La palabra Flamenco
Cuando se decide a indagar en el pasado del flamenco, Blas Infante se pone al día respecto a las investigaciones precedentes, algunos de cuyos estudios podemos todavía hojear en su biblioteca. Sobre sus anaqueles, aún desfilan los libros de Felipe Pedrell, Joaquín Turina, Julián Ribera o Rodríguez Marín. Conocía la obra de Fernando de Triana —incluso se ha llegado a aventurar que fuera su corrector—, así como los textos de Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, o el Die Cantes Flamencos de Hugo Schuchardt.
Frente a sus predecesores, Blas Infante afronta un análisis más global del flamenco. Ya no se trata sólo de recopilar cancioneros de coplas como hiciera Antonio Machado. O de elaborar teorías más o menos peregrinas sobre el origen de sus ritmos y de sus costumbres. Se trata de poner en relación a dicho cuerpo musical con la idiosincrasia total de Andalucía. Esa aportación, a lo largo de los últimos años, ha sido plenamente reconocida sobre todo en su afán investigador, interdisciplinar más que estrictamente antropológico o estrictamente musical, como en los estudios de sus maestros.
Infante se posiciona abiertamente en contra del pesimismo de Felipe Pedrell, que entiende que nunca va a poder averiguarse el origen real del flamenco. Así que su pesquisa también se encamina a intentar explicar el sentido original de la palabra flamenco, que no empieza a utilizarse en su significado actual hasta el siglo XIX. Todos los indicios apuntan a que flamenco no viene de flama, ni de las aves migratorias, ni de la corte imperial de Carlos V que tenía una pica en Flandes. Quizá aquellos bronquistas del hampa a quienes la gente de orden llamaba “flamencos”, en las tinieblas de tabernas, prostíbulos y tabancos. Tal vez.
Pero el notario de Casares relaciona dicho término con una expresión árabe, “Fellah menghu”, que podría traducirse como “campesino fugitivo”. Fela mengo. Campesinos fugitivos. Insiste Blas Infante. Los jornaleros, mezclados con los gitanos y con los moriscos. Se trata de «unas bandas errantes, perseguidas con saña, pero sobre las cuales no pesa el anatema de la expulsión y de la muerte, vagan ahora de lugar en lugar y constituyen comunidades dirigidas por jerarcas y abiertas a todo desesperado peregrino, lanzado de la sociedad por la desgracia y el crimen. Basta cumplir un rito de iniciación para ingresar en ellos. Son los gitanos. Los hospitalarios gitanos errabundos, hermanos de todos los perseguidos. Los más desgraciados hijos de Dios, que diría Georges Borrow, o lo que es lo mismo, Don Jorgito El Inglés, el difusor del evangelismo en España durante el siglo XIX.
Los flamencos, según Blas Infante, serían “los últimos descendientes de la cultura más bella del mundo, ahora perseguidos, expulsados”, quizá “temerosos de un poder extraño, en prisión o próximos a ella, desesperados como lo demuestran las protestas líricas que arrebatan las coplas”. A su juicio, no cantarían “para agradarse a sí mismos, sino para liberar su pena prisionera”. Sería una música para solitarios, sí, pero democrática.
Blas Infante había estudiado en Granada la carrera de Derecho y algo de Filosofía, así que ya había tenido una primera aproximación a la estética andalusí. La huella morisca permanecía viva en Andalucía e incluso hay testimonios escritos por parte de un emisario del sultán de Marruecos que refleja la imposible presencia de moriscos en Lebrija y en Puebla de Cazalla durante el siglo XVIII. ¿Quizá se refiriese a los gitanos? La relación de los moriscos con los gitanos y el flamenco no es nueva. Serafín Estébanez Calderón ya hacía alusión a los bailes de origen morisco y a la filiación árabe de los cantares, con una “melancólica dulzura de su música y canto”, que destaca “por el desmayo alternado con vivísimos arrebatos en el baile”.
También relacionan a los gitanos con los moriscos Richard Ford o George Borrow en su célebre obra Los Zincali, los Gitanos en España. A su juicio, se trataría de “los descendientes de los moriscos que permanecen en España, vagando por montes y despoblados, desde que el cuerpo principal de la nación fue expulsado del país en tiempos de Felipe III”. También existen detractores de dicha teoría en su conjunto. De hecho, no faltan autores como Ángel Álvarez Caballero que entienden que no existe rastro alguno de elementos moriscos entre los flamencos.
A Infante, en cualquier caso, le fascinará el Corán de “aquellos que leen el Libro como deben leerlo”, e incluso cuatro años antes de ir a la búsqueda de la tumba de Almutamid, en Agmat en 1924, escribió una obra teatral sobre el último rey de Sevilla, y también otro sobre Almanzor. En sus escritos es continua la presencia de la lengua y etimología árabes. En 1928, acudió a la localidad portuguesa de Silves para rendir tributo a aquel rey taifa destronado y preso, el amante de Rumaiquiya que sembró de almendros las orillas del Guadalquivir.
Quizá también estuviera familiarizado con los verdiales, esa tradición malagueña recientemente declarada Bien de Interés Cultural y que algunos creen que se encuentra relacionada con la música arábigo-andalusí. Genuinamente malagueñas, nacidas en el campo pero transmutada a la ciudad, a la periferia de la capital malagueña, las pandas de verdiales y las orquestas andalusíes comparten algunos instrumentos y ciertos melismas vocales, como intentó demostrar la cantaora Carmen Linares al aproximarse a ese fenómeno.
No obstante, Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo aborda otras cuestiones de muy diverso rango, como la diferenciación entre un cante para bailar y otro para escuchar. El cante de atrás y el cante de adelante, como se diría luego.
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