Ioana Gruia: «He sido siempre fiel a la alegría»
Ioana Gruia (1978, Bucarest) reside en Granada desde 1997. Es licenciada en Filología Hispánica y en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada (Universidad de Granada) y doctora en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la misma universidad, donde actualmente es Profesora Titular de Literatura Comparada. Es autora de las novelas ‘El expediente Albertina’ (Castalia/Edhasa, 2016, premio Tiflos) y ‘La vendedora de tiempo (Espuela de Plata, 2013) y de los libros de poemas ‘Carrusel’ (Visor, 2016, premio de poesía Emilio Alarcos), ‘El sol en la fruta’ (Renacimiento, 2011, premio Andalucía Joven de poesía) y de ‘La luz que enciende el cuerpo’ (Visor, 2021), poemario que le valió el premio Hermanos Argensola de poesía y del que viene a hablarnos precisamente hoy, en el día de su cumpleaños, a nuestra Prensa.
Javier Gilabert: ¿Por qué este libro y por qué ahora?
Ioana Gruia: La luz que enciende el cuerpo agrupa poemas escritos en los últimos años, desde la aparición de Carrusel en 2016. Se publica ahora porque ganó el premio Hermanos Argensola en junio.
¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?
Siempre escribo poemas con la idea de organizarlos en un libro, y eso ocurrió con los primeros que escribí en 2016 y 2017. Tenía claros los núcleos de significación alrededor de los que se desplegaría La luz que enciende el cuerpo porque me estaban habitando (y lo siguen haciendo): la infancia, el amor, el deseo o la maternidad.
¿Qué pistas o claves te gustaría dar a l@s posibles lector@s?
La respuesta es un poco una continuación de la anterior. Una de las claves es que tematicé poéticamente una infancia de hija de padres divorciados, que se quisieron mucho y estuvieron juntos desde muy jóvenes. Se conocieron en el instituto, el liceo Lazar, que estaba justo enfrente de la casa de mi infancia, en medio de un parque muy conocido en Bucarest, un jardín venerable y antiguo, bellísimo, Cismigiu. A veces me pregunto qué sentirían mirando todos los días los lugares que fueron testigos de su amor, de sus largos paseos a finales de la adolescencia, y del fracaso de este mismo amor. Sufrí mucho con la separación de mis padres (yo tenía seis años), pero nunca había escrito sobre ello. Miraba como hipnotizada la luz entre las ramas de los árboles que ceñían el edificio de enfrente, el instituto de mis padres, como si los destellos de luz entre las hojas pudieran ofrecerme un consuelo. Por otro lado, me interesaba indagar en las relaciones, bien complejas, entre el amor y la inteligencia. En una época de descrédito (en parte justificado) del así llamado «amor romántico» (una etiqueta que deberíamos matizar mucho, porque el Romanticismo es uno de los grandes movimientos literarios y artísticos, que nos dejó una herencia inmensa), reivindico la intensidad amorosa y quiero creer que no es incompatible con la lucidez, la capacidad de analizar las sombras y el respeto absoluto. «Le deseo que sea amada locamente», decía André Breton en Amour fou, y yo intenté construir en los poemas el anhelo de un amor intensísimo a nivel sentimental y erótico, un buen amor, una explosión de deseo llena de bondad. Si me permites citar unos versos de «El baile de Natasha», brindo «por ese difícil/ arte de ser amada locamente/ y a la vez con bondad y con respeto». No es nada fácil, pero por pedirle cosas a la vida que no quede. El dolor a veces es inevitable, por eso reivindico la alegría en un sentido profundo, vitalista, de vocación de felicidad. Estos días escribí un poema que empieza así: «Porque sé del dolor/ he sido siempre fiel a la alegría». Y hay refugios seguros: la maternidad, la calidez de la amistad, el deseo como motor vital, la intensidad erótica en sentido de apuesta por la vida en todo su esplendor y los libros, la música, el arte en general, las buenas conversaciones, la buena mesa, el buen vino. Intentar vivir bien, no en sentido consumista sino de plenitud, procurar no hacer daño, defender la intensidad, jamás destructora o autodestructora, una hospitalaria, comprensiva y bondadosa, vivir lo mejor que la vida nos deje. Eso es lo que deseo a nivel vital y eso intenté plasmar poéticamente.
