulsivo, o qué guerra civil más repugnante, cuando pensábamos que Europa era casi una balsa de aceite, volvió a suceder. Quise darle voz a los niños, a los gitanos, a dos millones de mujeres alemanas violadas, pero también a la niña albanesa que se refugia en un monasterio para salvar su vida. Y frente a eso, nuestra Guerra Civil. Mi abuelo trabajaba en la fábrica de pólvora de El Fargue, todo un “bombón” para los dos bandos de nuestra miserable contienda fratricida. El Fargue: al lado de Alfacar, al lado de Víznar. Lorca. Y entretanto, ya en el siglo XXI, en Granada jugando a bandos poéticos, a guerras de guerrilla, a grupos, grupillos, grupúsculos… Un ejemplo de cómo una idea clara, al principio, genera ramificaciones que pueden distraerte del núcleo de lo que quieres construir. Estuve a punto de perderme dentro del libro, y aunque Rafael Guillén no me dijo nunca nada al respecto, tengo la impresión de que hubiera preferido que no abriera tantos frentes en la misma guerra. Pude equivocarme, pero también es cierto que es un libro que tardé solo cinco años en fabricar. Quizá debí pensarlo más y no dejarme llevar por la prisa en publicarlo. Y no es una broma.

Hasta que logré volver a la aguja adecuada, y al hilo narrativo, y al bastidor. El mito de Pandora era la clave de bóveda, la estructura de la película de Manchevski, su forma de contar la historia, un ejemplo a seguir. Solo me restaba elegir a los «personajes» y darles una voz propia a cada uno de ellos. No podían ser poemas solemnes. Tenían que ser poemas escritos «a quemarropa», a sangre, en carne viva. El inicio y el cierre los vi con claridad: un niño que no sabe adónde lo lleva su padre en un tren, que atraviesa paisajes desconocidos cada vez más lejos de su hogar y de su edad, y que morirá en un campo de exterminio. Y solo un soneto con forma soneto, aunque en el libro haya varios encubiertos. El último. Y no el de Auschwitz. Sino el que cuenta la historia de tres chiquillos que existieron realmente, de un poema que escribieron a seis manos, realmente, dedicado a una pulga, que era lo único que tenían para echarle a una sopa… Ellos sí podían hablar de carestía y de poesía, y convertir el poema en alimento. Nosotras y nosotros, poetas de hoy, básicamente somos burgueses. Lo que no es ni bueno ni malo, claro, sino todo lo contrario.

F.J.: ¿Cómo ha influido la poesía alemana, en concreto la de Rilke, en tu formación poética? 

Juan Carlos Friebe: Recuerdo vivamente aún mi emoción cuando fui al Schiller-Nationalmuseum, en julio de 1985, en Marbach am Neckar, una pequeña ciudad muy próxima a Backnang, donde pasé un largo y precioso verano en casa de mi tía Erna, mi asombro ante los manuscritos de Hölderlin, cuya obra amaba en sus traducciones; los textos de Schiller, de Klopstock, de Wieland…; las cartas que intercambiaban los clásicos alemanes entre sí y su caligrafía esmeradísima, a veces tortuosa, como el propio movimiento artístico… Aquello era La Literatura. La Historia de la Literatura de verdad, la que no me habían enseñado en el colegio. El Romanticismo en vena. El clasicismo en carne viva. Mi particular “rien ne va plus” en mi apuesta por saber algo de poesía más allá de la poesía, algo más de su historia más allá de la historia de los libros de texto. Otro verano, en 1988 (antes databa los libros cuando los adquiría, así que la fecha es exacta), traduje de forma ultrajante un poemario, muy pequeñito pero más goloso aún, de Reiner Kunze, ‘Zimmerlautstärke’, para intentar mejorar mi pésimo lenguaje coloquial, eso sí, después de desistir de hacerlo con el Hausbuch Deutscher Dichtung de la Gondrom Verlag, algo así como nuestro Las mil mejores poesías en lengua castellana. ¡Cualquiera le metía mano a la literatura medieval alemana a calzón quitado con mi alemán de andar por casa! A Kunze lo había conocido gracias a la edición de Felipe Boso en Visor, creo que de principios de los ochenta, ’21 poetas alemanes’, o en lengua alemana, donde recopila poesía escrita en alemán entre 1945 y 1975. Aquella antología fue un filón de oro para mí: salvo a Paul Celan, de quien ya había leído poemas, o Günter Grass, del que había devorado ‘El tambor de hojalata’, y aunque sabía de la existencia «de oídas» de algunas autoras fundamentales y de ciertos autores que quizá no tanto, me permitió leer y entender a Ingeborg Bachmann, a Nelly Sachs, a Enzensberger, Günter Eich, Peter Huchel, Karl Lrolow, Franz Mon… Me resultó interesantísimo ver las diferencias de enfoque entre los poetas de la RFA y de la RDA, cuando Alemania aún estaba dividida.

