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Patricia Simón: «Los momentos más memorables de cualquier vida son aquellos en los que construimos algo hermoso con otras personas»

Patricia Simón por Elvira Megías
Patricia Simón por Elvira Megías

Patricia Simón: «Los momentos más memorables de cualquier vida son aquellos en los que construimos algo hermoso con otras personas»

La andaluza Patricia Simón es una de las periodistas que mejor está abordando la complejidad de este tiempo sin despreciar – ni menospreciar- ningún asunto que interpele, y, por lo tanto, condicione, la actividad de lo humano: el ecosistema político actual, los modos ideológicos, el empleo del lenguaje, la lógica relacional, el debilitamiento de las democracias europeas, la fragilidad de la dimensión pública de nuestras instituciones y la voracidad del poder económico son algunos de los temas que esta periodista, especialista en derechos humanos, desarrolla en sus distintos reportajes y crónicas con una mirada profundamente crítica y alejada de los centros de poder.

En su ensayo ‘Miedo’, Simón señala hacia aquellos procesos que se han acelerado desde la irrupción de la pandemia en nuestro esquema cotidiano, ensayo que se articula a través de los temores sobre los que se están apoyando los actuales modelos de vida que se enfrentan a un cambio de paradigma basado en la incertidumbre.

En ‘Miedo’, además de realizar una exhaustiva radiografía sobre cómo afecta este estado de ánimo en la situación política actual, y cuando hablo de política me refiero a la amplitud del término, pones en valor tu profesión, el periodismo, aquello que debe confrontar la realidad, contar lo que es incómodo para el poder. Quiero iniciar esta conversación señalando, precisamente, hacia la respiración actual del oficio porque una, cuando levanta la mirada, tiene la sensación de que los medios se están convirtiendo más en empresas de organización de eventos que en redacciones que deben promover los valores democráticos.

Hay una pugna entre el periodismo y los medios de comunicación. Por una parte, nunca como hoy ha habido tantos periodistas con formación, con idiomas, con experiencia y comprometidos con el enfoque de derechos humanos – que es el que permite desarrollar la información más rigurosa porque además de identificar las vulneraciones de derechos también se señala a quienes las cometen para su lucro y beneficio–. Periodistas que dejan su oficio cuando no pueden ejercerlo con la suficiente independencia y calidad por respeto a nuestros colegas de México, Marruecos o México, que arriesgan su libertad y su vida por defender este servicio público. Hoy es imposible consumir todo el excelente periodismo que se produce a diario solo en nuestro país y esta explosión del buen periodismo es global.

Pero a la vez nunca como hoy ha habido una maquinaria multimillonaria de desinformación tan potente y que modula buena parte de la opinión pública: todo ese ecosistema de programas de televisión y radio basura que tras décadas repitiendo falacias han conseguido convencer a muchas personas de que los responsables de su empobrecimiento son sus vecinos migrantes que tuvieron que venir en una patera sin nada en lugar de las grandes empresas a las que compramos nuestros alimentos, pagamos la luz y donde ingresan nuestras nóminas –empresas que cada año hacen gala de sus beneficios multimillonarios–. Dicho así suena ridículo, pero si te lo repiten decenas de tertulianos a diario durante décadas terminas creyendo que es lo lógico. Es el antiperiodismo por excelencia, pero muchas personas lo consumen pensando que se están informando.

Y luego tenemos los grandes medios de comunicación, de todo signo político, en los que hay de todo, también excelentes programas y profesionales, pero que son dirigidos por empresarios que buscan la mayor rentabilidad y que a la vez que sostienen que no tienen dinero para invertir en un reportaje en profundidad sobre lo que está ocurriendo en el Sahel sí lo tiene para hacer un gran despliegue para un reportaje de moda o para un gran evento con los políticos de primera línea. Eso no tiene que ver con el periodismo, sino con una demostración de poder del medio, que es una empresa. Y, a veces, resulta descorazonador. Por eso, en los últimos quince años hemos visto cómo en todo el mundo grupos de periodistas creaban medios de comunicación digitales para poder publicar el periodismo en el que creían. El problema es que la información ha perdido valor y no hay suficiente ciudadanía con recursos dispuesta a pagar por ella. Así que hay muchos periodistas queriendo ofrecer la mejor información y una ciudadanía agotada a la que cada vez le cuesta más tomarse el tiempo necesario para informarse.