¿Qué efecto esperas que tenga el libro en ell@s?
Creo que lo mejor que puede pasarle a alguien que se dedica a escribir es que sus textos emocionen, que construyan puentes entre la vida de los lectores y la vida inventada en la escritura, en este caso en los poemas, una vida que tiene que ver con la mía y a la vez es una proyección, una construcción y reconstrucción poética.
¿En qué medida veremos en él —o no— a la Ioana Gruia de tus anteriores obras?
A mí siempre me han preocupado, vital y literariamente, temas que están en La luz que enciende el cuerpo: el deseo, la vocación de felicidad, la infancia, la ciudad, el feminismo, la maternidad desde que soy madre, el fracaso, la crueldad del mundo, la reivindicación de la alegría. Ahora se añaden la separación de los padres y las relaciones, bien complejas, entre el amor y la inteligencia.
Te pongo en un aprieto: si tuvieras que quedarte solo con tres poemas de ‘La luz que enciende el cuerpo’, ¿cuáles serían?
Ay, pues sí que me pones en un aprieto y te voy a decir por qué. Si tuviera que recitar solo tres poemas, creo que me quedaría con «Mujer al sol», «El baile de Natasha» e «Invocación para llegar al faro, a Virginia Woolf». Por otro lado, siento una enorme ternura hacia «Columpio» o «La forma de las nubes», dedicados a mi hija. Y luego hay poemas en los que vive mi corazón como «La canción de las cosas perdidas», «Canción marinera» o «Casa», por nombrar tres.
El libro viene avalado por el Premio de Poesía Hermanos Argensola 2021. ¿Qué ha significado para ti recibir este galardón?
Ha significado mucho, es un premio prestigioso y la editorial, Visor, el mejor lugar posible. Estoy muy feliz de haber recibido este premio.
¿Supone este poemario un punto de inflexión en tu producción como poeta? ¿Y a partir de ahora, qué?
Sí que supone. Yo siempre escribí a partir de una reelaboración de mi vida, mis deseos, mis proyecciones, pero con este libro comprobé que podía escribir sobre cosas que antes no había tematizado a pesar de que me habían marcado profundamente. No hay zonas a las que la escritura no pueda llegar, solo que hay que extremar el cuidado y la delicadeza vitales y poéticos cuando se da el salto hacia «todas las cosas de las que no hablamos», como digo en el título de un poema del libro. A partir de ahora, te diré que he escrito ya el primer poema de un próximo libro y que ya tengo otro pequeño libro de textos híbridos que espero que salga pronto y si pudiera ser acompañado de fotografías. Lo empecé en febrero, pero lo escribí principalmente este verano, en un momento complejo de mi vida, cuando tenía que hacer muchas cosas y lo único que podía hacer era escribir un libro que fuera una especie de diario soñado, poemas en prosa con mucho de narrativo, un libro que hablara de mi sentimentalidad, mis deseos y mis fantasmas como jamás había hablado, de mi querencia por ciertas canciones o el cine de Isabel Coixet o Claude Sautet, que hablara de mis padres, de las cartas de mi padre a mi madre, del diario de mi madre y de una historia absolutamente fascinante e insólita de mi familia, la de mi abuelo materno enamorado durante más de veinticinco años de mi abuela paterna. Todos los días me decía que no podía escribir sobre lo que estaba escribiendo y a la vez que no podía no escribir exactamente lo que estaba escribiendo.
Por último, como lectora, ¿a quién te gustaría que invitásemos a pasar por ‘la Prensa’?
A Alejandro Simón Partal, un escritor magnífico. Y, por favor, permitidme que os dé las gracias públicamente, Javier y Fernando, por esta entrevista en la que tan generosamente me habéis dado la oportunidad de hablar de cosas de las que hasta ahora no lo había hecho. De hecho, sois dos amigos a los que admiro y quiero mucho como poetas y como personas, estoy respondiendo a vuestras preguntas casi como en una conversación íntima de amigos (y digo casi, porque no deja de ser una entrevista —risas—) y esto es, creo, lo mejor de la amistad vital y poética.
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