Pero mi pasión por la poesía de Rilke no se la debo a mis estancias en Alemania, precisamente, sino a su traductor para Hiperion, Federico Bermúdez-Cañete, con quien llegué a tener cierta amistad: los dos tomos de los ‘Nuevos poemas’ cambiaron mi vida, y mi manera de entender la poesía y la creación. Después, cuando me enfrenté por primera vez a las Elegías de Duino en la edición de Eustaquio Barjau, estuve una semana levitando. Sentí algo parecido al Síndrome Stendhal mientras leía sus elegías… No parecía posible ir más allá de aquella poesía. Pero si Rilke me ha influido poderosamente, ha sido como aspiración a, no como inspiración de, por, o para. Él me enseñó a tomar distancia de lo subjetivo para abordar el núcleo de una idea poética desde una consciencia artística creativa. Por así decirlo, a no involucrarme personalmente en el poema de forma directa. Y, bueno, además, comparto con él una vivencia que nos marcó. Su madre le vistió de niña hasta los siete años, como a mí mis tías-abuelas siempre que pudieron hasta que cumplí cuatro y nació mi hermana… Esos tres años de diferencia en nuestras vivencias semejantes seguramente expliquen por qué él es mejor poeta que yo —muchas risas—. Es cierto: existe una sutil relación de hermandad, e incluso de sororidad (sonrisas) con Rilke. Su ‘Mädchenklage’ -Queja de muchacha- de los ‘Nuevos Poemas’, me abrió un mundo: el de poder expresarme con una voz femenina en mi propia poesía sin impostura, y la comprensión de que el yo poético puede ser múltiple, doble, neutro: que la voz poética libre puede hablar de una piedra desde el corazón mismo de la piedra: o no explicar qué es la luz, sino ser la luz.

«Lo realmente esencial del ser humano es la alegría»

F.J.: ‘Enseñando a nadar a la mujer casada’ (Esdrújula 2021), ‘Las briznas’, ‘Poemas a quemarropa’… retratas la crueldad que ejercemos sobre nuestros semejantes cuando predomina la ignorancia sobre el respeto y la empatía, sobre el amor. ¿Es la ignorancia unos de los orígenes del mal? ¿Es el sufrimiento una parte esencial del ser humano?

Juan Carlos Friebe: La ignorancia es el origen del mal, si no es el mal en sí mismo. Si la humanidad fuera una especie realmente inteligente, se serviría de sus errores para mejorar, para crecer, para ser y hacer felices a los demás. La cuestión crucial, para mí, es la intervención del Estado y de las religiones en la educación. No es una teoría conspiranoica. Hay quien dice que vivir en la ignorancia nos hace más felices, y me temo que tanto el poder espiritual como el poder temporal hoy día solo perpetúan esa idea, hábilmente modernizada, como han hecho desde que el mundo es mundo, para conservar el poder por inercia y sin grandes sobresaltos. El clásico del gatopardismo: cambiarlo todo para que nada cambie. Ursula K. Le Guin escribió un maravilloso y brevísimo relato sobre la posibilidad de que las hormigas, utilizando semillas de acacia, construyeran un lenguaje poético codificado para derrocar a la reina del hormiguero. La religión y el Estado se encargan de escondernos las semillas de acacia.

Y al hilo de ello, que la estructura del posible pensamiento de una hormiga sea algo que nos podamos plantear conlleva ser conscientes de que cada vida es única, y eso nos salva como especie. El otro también piensa. El otro también siente. El otro también comprende. El otro está vivo. Comprender el sufrimiento ajeno sí es esencial para ser humanos. El dolor es natural, un aviso de nuestro cuerpo de que algo no anda como debería. Como maravillosamente escribió Claudio Rodríguez en uno de los poemas que más amo, “el dolor es la nube, / la alegría, el espacio; / el dolor es el huésped, / la alegría, la casa”. Creo que lo realmente esencial del ser humano es la alegría, aunque en mis poemas me empeñe en sostener exactamente lo contario —muchas risas—. 

J.G.: Los tuyos no son libros colecciones de poemas, de “grandes éxitos”, sino que responden a una idea orgánica en torno a la cual se estructuran y se construyen; de hecho, todos ellos han surgido como respuesta a una idea mayor. ¿Por qué esa organicidad? ¿Qué ingredientes ha de tener, en tu opinión, un buen poemario?

Juan Carlos Friebe: Hay dos motivos fundamentales: uno estrictamente funcional, otro esencialmente artístico. Sobre el primero, como cualquiera, tengo muchos problemas, que sobrellevo con cierta elegancia y un sentido del humor notable. Algunos son de palabra mayor, otros no tanto. Entre los que no lo son tanto, el más importante es que no me dedico a la literatura, lo que significa que tengo que trabajar en otra cosa. Por lo tanto, mi tiempo está muy limitado. Ya sabes: un tercio de la vida te lo pasas durmiendo, otro tercio trabajando, y el resto es el tiempo al que tienes que dedicar tu ocio: pero tu ocio no significa que no tengas que ir al médico, ver a tu madre, comprar en el supermercado, hacer la colada, planchar la ropa, comer, estar con los amigos, ver mundo, o enamorarte sin remedio de quien no debes y esas cosas tan necesarias para alcanzar esa infelicidad plena que siempre he perseguido en la vida con bastante acierto. 

Debo tener muy clara la idea rectora de cualquier proyecto que me haya propuesto llevar a cabo con seriedad para que, cuando me siente ante ese proyecto, cuando disponga de tiempo para concentrarme en el asunto, aunque solo disponga de una hora, sepa por dónde voy, qué es lo que quiero decir, y cómo. Para improvisar y divertirme tengo la prosa. Para el relato tengo el ‘Prólogo de un suicidio’ y un libro que terminé y eché al cajón de los ya veremos qué hago con esto hace años, ‘Crónica de vidas improbables’, al que no sé cuándo volveré, ni si volveré, para repasarlo. Puede ser que un libro que empezaste después se termine antes, o que se solapen unos con otros. Al mismo tiempo que terminaba ‘Poemas a quemarropa’ estaba más feliz que una perdiz escribiendo las ‘Canciones de la vereda’, que eran temas escritos para un cantaor flamenco del Sacromonte. En resumen: llegas a casa, haces lo que tengas que hacer, te sientas a trabajar, pero lo haces sobre algo que está ideado. Que la idea cambie a lo largo del tiempo es raro, si la idea te parece buena. Siempre se producen bifurcaciones lógicas, se adivinan posibilidades tentadoras, pero conviene la cautela, porque puede pasar que te enfangues en lo que podría ser una obra nueva, y no terminar nunca ni la una ni la otra. Armar un libro requiere paciencia, cierta disciplina: terminarlo una voluntad de hierro. Y cuanto más ambiciosa me parezca la idea, más se alarga el proceso, así que también requiere fe en tu propia determinación. Escribir un libro forja el carácter. Es raro en mí eso de la inspiración. Y ya me gustaría. Padezco demasiadas limitaciones: sin embargo, mi mérito, si de alguno presumo como poeta, es que soy plenamente consciente de ellas. Hay versos inspirados, a los que he conseguido arrancarles un buen poema, pero he llegado a tardar años en conseguirlo, y eso es un defecto, no una virtud.