En el prólogo, realizado por Bob Pop, ya se señala hacia uno de los asuntos primordiales que está presente, implícita y explícitamente, en este ensayo: el cinismo.

El cinismo es la pendiente por la que nos intentan empujar quienes quieren que nos desentendamos del bien común. Y para ello no hay nada tan eficaz como el discurso derrotista, que me parece un privilegio que nos podemos permitir quienes no nos jugamos la vida a diario para sobrevivir y que está teniendo un impacto terrorífico en los adolescentes, que llevan toda su vida escuchando que el mundo es un lugar terrible que se va al carajo.

Pero la verdad es que, para la mayoría de la población -si excluimos la crisis climática-, vivimos en el mejor de los tiempos posibles: para las mujeres, para las personas racializadas, para el colectivo LGTBIQ… Y la crisis climática está en nuestras manos paliar sus efectos. Pero para todo ello es fundamental dejar de narrar la defensa de los derechos humanos desde el sacrificio o el heroísmo: lo que encontramos en una asamblea de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca en España, en las monjas que acompañan a los inmigrantes que esperan en el monte Gurugú poder cruzar a Europa, en la lucha contra las hidroeléctricas en Colombia o en cualquier lugar donde hay un grupo de gente combatiendo por la vida y la decencia es el gozo de exprimir la vida por causas que merecen la pena, alegría por hacerlo juntas, celebración de las pequeñas y grandes victorias, y solidaridad y abrazos para afrontar las derrotas. No hay mayor efecto contagio que la energía de las activistas en todo el mundo -que además son, en su mayoría, mujeres– y cuando entras en contacto con ella te sientes muy afortunada. Escribí Miedo porque me daba rabia que no todo el mundo pudiera conocer a sus protagonistas, luchadoras y luchadores que han transformado su entorno con una ética del amor. Creo que buena parte de mi trabajo se reduce a repetir que “ser buena persona no es de tontos”, que es como titulé un artículo hace años y que tuvo una acogida que nunca habría imaginado.

Por el contrario, el cinismo son esos rostros caricaturescos que vemos en la tele de gente que saca dientes mientras miente descaradamente porque cree que todo el mundo haría lo mismo para conseguir su poder y dinero. Y creo que cuando se encuentran en frente la belleza de la ética se desintegran porque son barro, pura mentira. Por eso tenemos que dedicar mucho tiempo y espacio a visibilizar a personas dignas, para que la ciudadanía tenga muchos más referentes. Porque parte de la doctrina del shock que buena parte de las televisiones ha aplicado desde los años 90 es convencernos de que lo admirable y a lo que se debe aspirar es a conseguir lo que uno quiere cueste lo que le cueste e, independientemente, de cómo le afecte al resto de la sociedad. La ley de la selva. Y lo que sí sabemos de manera fehaciente es que solo la cooperación permitirá la mejoría de la mayoría.

Eres una de las periodistas que más intensamente defiende otros modos de emplear el lenguaje – otras maneras de estar en el mundo-, herramienta esencial en tu trabajo y, además, aquello que construye la realidad. ¿Cómo se puede dignificar su empleo en un tiempo tan empeñado en la deformación del mismo?

Nos configura cómo narramos el mundo y a nosotras mismas, somos lo que decimos y lo que nos decimos a nosotras mismas. Y creo que la primera forma de respetar y cuidarnos como sociedad es a través de las palabras. Reivindico la amabilidad como una potente arma política del humanismo y me violentan mucho las actitudes desabridas o de menosprecio. Así que, siendo periodista, el lenguaje concentra buena parte de mi atención: cómo narrar el mundo desde la ternura, la belleza y la comprensión del otro para que apetezca vivir y participar de él. La Inteligencia Artificial ya puede convertir los comunicados en notas de prensa para las agencias. Lo que tenemos que hacer los periodistas es convertir esas notas de prensa en inteligencia humana. Y eso se hace contando bien las historias, con ritmo, poética, rigor, diversidad de fuentes, inteligencia y emoción.

