Ioana Gruia (Bucarest, 1978) es escritora y profesora titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Granada. Ha publicado los libros de poemas La luz que enciende el cuerpo (Visor, 2021, premio Hermanos Argensola) -votado por críticos de El Cultural como uno de los diez mejores libros de poesía en español del 2021-, Carrusel (Visor, 2016, premio Emilio Alarcos) y El sol en la fruta (Renacimiento, 2011, premio Andalucía Joven de Poesía), las novelas El expediente Albertina (Espasa/Castalia, 2016, premio Tiflos) y La vendedora de tiempo (Espuela de Plata, 2013) y el libro de relatos Las mujeres de Hopper (Tres Hermanas, 2022), el motivo que le trae hoy a nuestra Prensa.
Javier Gilabert: ¿Por qué este libro y por qué ahora?
Ioana Gruia: Escribí los cuentos de Las mujeres de Hopper entre 2006 y 2012 y es un libro que durmió muchos años, casi diez, hasta que encontró una casa muy hospitalaria en Tres Hermanas.
¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?
En otoño 2006 escribí ‘Nighthawks’, que obtuvo el premio García Lorca de cuento en 2007. En ese momento surge la idea de escribir un libro de cuentos a partir de distintos cuadros de Hopper. En 2008 me voy a París con una beca postdoctoral y casi todos los relatos están escritos allí. Un libro «francés», en el que gravita un pintor norteamericano, escrito en español por esta escritora nacida en Bucarest… En fin, una mezcla como las que me gustan a mí.
¿Qué pistas o claves te gustaría dar a l@s posibles lector@s?
Las mujeres de este libro, envueltas por un halo de soledad, frágiles, decididas o dubitativas, esperan que ocurra algo extraordinario a la vez que tienen asumida la posibilidad del fracaso. Apuestan fuerte por el erotismo y una sentimentalidad arrebatada al mismo tiempo que por la lucidez. Hay algo que une Las mujeres de Hopper y mi anterior libro de poemas, La luz que enciende el cuerpo (Visor, 2021): la reflexión sobre las relaciones, extremadamente complejas, entre el amor y la inteligencia, entre el deseo sin ambages y la conciencia de que a veces, muchas veces, fracasamos, no alcanzamos lo que anhelamos.
¿Qué efecto esperas que tenga en ell@s?
Ojalá los lectores se sientan acompañados por estos cuentos, ojalá les ofrezcan consuelo o alegría. También me gustaría que pensaran en algo que a mí de verdad que me obsesiona últimamente: cómo conciliar los deseos poderosos (eróticos, de proyectos creativos, de intensidad vital) y la inteligencia, la lucidez, la conciencia de que hay cosas que no tienen remedio y nos gustaría que lo tuvieran, que los deseos arrebatadores (y buenos, porque está claro que hay deseos muy dañinos, como el deseo de poder desmesurado por ejemplo) nos salvaran de todo.
¿En qué medida veremos en él —o no— a la Ioana Gruia de tus anteriores obras?
Si me permites, citaré a mi queridísimo y admiradísimo amigo Mario de la Torre, un excelente director de cine, que una vez me dijo «Ioana Gruia en estado puro». Pues eso, en Las mujeres de Hopper está Ioana Gruia en estado puro, soy yo hasta la médula.
Portada e inspiración de tu último poemario, ahora un libro de relatos… ¿Qué tienes tú con Hopper (risas)?
Hopper me habita por completo, soy una mujer de Hopper, me identifico plenamente con los sentimientos que imagino en sus personajes femeninos, con sus expectativas, sus ilusiones sin cortapisas, su soledad, su conciencia del fracaso, su apuesta por la intensidad vital a toda costa.
Te pongo en un aprieto: si tuvieras que quedarte solo con tres relatos de ‘Las mujeres de Hopper’, ¿cuáles serían?
‘El último encuentro’ sin duda, ‘Resolución’ y, tal vez, ‘Ventanas en la noche’.
Con tres títulos y de tres géneros diferentes en menos de dos años, estás a tope de producción. ¿Qué guardas en la recámara (más risas)?
