Salvador Perpiñá: «Soy el Víctor Frankenstein de la ficción»
Salvador Perpiñá nació en Granada en 1963 y nunca ha terminado de irse del todo. Tras una trayectoria universitaria que solo cabe calificar de errática, acabó trabajando como guionista en series como Periodistas, Pelotas o Isabel, actividad de la que aún vive. Ha publicado dos libros de relatos: Prácticas de Tiro (2014) y Contradiós (2018). En el año 2014 abrió el blog Desesperación y Risa. Recientemente ha guionizado para televisión la celebérrima Reina Roja, de Juan Gómez Jurado, y acaba de publicar Koniek (Milenio, 2023), el motivo que le trae hoy a nuestra Prensa.
Javier Gilabert: ¿Por qué este libro y por qué ahora?
Salvador Perpiñá: Había pensado en que casi nadie se dedica a escribir, que las librerías languidecen a la espera de novedades y me dije: ¡qué demonios!, escribamos ese libro que el mundo está esperando.
¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?
Soy un escritor escaso y un poco neurótico. Tras publicar un libro, caigo en un periodo de mudez creativa. Poco a poco, sin apenas ser consciente de ello, voy escribiendo nuevos cuentos y un día siento que he alcanzado lo que en física nuclear se llama una masa crítica. Ya hay libro, lo sé, y solo tengo que añadir algunos relatos más, tirar otros y dejarlo peinadito y presentable.
En este caso me di cuenta de que la mayoría de los relatos tenían que ver de un modo u otro con la muerte o con los difuntos. Pasado el momento de pánico, pensé que eso le daba al libro esa coherencia temática que tanto agrada a crítica y editores. El mercado te pide conceptos fácilmente reproducibles. A la hora de vender el libro necesitas un copy, así están las cosas.
El único problema era que algunos, aun gustándome, no encajaban en la etiqueta. ¿Qué podía hacer con ellos? En un momento de serendipia —como, salvando las distancias, hicieron los Beatles al trasformar un puñado de canciones inacabadas en la ambiciosa suite que ocupa buena parte de la cara B de Abbey Road— decidí matar a sus personajes en un nuevo cuento de mayor extensión. Hasta tal punto llega mi falta de escrúpulos morales.
¿Qué pistas o claves te gustaría dar a l@s posibles lector@s?
Las menos posibles. No son cuentos con truco o sorpresa final. Ni metaliterarios (bueno, uno sí) ni autoficcionales. Ajenos a todas las modas del momento (vale, otro va sobre realidad virtual), intempestivos como ellos solos, no versan sobre los tópicos del más reciente zeitgeist: la memoria, el cuerpo, las minorías invisibilizadas… Los periodistas culturales perezosos no van a encontrar dónde agarrarse. Una vez he destruido sus posibilidades comerciales, me toca decir que en sus páginas uno se encuentra con personajes a veces ridículos, a veces ferozmente humanos; seres fallidos como nosotros, con sus modestas glorias, derrotas y redenciones. Si te interesa eso que el siglo pasado denominaba pomposamente la condición humana y tienes cierta tendencia a la melancolía y al humor negro, Koniec puede ser de tu agrado.
¿Qué efecto esperas que tenga en ell@s?
Decía Edvard Munch que él lo que quería era pintar cuadros que obligaran a la gente a descubrirse, como cuando entraban en una iglesia. Yo no pretendo llegar tan lejos, porque soy de Granada y ya tengo una edad, pero llevar al lector a un encantamiento que le haga pasar por la sonrisa, el escalofrío y la lágrima, para pensar al final: qué señor más interesante este Perpiñá, me parece un objetivo razonable.
Koniec significa “fin” en polaco, pero también “se acabó”, “basta” o “extremo”. Y fonéticamente también da juego en castellano. No sé, me da que nos la está usted colando… [risas]
Es una palabra muy generacional. “Koniec” solía aparecer al final de ciertos dibujos animados experimentales del Este que, aunque parezca mentira, fueron frecuentes durante el tramo final del franquismo y la transición. Misterio que jamás nadie ha logrado explicarme. Solo puedo añadir que el cuento donde se explica qué significa “Koniec” es de poca risa, es tremendo, realmente desolador.
¿En qué medida veremos en él —o no— al Salvador Perpiñá de ‘Prácticas de tiro’ o ‘Contradiós’?
Lo mío no tiene remedio, así que veréis al mismo individuo que perpetró los libros anteriores. Un poco más dueño de sus recursos, pero fatalmente condenado a esa “Desesperación y risa”, marca de la casa y que da nombre a mi blog.
Te pongo en un aprieto: si tuvieras que quedarte solo con un relato de ‘Koniec’, ¿cuál sería?
Me pones en un aprieto. Creo que “Un alma de Dios”, porque tiene un buen personaje femenino y porque (“Bivalvo” también, hago trampa) representa todo aquello que me gusta de mis cuentos y porque probablemente sea el único relato de la historia de la literatura protagonizado por un plato de albóndigas.