El ensayo se estructura en cuatro partes. Lo arrancas con “Miedo a los otros”. Nos presentas a Rachid, cuya verdadera identidad prefieres omitir para preservarla, precisamente. A partir de esta persona, desarrollas diversos tipos de miedo que terminan afectando a la vida de los migrantes. Pero quiero pararme en una frase importante: «Rachid dice no tener miedo, pero genera miedo». Él es el vulnerable y el señalado, pero, incluso así, asume no tener miedo, aunque deba convivir con el miedo que genera por ser el otro en una latitud cada día más fortalecida en la ausencia de mirada crítica.

Rachid es un adolescente que llega en patera a Andalucía procedente del Rif, la región más abandonada por el régimen marroquí. Quiere trabajar y mandar dinero a sus padres y hermanos, mejorar sus vidas, pero justo llega a España en 2020, cuando la ultraderecha ha convertido a los menores migrantes en el centro de su campaña de odio para salir en los medios. Así que muchas personas que nunca habían visto a un adolescente marroquí se sentían amenazados por la imagen que habían creado de ellos. Pero lo que yo hago en el libro es intentar entender a quienes a menudo desacreditamos tachándoles de machistas, clasistas o racistas. Y lo cierto es que si vas sola de noche y te encuentras con un grupo de chicos que sobrevive en la calle, sean locales o extranjeros, vas a tener miedo. Pero si algunas de las personas que trabajan con ellos a diario te los presentan y puedes pasar tiempo conversando y conociendo sus historias, sus preocupaciones, sus sueños y sus agallas para intentarlo, van a ser Rachid, Ahmed o Mamadou. El miedo se cura conociéndonos y para ello es urgente que las instituciones creen espacios en los que poder coincidir con nuestros vecinos y vecinas, pero no para hacer yoga o zumba, sino para estar: para hacer los deberes con nuestros hijos e hijas si no nos da tiempo a ir a casa, para trabajar cuando quiero dejar de estar sola y, sobre todo, para charlar con otras personas. En mi barrio hay una asociación de vecinos muy potente y por las tardes, siguen sacando las sillas a la puerta para charlar y estar al fresquito. Y esa red de solidaridad pasa por encima de ideologías, prejuicios y desconocimiento porque lo que prevalece es la relación personal.

«Denunciamos, un día tras otro, hechos que nunca debían haber ocurrido y que, sin embargo, no dejan de repetirse desde el inicio de la historia de la humanidad. Esa es una de las grandes paradojas a las que se enfrenta el periodismo tal como lo entendemos quienes decimos defender los derechos humanos: nos hundimos en el infructuoso ejercicio de presentar la barbarie como excepción cuando es una de las leyes que rigen el comportamiento del ser humano en aquellos contextos en los que la supervivencia no está asegurada ni la ignominia penada». ¿Cómo abordar esas realidades desde el oficio? ¿Y cómo preservar tu propio estado de ánimo?

Recordando que para la persona que sufre una guerra, una violación o un desahucio da igual que lleve pasando toda la historia de la humanidad: es su existencia y la de sus seres queridos la que salta por los aires. Y en contexto de impunidad, donde difícilmente se va a hacer justicia, prestar testimonio es, probablemente, la única forma de reparación que va a recibir. Y aunque no sustituye al proceso de verdad, justicia y reparación, el mero hecho de que alguien que representa a una sociedad, como es la figura del periodista, se le acerque para entrevistarle es una forma de reconocer su dolor. Porque como escribió Soledad Gallego Díaz en un artículo titulado ‘Creemos en su dolor’, cuando tu sufrimiento no tiene eco, caes en la enajenación. La injusticia, los crímenes de lesa humanidad han de resonar para que la ignominia no se convierta en ley y para que sus víctimas no sean revictimizadas mediante el borramiento o el ninguneo. Tenemos que perseverar recogiendo los testimonios, aunque solo sea para que las víctimas les puedan decir a sus victimarios que, pese a todo, siguen vivas, que como me dijo en Colombia Yoladis Zúñiga: “Sufrí violencia sexual, pero no me vencieron”. Poder decirle eso a través de los medios a los paramilitares que te violaron y que mataron a tu marido es importantísimo cuando no van a ser juzgados y condenados. Ella consiguió, además, que lo fuesen.