Una novela inédita (ojalá logre publicarla), un libro de poemas muy avanzado y otro, un diario ficticio, a punto de salir los próximos meses.
Por último, como lectora, ¿a quién te gustaría que invitásemos a pasar por ‘la Prensa’?
Uf, creo que voy a mencionar a varias escritoras maravillosas con libros muy recientes estupendos: Carmen Canet con Cipselas (Polibea), Ángeles Mora y su Soñar con bicicletas (Tusquets), Trinidad Gan con Puzzle líquido (Sonámbulos) y Teresa Gómez con Plaza de abastos (Vandalia).
Relato de ‘Las mujeres de Hopper’, de Ioana Gruia
Luz de sol en una cafetería
Entonces, sin apartar los ojos de la ventana, sin verlo todavía, supo que la estaba mirando. Sintió la caricia del sol sobre el pelo, el rostro, el cuello, el escote y los brazos desnudos y no tuvo ninguna duda de que el hombre de la mesa de enfrente se fijaba en aquel mismo momento en sus cabellos cobrizos, los ojos verdes, la boca grande y el escote generoso. Podía contemplarse en su mirada, aún imaginada. Pensó que estaba delante de un gran espejo de cuerpo entero, un espejo que le pedía desnudarse. Eso era lo que más le apetecía, desnudarse. Dejar caer despacio el escotado vestido azul, el sujetador y las bragas. Apoyar los senos desnudos en la mesa. Acariciárselos. Invitar al hombre a que se los acariciara, a chuparle suavemente los pezones. Jugó con el sobre del azúcar entre los dedos. Habría querido abrirlo y espolvorearlo lentamente encima de sus senos. Sintió la lengua del hombre en un seno, en el otro y en el escote.
No quería mirarlo. Todavía no. Rompió el sobre y lo echó al té. Lo removió con la cucharilla. Le gustaba el tintineo que hacía contra el cristal. Un ruido fresco, pensó, como este té helado de menta con hojas de hierbabuena. Pensó también en frutas. Le habría gustado mirar los destellos del sol en un cuenco de cerezas, un tazón de fresas, un cesto de melocotones. Percibió contra el cielo de la boca la carne oscura de una cereza, la piel alveolada de una fresa, la pulpa jugosa de un melocotón.
Por un momento pensó que el verano había llegado, pero vio por la ventana que la gente pasaba envuelta en abrigos. Se asombró de no sentir frío, a pesar de sus brazos desnudos. No recordaba haber venido con nada encima. Se encogió de hombros. Bebió un sorbo de té helado. Estaba buenísimo, la refrescaba. Decididamente, hacía calor.
Oyó el repiqueteo de otra cucharilla moviéndose en una taza y supo que el hombre de la mesa de enfrente le enviaba una señal. Se preguntó si él había pedido también té helado con hierbabuena. Planeó observarlo cuando dejara de sentir sus ojos en el escote. Porque era allí donde el hombre de la mesa de enfrente estaba mirando, lo sabía por el hilo de sudor casi invisible que le bajaba entre los senos por el vientre para desembocar en su sexo.
Volvió a desear quedarse desnuda. Se encontró en una playa desierta, sobre una tumbona. Se incorporó y hundió los pies en la arena caliente. Se quitó el bañador y entró en el agua. Supo que el hombre que ella todavía se negaba a buscar con los ojos la estaba mirando, que nunca dejaría de mirarla. Cerró los ojos y se abandonó a la caricia del mar.
Antes de abrirlos oyó de nuevo la contraseña, el repiqueteo de la cucharilla. Vio la calle inundada de luz y a los transeúntes que caminaban como fantasmas envueltos en abrigos en un decorado espectral. La ventana estaba abierta y el sol entraba a raudales. En la mesa, un cuenco de cerezas, un tazón de fresas y un cesto de melocotones absorbían rayos de luz. Sus senos, desnudos, también brillaban al sol. Inclinado sobre ella, el hombre se los acariciaba sonriente.
—Hace un día bellísimo. Me he pasado toda la noche mirándote. Pensé que podías coger frío. Te has desnudado nada más dormirte. Te tapé con la manta, pero la retiraste una y otra vez. Estás toda sudada. Nadie diría que estamos en invierno.
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