¿No te animas ahora con una novela? ¿En qué otros proyectos andas metido?
Pues ya va siendo hora, pero me entra una especie de horror gnóstico. ¿De verdad es lícito añadir otra novela al mundo? En todo caso, puedo asegurar que no sería una novela extensísima; mi modestia y mi sentido de la concisión me prohíben infligir al lector una obra de quinientas páginas. Hace falta estar muy sobrado, ser un poco chulo, para hacer algo así.
¿Proyectos? Como guionista, me llaman últimamente para adaptar best sellers (el último ha sido Reina Roja, de Juan Gómez-Jurado, sin ir más lejos), con lo que llevo unos años abriendo novelas en canal, eviscerándolas, extrayendo una a una sus piezas y volviéndolas a armar. Soy el Víctor Frankenstein de la ficción. Se aprende muchísimo haciendo estas cosas, razón de más para que por fin haga caso a mis amigos y remate una novela.
Por último, como lector, ¿a quién te gustaría que invitásemos a pasar por ‘la Prensa’?
Pues mira, a Esther García Llovet, porque me fascina el extraño sentido del humor de sus libros. Alguien que escribe: «Las aguas viscosas, imperiales y anhedónicas del río Vístula» o «el desplome de silencio que remata los desastres nucleares, los terremotos y las decapitaciones», me tiene ganado el corazón para toda la vida.
Relato de ‘Koniec‘, de Salvador Perpiñá
AFLICCIÓN
El niño ve cosas, ve el silencio, ve tras los visillos sucios un patio de color plomo. En alguna parte, un reloj de pared da la hora. En la sala de espera hay una puerta que nunca se abre. Su madre le ha dicho que comunica la consulta con la casa del médico. Hay ruidos detrás, música, muebles que alguien arrastra, una lavadora, una televisión encendida, un olor a sopa. Hay un hogar. A este lado es diferente. Quiere parecer el salón de una casa, pero no lo es. El tiempo está estancado, inerte como una mano dormida. Por alta que esté puesta la calefacción, y realmente lo está, se siente que ahí nunca ha vivido nadie.
Debajo de la mesa hay revistas atrasadas. Su madre ojea noticias del pasado de millonarios, actrices y condesas que navegan, dan fiestas, bailan, casan a sus hijas. Hay cuadros en la pared, hay un grabado de una ciudad amurallada a vista de pájaro; dos caballeros dialogan en una esquina, indiferentes a una multitud al fondo, a la izquierda, enzarzada en una batalla.
Tras las ventanas, un tendedero chirría, moviéndose a trompicones en el patio. El niño ve bailar la ropa colgada, está convencido de que ese jersey azul tan pequeño al lado de las sábanas es el mismo que ella lleva con tanta gracia en la foto. La foto está en la consulta del doctor, en una estantería, delante de esos libros con imágenes horribles, como los que estudia su hermano mayor. Ella está en el campo, hace el tonto ante la cámara, se muerde un labio. Debe hacer mucho frío, porque lleva guantes y bufanda.
El niño espera tener algo que no duela, pero que lo tenga una semana sin ir a clase. También espera que esa puerta se abra en algún instante y que ella aparezca recién llegada del colegio, la cartera llena de libros, oliendo a lluvia.
Otras veces, el sonido de un piano rebota en las paredes del patio. Ella practica, se equivoca, vuelve a empezar. Imagina su cara obstinada, mordiéndose el labio mientras vuelve a colocar las manos sobre las teclas.
Oyen cómo se abre la puerta de la consulta al fondo del pasillo. Una madre y su hijo, acompañados por la enfermera, llegan hasta la puerta de la calle. El niño lleva un zapato ortopédico en el pie izquierdo. Mientras su madre le pone el abrigo, los niños se miran con lástima.
La enfermera es muy simpática y siempre lo llama por su nombre. Los conduce hasta la consulta. El doctor no habla mucho. Su padre opina que es un soberbio, pero su madre piensa que es timidez. También la oyó decir que el doctor tenía una sonrisa muy dulce. Los invita a sentarse. Le gusta sentarse en uno de los dos sillones donde, como son altos, se le quedan las piernas colgando. En la consulta huele al alcohol que te echan en las heridas, huele a dolor.
El niño siempre nota que su madre se comporta con el doctor de una manera distinta a cómo ella es en casa. Como si no fuera ella. El doctor está mirando los análisis y la madre no le quita ojo. El doctor levanta la cabeza y lo mira, su sonrisa resulta brusca, calculada: «vamos a echarle un vistazo a este granuja».
Su madre lo ayuda a quitarse la ropa mientras el doctor se dispone a auscultarlo. El jersey, la camisa, la camiseta, doblados sobre una silla. Posa suavemente el fonendo sobre el pecho. A veces piensa que le gustaría ser médico de mayor y tener uno de esos para él y ajustar los tubitos de goma a sus orejas y oír el corazón de otras personas, su aliento. Le piden que respire y respira, le piden que no respire y contiene la respiración. Después le palpa con ambas manos el cuello, debajo de la barbilla.