Para mí este oficio me permite esquivar la impotencia, que creo que es uno de los sentimientos más fructíferos para el cinismo. Investigar, documentar y narrar lo que nunca debió ocurrir me permite, aunque sea un espejismo, sentir que estoy haciendo algo. Y, además, me siento muy agradecida por conocer a personas muy inspiradoras en contextos muy diferentes. El periodismo es un estímulo constante para querer comprender. Nada me hace tan feliz como ese estado de gracia que supone ser mujer-esponja.

Menos periodismo, peor lenguaje, conversación pública monolítica, carente de pluralidad. La ecuación conduce a una realidad raquítica y simplificada cuando, precisamente, solicita ser abordada desde la complejidad.

Nada de lo que estamos viviendo se puede entender sin atender a la complejidad: nunca hubo tantos actores y procesos actuando a la vez y, a menudo, en direcciones opuestas. Y, por ello, nuestras narraciones tienen que recoger esas incoherencias, contradicciones y, sobre todo, los matices. Los matices son los que nos van a permitir reconstruir el diálogo social, que podamos hablar con los que piensan distinto, pero con los que tenemos aspectos en común. El periodismo tiene que ponerse al servicio del desafío más importante que vivimos en la actualidad: salvar las democracias de quienes quieren secuestrarlas a través de las urnas. Y solo lo vamos a hacer si dejamos de echar leña al fuego, si recuperamos un tono de diálogo y aceptamos que esos que piensan radicalmente distintos no son el enemigo ni alguien lejano, sino nuestros familiares, amistades o vecinos que no queremos que sean exterminados. Porque esa es la clave: pensar que no quieres que nadie pueda ser exterminado por sus ideas, así sean deleznables. Así que tendremos que esforzarnos por reconstruir valores comunes y entender que estamos en un cambio de era en la que hay cosmovisiones chocando por convertirse en dominantes. Y nuestro compromiso debería ser que esa pugna se mantenga en el terreno del debate de ideas, nunca de la violencia. La guerra es el mayor fracaso de la humanidad y una vez que comienza ya se pierde las motivaciones iniciales y comienzan las purgas y las batidas, las violaciones, el exterminio.

Otro asunto, muy interesante, que abordas en el ensayo es el tiempo, la falta de tiempo. Jornadas de trabajo interminables, mal remuneradas, personas exhaustas y agotadas que carecen de tiempo para poder pensar y participar de la sociedad de otras maneras más ligadas a la dignidad. Tiempo para solicitar modos de estar en el mundo más dignos.

Estoy convencida de que la crispación y el odio que estamos sufriendo tiene que ver con una sociedad agotada y que se despierta pensando que ya va tarde y que no le va a dar tiempo para hacer lo que debería. Ya no hablo de ocio o tiempo de gozo, hablo de las mil obligaciones laborales, burocráticas, personales y de intendencia que se acumulan en la espalda como una losa. Sin tiempo nos secamos, nos volvemos grises, malhumorados y egoístas. Estas cuestiones no son privadas, son públicas, son derechos conquistados hace un siglo como la jornada de ocho horas, las ocho horas de tiempo libre y las ocho de descanso. Y si distintos elementos están acabando con este derecho hay que regularlo. Cansadas y tristes dejamos al mando a cualquiera que diga que va a solucionar nuestros problemas rápido y con mano dura: cansadas y tristes somos carne de cañón para la extrema derecha.

Hace no mucho, el novelista Isaac Rosa me comentaba que para debilitar las servidumbres de este tiempo debíamos acudir a lo colectivo. Y tú lo destacas en tu ensayo con una frase majestuosa de Soledad Gallego, «Lo opuesto al miedo es la solidaridad».

Los momentos más memorables de cualquier vida son aquellos en los que construimos algo hermoso con otras personas. Incluso en los contextos más duros, la solidaridad nos salva del suicidio, arroja razones para la esperanza y nos devuelve el interés por el futuro. No se trata de idealizar: la solidaridad y lo comunitario incluye el conflicto, la negociación y la cesión para alcanzar acuerdos. Por eso es la mejor escuela de ciudadanía y el mejor blindaje para la democracia. Pero, sobre todo, en este tiempo, lo colectivo es el antídoto contra tanta tristeza y soledad, la posibilidad de la alegría.

Hay una parte profundamente dolorosa cuando hablas de la mujer que lleva toda la vida trabajando en la hostelería en un barrio de Madrid. «¿De qué vamos a vivir?». Trabajadores que no llegan a fin de mes. Una situación que, además, está siendo aprovechada y muy hábilmente por la ultraderecha.

