Opinión y Pensamiento

Esperando a Mandela

Esperando a Mandela

Si logran desembarazarse por algunos minutos de esta nauseabunda carnicería de Gaza, verán a dos contendientes que soñaron hace no mucho tiempo con un escenario como este. Hamás y Netanyahu son los dos extremos de la misma cuerda que dinamitó hace diez o quince años la penúltima oportunidad de paz y dignidad para palestinos e israelíes. Mientras Isaac Rabin y Yasir Arafat se jugaban el tipo para poner fin a uno de los desastres humanos más descarnados de la historia reciente, estos dos aliados del odio y la muerte trabajaban denodadamente por mantener a flote la industria del horror.

Es cierto que la desproporción no resiste un mínimo análisis moral. Una guerra tan abrumadoramente desigual no es una guerra. Es otra cosa. No se pueden poner en pie argumentos de legítima defensa cuando en cuatro semanas de conflicto una parte pone casi dos mil muertos y la otra sesenta bajas. O cuando dos terceras partes de las víctimas corresponden a población civil y los niños han pagado ya con cuatrocientos cadáveres bajo los escombros.

Por ahí, el debate tiene poco recorrido. Las cifras hablan con una elocuencia desgarradora. Incontestable. Pero volvamos al hilo argumental que encabeza este texto. Hamás y Netanyahu se necesitan como dos hermanos siameses unidos por el cordón umbilical. Hamás depende de Natanyahu para vivir y Netanyahu se quedaría sin oxígeno si en frente no tuviera un enemigo que buscara la aniquilación de Israel.

Es esta lógica infernal la que les ha permitido sobrevivir en ese espacio martirizado que se llama Palestina/Israel. No queda hoy ninguna otra voz cabal a izquierda o derecha, norte o sur, este y oeste. A mayor violencia, mayor espanto y mayor sometimiento a los dictados de los halcones, en una espiral delirante que se retroalimenta hasta el infinito.

La primera víctima de Netanyahu y su política de tierra quemada no fueron los palestinos. Fue el Partido Laborista israelí y una salida negociada y justa de esta encrucijada humana. Netanyahu ha logrado aniquilar todo el espacio político que queda a su izquierda. Todos y cada uno de sus movimientos han perseguido colapsar el frágil proceso de paz hasta dejarlo en estado vegetativo. De hecho, su carrera política se ha cimentado sobre los atentados suicidas que en los noventa asolaron Israel.

Hamás, por tanto, siempre fue su principal coartada. Para ofrecerse como mano dura, arrinconar a Yasir Arafat y mostrar al mundo que los palestinos no eran gente de fiar. Para un hombre que nunca aceptó el derecho palestino a un estado propio, este es el mejor escenario. La muerte, el horror, el desastre.

En el otro lado del espejo, Hamás cumple puntualmente su cometido. Su estrella ascendió fulminante en medio del colapso del proceso de paz, la desesperanza del pueblo palestino y la espiral de odio y violencia que propone su aliado. Cada muerto que perece víctima de la ocupación es combustible indispensable para que su maquinaria siniestra siga funcionando a pleno rendimiento. Por ahí, estamos ante un mecanismo idéntico al que mantiene con vida a Netanyahu.

Observen el dato: el 87 por ciento de los israelíes aplaude el inhumano espectáculo de ver arrasada una ciudad indefensa. Solo un pueblo sumergido en el miedo cerval puede olvidar este básico sentido de compasión. Ese es el proceso automático de la violencia. A más muerte, más odio; a más odio, más violencia; a más violencia, más miedo; y a más miedo, más dependencia del hombre que dice ofrecer más seguridad. De esa espiral diabólica se alimenta Netanyahu en idéntica medida en que se alimenta Hamás.

De otro modo no se entiende que el grupo armado islamista ataque con cohetes de fabricación doméstica a un enemigo cuya fuerza de respuesta es insoportablemente mayor. En pura lógica militar, la estrategia es un acto suicida. En cuatro semanas de conflicto, Hamás ha lanzado contra territorio de Israel casi 3.000 proyectiles con un resultado de dos civiles fallecidos. Su capacidad mortífera es un juguete de niños en comparación con la potencia letal del Ejército israelí.

Este bucle perverso de bombas y muerte es el terreno adecuado para mantener el estatus quo. Es decir: la política de ocupación. Es decir: este desalmado plan de hostigamiento, exclusión y acoso que busca confinar a millones de personas en una suerte de reserva comanche de gente sin derechos. Ni el mundo ni miles, millones de judíos de buena fe que han entregado siglos a la construcción de un discurso de la ética pueden permitirse semejante inmoralidad.

La justicia tiene una deuda histórica con los palestinos de la misma manera que durante siglos la tuvo con los judíos. Una deuda que debe sostenerse sobre la aplicación de las resoluciones internacionales que alientan la creación de un Estado palestino justo y viable y el derecho al retorno de los refugiados.

Para ello, es preciso romper la cuerda que une a los dos extremos y confiar en que tarde o temprano emerja un Mandela que sepa ponerse en el corazón del otro. No fueron las bombas las que derribaron el ominoso régimen de apartheid de Suráfrica. Fue la dignidad.

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This Land Is Mine (Esta tierra es mía) es una animación de Nina Paley donde vemos la complejidad del histórico conflicto político-religioso en Oriente Medio reducido a una sorprendente simpleza: pueblos matándose el uno al otro bajo el nombre de distintos dioses.

Aristóteles Moreno
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