En cuanto a lo artístico, tengo una conciencia bastante plena de que la obra poética puede ser cualquier cosa menos insensible a la realidad del ser humano, a sus miserias y a sus glorias. En su discurso de ingreso a la Academia de Bellas Artes, el olvidadisimo pintor Benito Prieto Coussent, quien me honró con su amistad y su consideración en mi juventud -él ya tenía cerca de noventa años cuando lo conocí- sostuvo que cuando el arte no servía al ser humano se convertía en un simple pasatiempo de indotados: el arte debía servir como estímulo de la inteligencia, como perfeccionamiento del saber, como vehículo de comprensión de la Historia, como vía de conocimiento al servicio de quien tenga ojos para ver, o para devolver la vista a los ciegos. Como él, a mi manera, pero sin ninguna intención didáctica, procuro que mis representaciones poéticas, o las escenas que dibujo, contengan una lectura más allá de los personajes que evocan, o las circunstancias que les rodean. Y para eso necesito un hilo narrativo -lo que demuestra una vez más las carencias de mi poesía, supongo- adecuado para la tela que decido fijar al bastidor, a la obra… Pero coincido con Karl Kraus, quien escribió en sus aforismos que lo que vive del tema muere en el tema y lo que nace del lenguaje vive en él. Me obsesiona adaptar la voz poética al hecho concreto, y que la forma se ajuste a la idea, no al revés, aunque pueda parecer artísticamente “retrógrado” experimentar con la cuaderna vía en pleno siglo XXI. Sin embargo, ¿cómo hacer más creíble la voz de una mujer quemada en la hoguera en 1310? ¿Alguien se creería un soneto con estrambote en un niño de catorce años a punto de morir en el campo de concentración de Terezín, en 1944? En este sentido, la organicidad de mis obras, aunque el resultado sea paradójico, e incluso desconcertante, no obedece a una unidad de sentido, de intenciones, de tonos, o de modos, sino a una lógica de lenguajes. Esta fijación mía proviene del pensamiento musical de Leoš Janáček, que aspiraba a “deshacerse de los estereotipos estructurales, melódicos y métricos de la música convencional”. Una obra en que todas las líneas melódicas tienen el mismo rango de importancia, aunque se opongan las unas a las otras, o ni siquiera se acompañen. Sin embargo, todo lo anterior solo me sirve a mí. Esas son mis ascuas intelectuales, ese el espeto que uso para asar, a mi gusto, esas, mis sardinas. Un buen poemario, y debe haber decenas de miles de ellos publicados que no he leído, es una mezcla de inteligencia, sensibilidad, conocimiento, inspiración, talento y, aunque esto último es un concepto histórico cambiante, de belleza: no olvidemos que, ya que hablamos de Rilke hace un rato, “la belleza no es nada / sino el principio de lo terrible”. Puedo hablar de lo que le exijo a mis poemarios. Los demás, como decía Bernard Shaw con tanta gracia sobre lo que no debíamos esperar de los demás, suelen tener gustos diferentes. Y a buen seguro, mejores.

«Comprender el sufrimiento ajeno sí es esencial para ser humanos»

J.G.: De hecho, esa cohesión y unicidad que articula tus poemarios no queda ahí. Con ‘Enseñando a nadar a la mujer casada’ cierras una tetralogía sobre la identidad, la melancolía, la crueldad y la ignorancia entendidas como ejes del sufrimiento humano frente a la sociedad, el dogmatismo o el poder. Cuéntanos un poco más sobre ésta tetralogía.

Juan Carlos Friebe: Así es, Javier. Aunque en realidad, hasta no hace mucho, consideraba que ‘Las briznas’, ‘Poemas a quemarropa’ y ‘Enseñando a nadar a la mujer casada’ como una trilogía cerrada, exactamente como tú la describes, descubrí que ‘Poemas perplejos’ era la pieza clave y la piedra angular, de esos tres libros: una suerte, o mala suerte, de despertar de la conciencia. En ‘Poemas perplejos’ ya aparecían personajes interpuestos y todos ellos sufrían por su identidad: Narciso se enfrentaba a su reflejo, Madamme Rimsky-Kórsakov a su retrato, Silvia -un personaje imaginario- basado en un poema de Bécquer, a su cuerpo. Como en la frase atribuida falsamente a Flaubert, hasta Emma Bovary era yo. Incluso su mot juste atraviesa mis libros aunque no como búsqueda de la palabra exacta para la expresión adecuada de una idea, sino la búsqueda del lenguaje más adecuado para desarrollarla. De modo que si alguna editorial está interesada, ahí tiene cuatro libros para enmarcar.