Llaman a la enfermera. El niño sabe que van a poner la pantalla de rayos X. Le encanta cómo se despliega lentamente con un zumbido de nave espacial. La enfermera coloca al niño y le guiña un ojo. El metal está frío. Apagan las luces. Toda la consulta queda a oscuras salvo el resplandor de la pantalla y un zumbido grave. La luz de sus huesos, que él no puede ver, alumbra las gafas del doctor, la cara de su madre, la máquina de escribir y se refleja en la foto enmarcada de ella. De nuevo contar hasta diez sin respirar. Se esfuerza por hacerlo bien; solo siente un poco de vergüenza de que puedan ver tan dentro de él, de que sus pequeños órganos en la jaula del pecho resulten ridículos, inaceptables. Tan pendiente está que no repara en la ansiedad con la que su madre observa el proceso. Con una sacudida final, cesa el bordoneo, se encienden las luces y la máquina se retira como una flor que se cierra.
Deslumbrado, parpadeando, el niño se pone la camiseta, la camisa y el jersey. Su madre le dice que lo ha hecho muy bien y le pide que espere un momento fuera. El niño se encoge de hombros y la enfermera lo lleva hasta la sala de espera. Suena el teléfono y se apresura a cogerlo. El niño se queda solo.
Las luces se empiezan a encender tras las ventanas del patio. El jersey ya no está en el tendedero. Alguien corre por el pasillo de la casa del médico, al otro lado de la puerta. El niño sonríe porque sabe que es ella. Va y viene de un extremo al otro, se detiene al llegar al final, a veces parece estar a punto de golpear la puerta ahí al lado, luego se aleja en dirección contraria, luego se vuelve a acercar. Una vez y otra y otra. No sabe por qué, pero de repente deja de ser divertido. Quisiera que parara, pero no sabe cómo pedírselo, porque está al otro lado.
La enfermera asoma la cabeza desde el pasillo con una mueca que lo hace reír. Se olvida por un instante de la puerta cerrada. Tiene algo para él. Le pide que abra las manos y las llena de monedas de oro con chocolate por dentro. Su madre sale de la consulta y le pone el abrigo. Ambas mujeres intercambian una mirada de tristeza. La enfermera le da al niño un beso antes de salir, un beso que le extraña.
Cuando salen del portal ya ha anochecido y empiezan a caer copos del cielo. Apenas cuajan sobre los techos de los coches, pero el niño nunca ha visto nevar y le parece tan bonito que piensa que mientras viva se acordará de ese momento.
Tres niños más atendió aquella tarde el doctor. La enfermera se despidió y él se quedó trabajando. Repasó el historial de los pacientes del día siguiente y corrigió un artículo para una revista. Luego se levantó, se quitó la bata y la colgó. Apagó la luz del escritorio, apagó la luz del pasillo, apagó la luz de la sala de espera y abrió con llave la puerta que comunica con su casa.
El pasillo estaba a oscuras. Sintió la corriente de aire pasando de una vivienda a la otra. Una luz se encendió al fondo. Dio dos vueltas a la llave y la colgó de una alcayata en la pared.
—Soy yo.
El doctor caminó hasta el dormitorio de su mujer. Se sentó al borde de la cama y echó una rápida mirada al vaso de agua y las pastillas sobre la mesita. Tenía las marcas de la almohada sobre la cara; todavía le parecía hermosa.
—¿Has visto cómo está nevando? —le dijo, adormilada.
—No me he enterado, igual lo has soñado.
—No, no lo he soñado.
Los dos callaron. La nieve, la luna, un pez nadando, había tantas cosas que les hacían recordar. El doctor se tumbó y la abrazó por la cintura. Le acariciaba la cabeza y le tomaba a la vez el pulso, sujetando apenas con los dedos su muñeca, mientras ella le decía que se tuvo que acostar porque le dolía la cabeza y que le había dejado la cena para que se la calentara. Su respiración cambió; se quedó dormida. Se incorporó y se quedó un rato mirándola. Ella podía dormir. Después la tapó, la besó y apagó la luz. Dejó, como siempre, la puerta entreabierta.
Fue a su cuarto, se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas. A la cruda luz del tubo fluorescente cenó frugalmente en la mesa de la cocina. Colocó los platos en el lavavajillas.
Se encaminó al salón. El halo de una farola entraba por la ventana, enrojecido por un turbión de copos de nieve que cubría de silencio las calles. No necesitaba más. Se sentó en el sillón de orejas y puso los pies sobre un escabel. Respiró hondo. No había día en que el pediatra no se consintiera un instante de inútil arrepentimiento pensando en Lucía, en el olor de sus manos pequeñas, preguntándose por qué se le escapó, por qué no supo verlo.
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