“De qué vamos a vivir” es la gran pregunta a la que no está respondiendo la clase política de todo el mundo porque no tiene respuesta. La robotización de buena parte del mercado laboral en un contexto donde la riqueza cada vez la concentra más el capitalismo financiero deja a buena parte de la humanidad en un limbo de desempleo crónico. Antes de la pandemia cubrí las protestas de Irak y de Francia. Era el momento de mayor número de protestas en todo el mundo desde mayo del 68 y muchas tenían en común la exigencia de empleo y, a ser posible, no precario. El neoliberalismo ya no proveía de empleo a millones de personas que ya sólo pedían ser explotados para poder tener vidas autónomas. Es el momento de la portada de The Economist Capitalism, time to reset. La biblia neoliberal sabía que había que resetear el neoliberalismo si quería sobrevivir. Esa rabia sigue latente y va a estar en el corazón de muchos conflictos sociales violentos que va a enfrentar a la clase trabajadora por las migajas de los peores empleos. En este contexto es en el que tendría que estar trabajando la socialdemocracia, con una perspectiva ecofeminista para dar respuesta a la crisis climática. Y además, devolviendo el valor al trabajo. Hay muchísimas personas que sienten que su trabajo bien podría hacerlo un robot y eso es devastador para el ánimo y la autoestima de una sociedad.

En el capítulo “Miedo a la pobreza”, reflexionas sobre cómo Grecia se convirtió en «el primer laboratorio en el que testar las medidas que se adoptaron contra los habitantes de los países más desfavorecidos económicamente de la UE». Lo que vino después ya lo conocemos. ¿Qué queda de aquel sueño que fue Europa?

Pese a todo Europa sigue siendo la utopía de unir a los países que más se han masacrado mutuamente. Parece que fue hace una eternidad, pero de las dos grandes guerras mundiales apenas si hace un siglo. Ahora bien, se ha construido una UE con unos déficits democráticos que le restan legitimidad y que lleva treinta años en guerra contra las personas migrantes y refugiadas que intentan llegar por vía marítima. Así que la idea de Europa sigue siendo la más potente con la que nos podemos comprometer para crear un territorio en el que no vuelva a haber guerras fratricidas y en el que se cumplan los tratados internacionales que ha suscrito. Pero eso lo tenemos que construir la ciudadanía desde abajo porque la UE está dominada ahora mismo por un cuerpo de tecnócratas y funcionarios con unos sueldos y privilegios que los mantiene absolutamente distanciados de la realidad de la mayoría social que les paga sus sueldos.

Con todas las dificultades, Europa sigue siendo el territorio donde más derechos siguen asentados y donde hay un mayor equilibrio entre protección social, baja criminalidad e igualdad. Eso nos habla también de cómo está el resto de continentes.

El miedo al pobre, la aporofobia, término acuñado por la filósofa Adela Cortina. Un miedo que es transversal. Como bien desarrollas, el actual sistema económico, para perpetuarse necesita ampliar la desigualdad, generar nuevas asimetrías. ¿Seremos capaces de revertir este modelo? Porque la cosa no va, en absoluto, de urnas y votos…

La creciente desigualdad está en el origen del crecimiento de grupos criminales como los yihadistas, los de la ultraderecha armada, los del narcotráfico, los del tráfico de seres humanos, así como de los partidos políticos populistas y neofascistas. También ha tenido como respuesta los movimientos de resistencia frente las industrias extractivistas, antirracistas, feministas, climáticos, proderechos LGTBIQ+…. Vivimos una pugna entre quienes quieren blindar y conquistar nuevos derechos y los reaccionarios que quieren defender sus intereses y privilegios. De eso va la desigualdad, por eso combatirla es defender la democracia. Pero eso hay que hacerlo con un modelo que defienda el bienestar de todos y no desde una romantización de la pobreza o la precariedad. Nadie quiere vivir en la precariedad, es fea, incómoda y enferma. Como me dijo en una entrevista Maruja Torres, “socialdemocracia de izquierda radical: querer que todo el mundo coma caviar, salvo al que no le guste. Mejoremos la situación, pero no nos venguemos de nadie, y menos de nosotros mismos. Construir, construir y construir. Y no destrozar”. Ese nuevo modelo de lo que entendemos por bienestar es lo que tenemos que construir y un primer paso fundamental es la renta básica universal.