Parece natural que, si en ‘Poemas perplejos’ el hilo conductor era la soledad del ser humano, el sufrimiento de la intimidad, su identidad como ser doliente, y el sujeto poético del libro no se suicida porque no encuentra en su abrigo una pistola, como se cuenta en el poema final, ese hilo me condujera a la melancolía, que conduce a la persona a desear su propia aniquilación. Esas dos obras inciden en el sufrimiento de cualquier ser humano, a título individual, sencillamente porque vivir es ser conscientes de que nuestra existencia es efímera y eso nos causa, casi siempre, daño. Si no recuerdo mal, Michelle de Montaigne escribió que el Hombre es malo porque sabe que va a morir. ¿Por qué, entonces la crueldad con el otro? ¿Por qué el Holocausto? ¿Por qué Srebrenica? ¿Qué explica nuestro endemoniado sadismo como especie al hacer sufrir a nuestros semejantes lo que nos espantaría que nuestros semejantes hicieran con nosotros? Pero también, ¿cómo es posible que en el mismísimo infierno sea posible que los chicos y chicas de un campo de concentración crearan una revista de poesía? ¿Qué tiene el Arte que nos permite sobreponernos a una vida ultrajada, infame, devastada? Así surgió ‘Poemas a quemarropa’, como ‘Enseñando a nadar a la mujer casada’ plantea la ignorancia como raíz del sufrimiento y el poder como arma de destrucción de los individuos que se apartan de la grey, de las funciones que se esperan de una mujer, de la toma de decisiones propias: el poder de la iglesia, el poder político, el poder del estado. El individuo frente a la sociedad. La mujer frente a un mundo de hombres. Margarita Porete quemada viva por verter en lengua vernácula su comunión personal con Dios. Juana de Arco, quemada viva tras ser juzgada por cien hombres, por conveniencia de los poderes temporal y espiritual de su siglo y no renegar de sus visiones. Mariana Pineda, casada con la causa liberal, ejecutada a garrote vil por razones políticas y de índole sentimental. Aisha Ibrahim Duhulow, casada a la fuerza a los trece años con un octogernario y ejecutada por adúltera poco después por cincuenta hombres… del mismo modo que en ‘Las briznas’ quise consolar a un pintor consumido por la bilis negra, quise poner voz a las asesinadas; del mismo modo que en ‘Poemas a quemarropa’ pretendía poner sobre aviso de que el horror del holocausto podía suceder de nuevo, en ‘Enseñando a nadar a la mujer casada’ hay un relato interno, al margen de los poemas, para recordar qué sigue sucediendo.

F.J.: ‘Enseñando a nadar a la mujer casada’ contiene las voces de algunos personajes femeninos a través de la historia para mostrarnos su verdad. Recreas el juicio de Juana de Arco con un lenguaje exquisito y sirve este atestado de guía para el testimonio de mujeres masacradas en distintas épocas como Margarita Porete (con un lenguaje adaptado, utilizando la cuaderna vía) o más actuales como esa joven víctima de una lapidación en pleno siglo XXI. ¿Cómo has conseguido hablar con la voz y el verso propio de cada mujer que nos muestras en el libro? ¿Es la voz femenina, sepultada tantas veces, la que debe hablar más claro en estos tiempos?

Juan Carlos Friebe: Pues mira, Fernando… aunque quede mucho por conquistar, sobre todo fuera de nuestro entorno «europeo», no creo que la voz de la mujer tenga que ser o sea más clara. La poesía es, en sí, un género, lo que ya es una complicación inicial de índole literaria —risas—. Luego somos personas sexuadas, personas sexuales, sujetas a un estupendo mecanismo de gratificación de la naturaleza para facilitar la reproducción, y es toda una conquista que podamos tener sexo sin necesidad de reproducirnos. El problema es que el sexo nos determina, y nos determina de forma física, tanto como la participación en el proceso reproductivo nos diferencia. La mujer, a lo largo de la historia, no solo por esto, pero especialmente por esto, se ha visto relegada en todo a un segundo, incluso a un último término, detrás del marido, los padres y los propios hijos, desde el mismo momento en que nacía hembra, en todas las culturas. Es un hecho universal. Así que es lógico que podamos hablar de voces femeninas y masculinas en la poesía: y ninguna habla con más claridad que otra. 

La literatura alemana romántica no puede ser entendida sin la presencia de la mujer y su participación activa en los salones culturales de su tiempo: eran compositoras, traductoras, poetas… ¡hasta Goethe plagió algunos poemas de las cartas que Marianne von Willemer le escribía! Siempre hubo literatura femenina, pero ¿cuántas mujeres recuerdan, como yo en mis clases, a Concepción de Estevarena, por poner solo un ejemplo? Es posible que muchísimas mujeres no conozcan ni su tristísima existencia, ni su hermosa poesía. ¿Hubo vida más triste que la suya, y mejores poemas en sus veintidós años de una vida marcada por la fatalidad y un padre déspota que le negaba el derecho a escribirlos? ¿Sucede eso, en nuestro país, hoy? No lo creo. ¿Puede estar sucediendo en algún lugar del mundo, en estos mismos momentos? Me temo que, desgraciadamente, sí. Esas voces sepultadas son las que hablan claro de que queda mucho camino por recorrer en el mundo, y de que todos los seres humanos, hayamos nacido mujeres u hombres, tenemos la obligación de hacer nuestras sus voces, de gritarlas con ellas: igualdad de derechos, igualdad de oportunidades, igualdad de obligaciones. No hay que nacer mujer para exigir, al unísono, justicia, revisión, y reparación. Mis poetas hermanas in péctore, tantas, tan excepcionales y tan queridas, hablaron siempre claro. 

«La poesía es una forma de cultura que se nutre de las demás artes, y también de las ciencias, de la vivencia propia y de la ajena»

F.J.: El 29 de abril de 2019, Gerardo Rodríguez Salas dictó una conferencia titulada ‘La poesía en los límites del género’, presentada por José Manuel Ruiz (director de la Cátedra Federico García Lorca de la Universidad de Granada) y donde tú ofreciste algo más que un recital poético. ¿Crees ver, con los ojos de ahora, algunos rastros de esta persona que hoy eres en tus libros anteriores?

