Literatura

M. Carmen Orcero: la novelista de sentimientos

Reseña de Todas las palabras que nunca aprendí, de M. Carmen Orcero

M. Carmen Orcero: la novelista de sentimientos

Por Alejandro Díaz Pinto

Sentada en el aeropuerto, Maite evoca a su abuela y las verdades a medias que le contó desde pequeña. Un chico la espera en Holanda, el país al que aquella emigró en los años setenta. Intuye que este viaje cambiará su vida, mientras rememora la historia familiar de desarraigo que ha ido escribiendo en un cuaderno.

Las palabras que Teresa nunca aprendió son los mimbres con los que M. Carmen Orcero ha construido una ficción, sí, pero impregnada de verdad en cada una de sus páginas. Verdad sobre lo que tantos emigrantes debieron sentir cuando abandonaron su mundo durante el tardofranquismo; acerca de los errores inherentes al comportamiento del ser humano; en el egoísmo que eterniza su duelo contra el cariño y el sentido común de las personas.

Todas las palabras que nunca aprendí, de M. Carmen  Orcero

Porque, ante todo, la cuarta novela de esta escritora -la tercera publicada por Ediciones En Huída- es un canto a los sentimientos. A los encontrados, compartidos y retroalimentados entre tres generaciones de una misma familia donde las protagonistas son las mujeres, y que abren el vuelo con las reflexiones de la más joven en los pasillos de ese aeropuerto, en nuestro plano temporal, para alternarlos con los recuerdos de las otras dos a un ritmo pausado, firme, imbricando a la perfección el lenguaje directo y actual de la primera con el narrador omnisciente que relata las experiencias de su madre y su abuela, sin abandonar el tono costumbrista usado intencionadamente a modo de contraste, e insertando, en esta segunda parte, anécdotas reales de quienes se vieron obligados a emigrar en aquella época.

Se puede decir, por lo tanto, que ambos estilos complementan el carácter de cada una de las protagonistas y el plano espacio-temporal en el que circulan dentro del relato, alternando encuentros casuales con otros temas que invitan a reflexionar sobre el posible impacto de tales casualidades, de decisiones tomadas con la inocencia de la juventud. Este concepto de novela en dos planos, o metanovela, pues el ambientado en los setenta ofrece claras nociones sobre lo que la protagonista está escribiendo en su cuaderno, se mantiene de forma constante hasta el final. Los primeros compases no permiten adivinar la conexión entre ambos, pero con el paso de los capítulos las piezas comienzan a encajar hasta que se llega a la conclusión de que son indisolubles. Nunca subestimando la inteligencia del lector, que irá sacando sus propias conclusiones a lo largo de este recorrido emocional sin obviedades ni matizaciones innecesarias.

Fruto o no del esquema narrativo tenemos como resultado una novela que no hace aguas en ninguna dirección. No hay pasajes especialmente densos ni conflictos resueltos de manera accidentada en esta historia cuya autora sabe cómo dosificar la información y repartir equitativamente los momentos de clímax, sorprender al lector desatando un nuevo nudo cuando el que considerábamos clave ya lo estaba o con inesperadas vueltas de tuerca respecto a lo que habíamos querido entender en pasajes anteriores.

Nada de lo anterior descuida el tejido de los personajes, su multidimensionalidad, su evolución en el tiempo, su imperfección: lo que nos permite conectar con ellos en circunstancias que a todos nos resultarán familiares. Una verosimilitud que invita a reír con sus experiencias más divertidas, aquellas que en manos de ciertos autores parecerían tópicos, o llorar ante desgracias, relegadas a ese juego de la prostitución emocional tan manido en otros casos y que aquí se convierten en la manifestación más sórdida de dolor ante la pérdida de un ser querido.

Tampoco desatiende Orcero la recreación de los escenarios. Siendo que la mayor parte del relato transcurre en los alrededores de Kinderdijk, Holanda, ha sido necesaria una importante labor de documentación a la que por su profesión de historiadora experta en archivos está acostumbrada, pero con la que sigue sorprendiéndonos en la ambientación de cada pasaje. Desde los parterres que decoran las calles de la localidad holandesa hasta el calendario de Jesús Nazareno que pende de la pared en una casa de San Fernando, la autora no deja nada al azar, como ya demostrara con su visión de Senegal en A la sombra de los tamarindos o la Santander del siglo XIX donde transcurrían los sucesos de su segunda obra, El suave olor de las magnolias.Aunque quizá su baza más importante sea el don del que hace gala a la hora de contar una historia. Con independencia de preferencias en cuanto a géneros literarios, de una mayor rigidez o flexibilidad en torno a las tendencias actuales, de temas universales reiteradamente abordados desde el ámbito de la literatura, Carmen sabe lo que quiere contar, y lo cuenta bien. No abusa de la adjetivación ni recurre a tópicos del lenguaje. No cae en rimas internas, pero logra que lo escrito suene bien a quien lo lee, imprimiéndole un lirismo que va más allá de la corrección formal presumible en cualquier autor con cierto bagaje literario. Deja entrever su conocimiento y dominio de las vanguardias sin abandonar nunca su estilo, el mismo que ha experimentado una clara evolución desde que escribiera la interesante Un titular para un crimen.

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