Quizá la parte que más conmociona del ensayo es “Miedo a la soledad”. El actual siglo ya se ha bautizado – y está siendo analizado- como el siglo de la soledad. Rescatas una frase del filósofo Alba Rico que señala que, para resolver los problemas del mundo actual, simplemente, hay que creer que otro mundo es posible. A la luz de todo lo que nos atraviesa desde 2020, una tiene la sensación de que los procesos de deshumanización se han precipitado. ¿Está penalizada toda actividad humana?

No tengo esa impresión. Creo que la amabilidad, el estar pendiente de la otra persona, el intentar transmitir serenidad cuando todo está tan tensionado es lo que se queda grabado en la memoria, lo que seguimos valorando, la llamita a la que nos queremos seguir acercando. Y en países en conflicto o carcomidos por la violencia es más evidente que en ningún lugar: es lo único que se puede ofrecer para relacionarse. Y también creo que cuando se puede, en esa ética del cuidado es importantísima la estética, algo que hace unos años no habría verbalizado: hay un profundo respeto y cariño hacia la otra persona con la que se comparte una comida, para la que se decora bonita la mesa, para la que se enciende una vela. Crear belleza con gestos humildes, atender a la forma de tocar a la otra persona, el volumen de voz elegido, la forma de mirar… Compartir el goce de estar juntos. Y, en mi experiencia, han sido las personas más humildes o en situaciones más dramáticas las que más valoran el cuidar esos momentos porque saben que son únicos. La hospitalidad, esa generosidad elegante de invitarte a sentirte en casa, es una de las razones por las que no pierdo la esperanza en el ser humano ni el amor por viajar.

¿Cuáles son las principales consecuencias de la soledad?

La soledad nos lleva a preguntarnos qué hay de malo en nosotros para que no quieran estar a nuestro lado, por qué no resultamos una compañía deseable, por qué no importa lo que nos pase. Es un sentimiento muy autodestructivo por el que primero buscamos culpables fuera y luego terminamos autodespreciándonos. Pero es difícil combatir la soledad cuando, como hemos dicho, no hay espacios públicos en los que conocer a gente sin tener que realizar ninguna actividad o consumo, si no tenemos tiempo para poder posibilitar esos encuentros, y si estamos tan cansadas que solo queremos apagar nuestro cerebro con una serie. La soledad provoca una profunda tristeza y no es un fenómeno individual sino social: es resultado de un modelo social y las depresiones y suicidios que provoca son responsabilidad de quienes lo sostienen desde las instituciones.

Terminemos esta conversación con esperanza. La familia – tu familia- aparece en todo el libro. Impregna cada página. Concede aliento. Sea cuál sea ese concepto de familia. El ritual de estar con el otro, con otros. Personas que sean hogares.

Una familia en la que las amigas tienen tanto peso como los lazos biológicos. Las casas en las que he vivido siempre han sido las casas de mis amigas y de aquellos familiares con los que tengo una relación estrecha. No puedo distinguir entre la idea de hogar, de espacio esponjoso en el que me gusta estar, y la gente a la que me gusta querer. Así vivan lejos y nos veamos poco. Viajo mucho por trabajo y mis amistades están repartidas por muchos lugares. Y me reconforta saberme parte de esa red de afectos que se va transformando con los años. Por eso disfruto tanto de la solitud, de ese espacio y tiempo elegidos para estar sola. Por eso en el libro hablo tanto de esa ética del amor que es el mayor legado que me ha hecho este oficio de viajar, observar, escuchar, escribir y contar: el acercarme al otro para comprenderlo. Y eso es lo que me gustaría transmitir a través de las palabras que elijo, volviendo al inicio de esta conversación: que gran parte de los comportamientos irracionales que dominan el mundo tienen que ver con el miedo y que quienes tienen la capacidad de generar seguridad y confianza no lo hacen por avaricia y, sobre todo, lo más adictivo, conservar el poder. Todo ese desconcierto desaparece cuando reflexionamos juntas, como en esta conversación, y cuando experimentamos que lo más valioso y gozoso es vivir en comunidad.

Cristina Consuegra
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