Juan Carlos Friebe: Siempre he sido la misma persona, aunque me haya costado media vida entenderlo. El Gólgota al que cada ser humano se debe enfrentar es el de que vamos a morir, pero en tanto estemos, debemos consentir, y amar a muerte la vida. Por desgracia carezco de fe para creer en otra existencia. Igual es verdad que nos reencarnamos, pero resulta que en vez de reaparecer en el escenario como Grace Kelly te reencarnas en un dromedario, y para eso que me quede como estoy. Por otra parte la perspectiva de que mis cenizas se integren en el cosmos para formar parte de una nebulosa que dentro de quinientos mil millones de años origine una estrella alrededor de la cual, en algún planeta, se genere la vida y tú seas bicarbonato cósmico no me satisface en absoluto, más si no puedo ser consciente de ello. Heine, que era un romántico de chichinabo en comparación conmigo, decía que el sueño era maravilloso, aunque la muerte era mejor, pero que quizá lo mejor hubiera sido no haber nacido nunca. Imagino que no pensaba en ese momento en la estela del frontis del templo de Delos, donde está escrito «gnóthi seautón». Algo así como ya que estamos aquí, aunque sepamos todo lo que sabemos, y lo que sabemos no sea demasiado prometedor, conócete a ti mismo. ¿Tienes otra cosa mejor que hacer? No me consta que conozcamos al autor de la sentencia, pero apenas hayamos pensado un poco, nos damos cuenta de que la vida es ahora o nunca, y no hay mucho tiempo que perder porque los años no corren: vuelan. Aquella conferencia tuvo algo de eso: de ahora o nunca. No se trataba, no al menos para mí, de contar mi vida, sino de decodificar poemas que parecían decir una cosa, pero que como en una matrioshka escondían una muñequita dentro de una muñequita dentro de una muñequita. 

Hasta 2013, o así, yo era un crucigrama en blanco. Todas las definiciones eran de dudosa respuesta porque, como sabes, en un crucigrama blanco el problema radica en dónde se encuentran las casillas negras, no las definiciones. Peko, que en gloria esté, en El País, firmaba unos pasatiempos estupendos, no recuerdo de cuántas horizontales y verticales, pero pongamos que de 22×18. La primera horizontal solía ser el título de una película, o de un libro: cosas parecidas. Pero no siempre ocupaba la línea horizontal por completo, así que la película, o el libro, podían tener 22 caracteres en horizontal, sin incluir espacios en blanco, o menos. Debías currarte las verticales, encontrar una que fuera segura (por ejemplo, primera vocal -la a-, o letra distintiva de los coches matriculados en Alemania -la d-). Y a partir de ahí podías discurrir que quizá fuera «ElañopasadoenMarienbad», de Resnais. En función de las claves que diera Peko, más sencillo o más complicado el crucigrama, porque si acertabas con el título de la peli, te salían del tirón todas las verticales. Pero había demasiadas variables en juego en mi vida, entre ellas mi propia vida, y decidí convertirme en un autodefinido, que es más sencillo de resolver, porque hay menos incógnitas que despejar. 

Pero en todos y cada uno de los libros que he escrito, estoy yo, soy yo, y me he. En ocasiones encripto porque la poesía que me es consubstancial también posee cualidades criptográficas. Un mensaje cifrado no es menos interesante que un mensaje claro. La verdad pura está muy bien para el Pravda, pero todos los seres humanos somos más complejos que una verdad. Ni soy quien fui ayer, ni quien asistió a aquella conferencia: soy quien soy ahora, pero no tengo ni idea de quién seré mañana. Ni siquiera depende de mí. Lo único que me importa es ser, en tanto sea, transparente con las personas que quiero y que me quieren.

F.J.: Durante un tiempo, circulaban por algunos correos electrónicos, capítulos de una saga titulada ‘Prólogo de un suicidio’. Tu prosa valiente, satírica, divertida, electrizante y más íntima, me tenía atrapado. ¿Qué fue de aquel serial, se podrá convertir algún día en libro?

Juan Carlos Friebe: Ese es uno de mis objetivos más serios para los próximos dos años. Terminarlo. Creo que es un tiempo razonable, porque, básicamente, trescientas páginas de quinientas ya están pulidas. Trabajar en prosa me resulta mucho más sencillo que en poesía. Lo que, ahora que lo pienso, igual no es así. La primera versión del ‘Prólogo’ empecé a escribirla en la Facultad de Derecho, porque allí me aburría como una ostra. La base de aquel pre-prólogo era la desconexión de HAL por Bowman, en 2001, que me obsesionaba. Si una persona, pongamos, un romano, se corta las venas, no muere de inmediato. Se va desconectando de la vida poco a poco… ¿Qué se piensa un minuto antes de morir? ¿Qué se recuerda? ¿Cómo se desvanece la memoria? ¿Cómo se empieza a desintegrar el lenguaje y, con él, la consciencia? Era una tarea tan experimental que allí se quedó hasta que decidí no probar el alcohol ni el tabaco durante un año por cuestiones médicas, pero también porque me aburrían hasta mis propios vicios. Decidí retomarlo hace cinco años, más o menos. Ahora he decidido que me apetece volver a él para terminarlo. Tendré que darme al agua con gas y a los caramelos de menta —risas—.

J.G.: Hablando de enseñar: además de a nadar a la mujer casada, son muchas y muchos los que han tenido la suerte de aprender de ti/contigo, bien en tus talleres, bien en el Máster en Creación Literaria de la Universidad de Granada, en el que actualmente impartes docencia. ¿Cómo enfocas dicha actividad docente? ¿Qué te gustaría que lxs alumnxs aprendieran de ti? 

