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El havy de Blas Infante

El havy de Blas Infante

El destierro de Al Mutamid y el viaje de Blas Infante (4)

El havy de Blas Infante

Así refiere Iniesta un episodio de aquella peregrinación a Marrakech, un viaje que algunos autores han llegado a comparar con el havy, la peregrinación a la Meca que todo musulmán debe llevar a efecto una vez en la vida. Claro que esta teoría se desploma cuando resulta del todo punto imposible sustituir la piedra negra por la ciudad roja. “El viaje lo transfigura en peregrinación. Supera el interés cultural sin olvidarlo. Deja toda frivolidad turística. Va con todo el respeto a rendir su homenaje al Rey cumpliendo el ritual dispuesto en el Islam”, escribe sin embargo Iniesta, a la sazón sacerdote católico.

La guerra en el norte implicaba el enfrentamiento del ejército español a las tropas de Abdelkrin y de Raisuni, pocos años antes del desastre de Anual. De ahí que Blas Infante, en su pesquisa de Al Mutamid, siguiera sus pasos a través del mar, desde Lisboa a Casablanca.

Más de un millón de hermanos nuestros, de andaluces expulsados inicuamente de su solar —las causas de los pueblos jamás prescriben— hay esparcidos desde Tánger a Damasco, según comunicaba hace un año uno de nuestros más esforzados paladines, el infatigable y culto Gil Benumeya —escribe el propio Blas Infante—. El recuerdo de la Patria (…) lejos de esfumarse, se aviva cada día. Ellos constituyen, con el reconocimiento de los pueblos fraternos, que los mantienen en su hospitalidad, la élite de la sangre y del espíritu de esos países. Yo he convivido con ellos, he sufrido con ellos, he aspirado con ellos la esperanza de nuestra común redención porque esta redención o será común o no será nunca.

El año 1924 me determiné a reanudar las peregrinaciones que nuestros padres hicieron durante algún tiempo a la tumba de uno de los hombres más representativos del espíritu de nuestra tierra, Abu-l-Qasim ibn Abbad, rey verdadero de Sevilla, Córdoba, Málaga y el Algarbe. El último peregrino había sido un hijo de mi serranía de Ronda, Aljatib, ministro del sultán de Granada, en el siglo XIV. Seis siglos sin que Andalucía enviase ya su “saudad” por uno de sus hijos al sepulcro del Rey poeta que murió en el destierro lejano invocándola en sus versos dolorosos.

Merced a una serie de coincidencias afortunadas (…) pude llegar a encontrar la tumba del Rey en el derruido cementerio de Agmhat, al sur de Marraquech, en la vertiente sobre Marruecos del Alto Atlas. En mi viaje, me acompañaba un intrépido muchacho catalán, gran espíritu, hoy residente en Oporto. Llegamos a Agmhat el día 15 de septiembre. Allí no había europeos, civiles o militares cuyas líneas francesas habíamos dejado atrás.

Solos, con un guía que nos prestó una kabila próxima y un intérprete oraní, sin cartas de presentación ni de referencia, no llevábamos más armas ni más guardas ni más brújula que nuestro entusiasmo y el nombre de Al-Andalus que desvanecía recelos, apaciguaba las irritaciones que nuestra audacia despertó alguna vez y nos abría las puertas de aquellos campesinos montañeses que tan pródigos fueron en su hospitalidad”.

Hermanos pero extraños países

Allí es donde Blas Infante reconoce claros vestigios culturales de Al Andalus y de sus habitantes: “El pueblo andaluz fue arrojado de su Patria (…) por los reyes españoles y unos moran todavía en hermanos, pero extraños países y otros, los que quedaron y los que volvieron, los jornaleros moriscos que habitan el antiguo solar, son apartados inexorablemente de la tierra que enseñorean aún los conquistadores. Y es preciso unir a unos y otros. Los tiempos cada día serán más propicios. En este aspecto, hay un andalucismo como hay un sionismo. Nosotros tenemos, también, que reconstruir una Sión”.

En aquel viaje a la memoria colectiva Blas Infante elige el ejemplo de Al Mutamid como referente ancestral de todos los andalusíes, finalmente cautivos en su propia tierra o desperdigados como los más de 300.000 moriscos que empezaron a ser expulsados desde Valencia a Orán en 1609, 400 años hace ya. A juicio de Infante, Al Mutamid “fue el último Rey indígena que representó digna y brillantemente una Nacionalidad y una cultura intelectual que sucumbieron bajo la dominación de los bárbaros invasores. Túvose por él una especie de predilección como por el más joven, como por el benjamín de esta numerosa familia de príncipes poetas que habían reinado en el Andalus. Se le echó de menos como a la última rosa de la primavera”.

Ni los cristianos del Norte ni los fundamentalistas del Sur eran andaluces. Si la opinión vulgar admite y repite el carácter extranjero de las huestes africanas, debiera en lógica simetría llamar igual a aquellos ifranyi, que se decían herederos de la Bética cuando descendían a gritos de los bárbaros invasores godos que hundieron Roma. Tomás de Aquino llegó a Aristóteles gracias a nuestro Averroes. Todo un símbolo. Y el Dante…

El día 15 de septiembre de 1924, Blas Infante llega a Marrakech, una ciudad a la sombra de la Kutubiya, gemela en origen de la Giralda y que le impresionaría vivamente: “Caminando hacia el Sur, en la desierta llanura mogrebina, se aparece la enorme ciudad de Marrakech, como el centro de un oasis rodeado de palmeras, al pie del Alto Atlas que se extiende más allá de la ciudad, a lo largo del horizonte como una rígida muralla bermeja, primera de la ciudadela de montañas que, antes del gran desierto, defiende los senos africanos.

La Kutubiya se adelanta en la visión ofreciéndome una emoción de hogar, anulando ante mi sensibilidad motivos o impresiones de extranjería (…). Una asociación de ideas modula y contesta la pregunta de la grácil torre acerca de sus dos únicas hermanas en la familia de las grandes torres almohades: la sevillana Giralda cubierta con el gorro del cautiverio de la pesada cúpula cristiana que sustituye el airón del minarete y la inconclusa que parece mutilada rabatí de Muley Hasan.

Yo no soy forastero en Marrakech. Los moros andaluces predominan en la constitución étnica de la medina musulmana. Presidiendo la soterrada construcción psíquica que mi recuerdo excava ahora, los espíritus de los andaluces ilustres inspiradores de los Califas más cultos del Mogreb que aquí tuvieron su centro imperial, la sombra acogedora de Ibn Tufail, el insuperable viviente hijo del vigilante, discierne aún hospitalidad a los peregrinos que vienen de su tierra andaluza (…). El pensamiento de Averroes (…) La silueta dulce de Ibn Arabi musita esta inquietante plegaria en la Puerta de la Ciudad (…) Marrakech es para mi peregrinación, el límite de la tierra Santa, del Templo. En las formas de mi espíritu, ahora, los ritos viven. El alma ahora tiene oración, se ha encendido un religioso fervor. Ha vestido el “hizam” del “alhinchante” (peregrino). Hago una ablución en la fuente de la historia, con fecundos valores, hijos de una cultura que se pretendió cegar y que se hizo subterránea y de oscuro discurso”.

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Juan José Téllez
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