Juan Carlos Friebe: Me gustaría que aprendieran de ellos. Que lean en voz alta y, al mismo tiempo, se escuchen con atención para advertir dónde sucede y dónde no el poema. Que advirtieran que la poesía no se nutre, o no solo se nutre del yo, de la contemplación ensimismada del propio ombligo, ni se sirve necesariamente de los elementos formales de la poesía, pero que tienen la obligación de conocerlos antes de descartarlos. Que tienen que salir de dentro no para expresar lo propio, sino lo nuestro. La poesía es una forma de arquitectura, hay que calcular estructuras; la poesía es una forma de escultura, hay que desbastar el bloque de mármol para que de la piedra surja carne viva como en ‘El rapto de Proserpina’ de Bernini; la poesía es una forma de música, capta imágenes como la fotografía, proyecta secuencias como el cine. Que sean conscientes de que la poesía es una forma de cultura que se nutre de las demás artes, y también de las ciencias, de la vivencia propia y de la ajena. Que lean a los clásicos, que por algo son clásicos, con el mismo amor que leen el poemario de su amigo fulano o de su amiga mengana (¡menos mal que no lo he dicho al revés! —muchas risas—). Y que sepan que cuando estoy con ellos no hay nada más importante para mí que su poesía. Siempre, siempre, siempre pienso que saben más que yo de poesía pero, como si estuvieran viviendo una nueva encarnación, se olvidaron un poquito de ella. Solo quiero recordarles lo que presiento que, de forma innata, saben. Son personas que hacen un esfuerzo económico por escucharte. No puedo permitirme el lujo de no darlo todo cuando hablo, y quizá enseño, rudimentos y útiles de la disciplina. Dirigirse a personas que quieren aprender de ti es un privilegio. Y dedicarme por entero a entregarles lo poco que tengo, a cambio de lo mucho que me dan, es un deber sagrado.

«Cuanto más alto se fracase, más cerca habrás estado de rozar lo que anhelabas»

J.G.: Soy muy fan de la saga de posts con que nos deleitas de cuando en cuando en tu muro de Facebook, en los que combina una prosa brillante, inteligente y afilada con la ironía, el humor y, cómo no, la música, por citar algunos de sus ingredientes. ¿Veremos alguna vez estas publicaciones —o algún destilado— negro sobre blanco?

Juan Carlos Friebe: Hace poco me hicieron una propuesta muy interesante al respecto, aunque para una publicación digital, que acepté. Pero llevo diez años utilizando Facebook y releerme para elegir algunas publicaciones puede resultar francamente aburrido, incluso para mí. Me obligará a dedicarle algo más que un ratillo para recopilar entradas que pudieran tener algún interés real, encontrar un hilo adecuado para que formen un conjunto con cierta lógica narrativa y revisarlas. Si el resultado es digno, y puesto que ya habré hecho la parte más tediosa del trabajo, tengo vagamente decidido dar forma a una obra de entretenimiento que se llamaría ‘Escrito en lo que dura una canción’. Ahora mismo, bien es cierto, no tengo ninguna prisa, porque retomar ‘Prólogo de un suicidio’ me llama más la atención. Lo escrito, escrito está, da igual en qué soporte o medio. A mí lo que me interesa es lo que no he escrito todavía, saber cuál será mi próximo y espectacular desastre. Soy muy exigente conmigo en la calidad de mis fracasos. Cuanto más alto se fracase, más cerca habrás estado de rozar lo que anhelabas. Necesito nuevos objetivos para caer en desgracia. Últimamente soy razonablemente feliz, y eso me preocupa mucho.

J.G.: ¿Cómo es posible que un poeta tan enorme como tú no reviente las listas de grandes ventas? ¿Qué peajes decidiste no pagar?

Juan Carlos Friebe: Coincido en tu perplejidad, Javier: es realmente inexplicable —muchas risas—. Lástima que mi vanidad poética pase la mayor parte del tiempo en coma, y apenas sale de la UCI me recuerde que solo en esta ciudad hay cuatro premios nacionales de poesía afortunadamente vivos; veinte voces, como poco, magníficas; otras treinta más que notables en un país de a lo mejor mil quinientas excelentes… Mi única aspiración es que lo poco que yo pueda aportar a nuestra tradición sea digno de jugar en segunda división, y no perder la categoría. Aunque es curioso… con ‘Las briznas’, estuve un mes en la lista de libros más vendidos que publicaba ‘Granada Hoy’, ¡por encima de Luis García Montero! Aquello fue como si el Lokomotiv de Maracena hubiera ganado al Real Madrid en el Bernabéu —muchas risas—. Bromas y anécdotas aparte, y que yo sepa, todos los libros que he editado, salvo ‘Antagonía’, están agotados, y eso ya es mucho. Por eso me interesa especialmente reeditar la tetralogía, o la trilogía en todo caso, porque ‘Poemas perplejos’ sí está “en digital”, anotado, y con prólogo de mi adorado Alejandro Pedregosa… Claro que cuando hablamos de libros de poesía lo estamos haciendo de ediciones, en mi caso, de 500 a 650 ejemplares. 

En cuanto a los peajes, es bastante sencillo: como dice mi amigo Eduardo, quien no pretende nada es invencible. Tampoco conozco a nadie más torpe “vendiéndose” que yo, la verdad. Encima, ni tengo tiempo y si lo tuviera igual tampoco me apetecía. Hay que ser muy profesional si quieres asomar la cabeza en un mundillo repleto de cabezas mucho mejor amuebladas que la tuya, y si la asomas, tomar prevenciones para que no te la corten de inmediato —risas—. Otra de mis características más destacadas es mi capacidad para decir lo más inconveniente en el momento más inoportuno a la persona menos indicada cuando quiero conseguir algo, así que cuando surge una oportunidad interesante, o que pudiera serlo, me encargo de destrozarla con la astucia de un rinoceronte. Y promocionarte implica ir de ciudad en ciudad a contar la misma película una y otra vez, aunque a la presentación solo asistan tu primo de Burgos bajo amenaza de muerte y la familia de su novia atados con cadenas; estar pendiente de quién es quién en cada sitio; chinchar para que te presenten a, hablar con, saber que, conversar sobre… en suma, interesarte por todo aquello que es también poesía pero que te aburre como una ostra, cuando la poesía para ti es un instinto de creación y no un trabajo, una artesanía sin vocación de oficio, un amor verdadero: la amas sin esperar nada a cambio. ¿Por qué pretenderlo? Quien escribió aquello de que la poesía es una religión sin esperanza, dio en el clavo. 

Igual la tuya no es tan abrumadoramente hermosa como Charlize Theron, ni tan elegante como Audrey Hepburn, ni tan sofisticada como una diva del Ballet Bolshoi, y hasta tus mejores amigas y peores amigos coinciden en que estás como un cencerro, pero tú no cambiarías por ninguna de ellas a tu —llamémosla así— imposible Paquita del sexto B, que cuando te dice buenos días en el portal antes de subirse al ascensor con esa sonrisa en los ojos derrite el hielo… Y no vas a ir a Sevilla, a Lugo o a Pamplona a vender eso, que es lo que realmente te importa, ¿verdad? —risas—. Pues eso me digo yo. Que cuando yo ame lo suficiente mi poesía, o la poesía me ame a mí, seguro que triunfo. Pero entretanto estoy donde quiero estar, que seguramente sea donde merezco estar: en el corazón de un puñado de lectores como vosotros, y en más de cien almas afines, como las vuestras: tener más lectores de los que soñó Stendhal para sí no es un sueño: colma mi vida. Solo tengo cosas que agradecer a la poesía. Ninguna que reprocharle. Además, la gloria de verdad, que es mi única y humilde aspiración poética, solo se alcanza cuando ya no estás en el mundo para disfrutarla: y para eso prefiero a la Paquita, que tampoco la gozo, pero que hay que ver cuánto entretiene —muchas risas—.  

J.G.: Muy a nuestro pesar, llega la hora de cerrar esta entre2vista. Te invitamos a hacerlo como te apetezca en lo que llamamos “Momento Carta Blanca”.

Juan Carlos Friebe: Deciros que ha sido un placer estar con vosotros es poco: ha sido un privilegio, y un honor. Una verdadera pena que quien haya leído esta entrevista no estuviera con nosotros para mandarle a comprar más hielo, y que las botellas de buen ron junto a una chimenea encendida duren lo que tarda un suspiro en decir su ay. Ay…

Poemas de Juan Carlos Friebe

Un elefante en la tela de una araña

Admiro la tenaz entrega de la araña
a su sobria tarea, que convierte
en mosaico bellísimo una trampa,
no su astucia en el arte de dar caza.
Cuando intuye el peligro de la lluvia
recoge su trabajo prodigioso
con tanta habilidad que es milagro;
si el viento o el tiempo dañan su labor
la reconstruye, persevera, enhebra
el hilo en sus agujas con paciencia
antes sabia que humilde, y su remiendo
devuelve resistencia y transparencia,

acaso aún más, a su red inclemente.
Entiendo que se trata de una forma
no antigua, primitiva, de existencia;
que la voracidad guía el impulso
que impele a ejecutar la delicada
obra –casi suntuosa de primor tan extremo-,
no el febril simulacro de una idea
inteligente, o el ímpetu de una fantasía.
No ignoro que su táctica consiste
en una técnica de subsistencia,
cobarde ardid que su debilidad
ingenia y la costumbre perfecciona
con elegancia pavorosa.
Hay algo en la afilada exactitud
de sus inexorables movimientos
que me fascina y me estremece, algo
perverso en la perfecta ejecución
de su trampa mortal que me rebela
contra su impunidad de cazadora.
Pero quien quiera amar sin ser herido,
que es morir a manos de lo amado,
aprenda la enseñanza de la naturaleza,
y no se arroje al mundo sin escudo
ni estrategia; despliegue con cuidado
su propia telaraña y, si el viento
o el tiempo la destruyen, persevere;
y, si no ame, al menos sobreviva.

De ‘Poemas perplejos’ (1995)

Desnudo

III. O quam tristis et afflicta
fuit illa benedicta
Mater Unigeniti.

Entra un hombre en el claustro. Otro más
escoge el hábito de monje austero
para mirar a Dios desde su celda,
o para huir del orbe y sus horrores;
para verle de frente, cara a cara,
o no enfrentarse al rostro que reprocha el espejo.
Viene con humildad, que le conviene,
pues busque lo que busque, la soledad es honda
y hondo daña, si no halla pronto algún
sentido. Entra un hombre y en el claustro
un silencio recoge su llegada
con respeto y recelo, obligada cautela:
trae consigo el barro de la ciénaga,
lodos de callejuelas tenebrosas,
fangos de su flaqueza y de su culpa
aunque en su pecho habite un hombre bueno.
Se despojó de harapos y pecados
al franquear el patio, su mugriento vestido,
como si aquello que nos cubre fuera
y no el disfraz, igual que el perfil es tan sólo
la mitad de una máscara. Aun desnudo,
en su mirada hay tormento y mácula,
brasas de su pasado, cicatrices recientes.
Estos son los pilares que sustentan
el convento, los árboles del patio,
sus lustrosos manzanos condenados,
igual que los arriates mimados de verónicas
se abonaron de estiércol. Los leones
rugen en las arcadas mientras gorjean aves
coronando los ábacos, hambrientos
corazones, gargantas lastimadas
de voces serafines que no pueden vivir
aquí en la tierra, y se alzan en un coro
que si merece el cielo, no le mueve a piedad.

De ‘Las briznas’ (2007)

Presagio de mudanza

XVI. Fac ut portem Christi mortem,
passionis fac consortem,
et plagas recolere.

Se olvidará de mí la vida un día,
se olvidará la luz de despertarme,
y el tornasol del Sol vendrá a velarme
con Luna de mortaja compañía.

Estoy ahí, ahí, la voz vacía,
rogando ay y aliento para alzarme,
en la garganta un garfio al que aferrarme,
y el grito preso en la mordaza estría.

Heme ahí sola carne desahuciada.
Un cuerpo inerme, lívido e ingrato,
recién ceniza lo que fuera llama.

Heme aquí: esto. El alma descarnada.
Como aguardando de otra voz mandato
que le ordene: Levántate y ama.

De ‘Las briznas’ (2007)

CANTO

Comienzo desde el núcleo de lo humano.

Comienzo, así, desde una misma lágrima: y empiezo a
comenzar sin alegría porque jamás podré con esperanza.

Comienzo y, pues comienzo en el sollozo, comienzo desde
el llanto soterrado que el mundo llora sin consuelo alguno

pues el mundo,

                           oídlo llorar,

                                                 llora:
nosotros no lloramos ya por cuánto.

Lloran los bosques frágiles, poderosos antaño, desde el
liquen hasta el musgo, desde la última hoja a la raíz primera,
de principio a fin de flor.

Lloran sus copas vírgenes en la altísima bóveda esmeralda,
inalcanzable aún, mas ya rozada

su todavía tierna muchedumbre de ensimismados cantos, su
poco aún de paraíso intacto.

Está llorando el mundo, está llorando el bosque, está llorando
adentro, en sus anillos, los años niños que temen la tala:
lloran de adentro a dentro en su corteza y la arboleda triste
se despuebla de los trinos que huyen de los claros.

De ‘Poemas a quemarropa’ (2011)

Kismayo

Como la piedra elegida al azar no sabe que no es la piedra del montón, sino la muerte misma.

Como la piedra no imagina que va a servir a una mano ignorante, a una mano infeliz, a una mano cobarde,

las cosas, inocentes, desconocen el fin al que sirven y la
voluntad de la mano que viene a usarlas. No lo sabe la piedra,

ni lo sabe el acero.

La piedra ni siquiera intuye que se desgajó de la roca para ser como aquella otra que la mano escoge para la honda y silba la herida del ciervo antes de abrir su costado,

o como aquella otra que una mano despreocupada sopesa en la orilla para hacerla saltar

un,

                                                      dos,

                                                                                                            tres,

De ‘Enseñando a nadar a la mujer casada’ (2021)

SIC TRANSIT GLORIA (Homenaje a Francisco de Quevedo)

Velad mis ojos ya, piadosas manos,
brindad descanso a mi mirada entera
hastiada de este mundo de villanos
donde poca verdad fue verdadera.

Vieron medrar noblezas en la corte
con favores de alcurnias y de alcoba,
que el buz servil adula al regio porte
el vil vellón con reverencia y coba.

Vieron caer magnánimos virreyes
en conjuras de frailes ambiciosos,

que amparan las coronas con sus leyes
perjurios de sotana deshonrosos.

Vieron mentir a reyes y a validos,
morir de calabozo al grande Osuna
que pagan las Españas con olvidos
gestas, como traiciones con fortuna.

Tal vez tampoco fui mucho mejor,
que al cabo el hombre es carne y es pecado,
pero yerros que nacen del Amor
bastan a hacer a un hombre un desgraciado;
llevaron penitencia en su flaqueza,
ue los besos se pagan con calvario
y en esto Amor, en toda su grandeza,
entre espinas y cuentas, es rosario.

Mas si yerros trocaron en envidias
para forjar puñales traicioneros
y dagas bajo capa para insidias
hará buen caldo Pedro en su caldero,

que quien a hierro mata a fuego muere
si mal promete espada la sentencia,
y cantará a Botero el miserere:
y habrá responso empero no clemencia.

Ni fui mejor ni busco alguna iguala
que valga en quita de mi propio duelo,
ni confesado de ello en su antesala
mi muerte esquivo o hallaré consuelo

por más que Dios, mi patria y mi poesía
tras cada paso mío allí anduvieran.
Fui pagado con fe, y cicatería.
De los versos cobré que me tundieran

aunque ni argolla ni dogal ni acero
me hicieran manso preso o can o esclavo,
y siendo vanidad, pues todo es huero,
no antepuse a mi verbo ni un ochavo.

De cuanto debo a Dios explicación
me encargue yo. Pagada a España a escote
dejo con mi vergüenza y mi prisión
y este llanto que lego de estrambote:

la gloria la alcancé con dos sonetos.
De lo demás dirá, si ha, la Historia,
que a ella fuimos todos bien sujetos
tal que asnos a palo y zanahoria.

Si a Aquiles dieron sus dioses sóleo
para volverle frágil a la flecha
a mi muerte uncirán con santo óleo
mi orgullo en mi figura contrahecha,

que de ese pie cojea aún mi ansia
fatal, y no hube suerte con tal tarso.
¡Voto a tal que de Salas no es el Tarsia,
que en siendo Roma saqueara el marso!

Vienen mis días a acabarse aquí.
Velad mis ojos y que ciego vea
el acabarse el mundo en que viví,
de baja estofa y de peor ralea.

Velad mis ojos, manos compasivas,
rezad quedos por mí, labios devotos,
por mi alma alzad las pías rogativas
y expíe con mi mal mis alborotos.

Tuve en Ginés la pila por burlón,
por austero Domingo preste el nicho,
santos varones de mi devoción
que en esto el cielo hasta me dio capricho.

En ‘ConVivencias de España’, Bibl. Conde de Tendilla. 2014

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