Flamenco: la música del dolor y la persecución
Daniela responde rauda: “Me gusta el flamenco porque puedo disfrazarme de gitana. Me gusta mi traje. Tiene un color muy bonito”, afirma moviendo los volantes de un vestido azulón, antiguo, machacado de ensayos. Daniela tiene apenas nueve años y sigue la estela de su madre, Keter, que lleva dos años aprendiendo a bailar. “No paso de las alegrías y las sevillanas, pero lo intento”, dice convencida.
Acuden dos veces por semana a una academia municipal en el barrio de Bak´a, en Jerusalén. Lo que para la hija es un juego, para la madre es una necesidad vital, la de resarcirse del dolor a través del flamenco. Su dolor de nieta de asesinados en el Holocausto, de emigrante a Argentina, de recién llegada a Israel.
La profesora, Sigal Abecasis, judía como sus alumnas, toma el hilo de Keter y completa sus frases, las que se han quedado en su garganta, atrancadas por la emoción: “Los judíos somos un pueblo perseguido, enredados desde siempre en la huida, el conflicto, el terrorismo… Muchos de nosotros tenemos raíces en España y hemos visto que el flamenco es un cauce natural para expresar nuestro pesar y nuestra alegría. Es como un descubrimiento vital: encontrar una música y una expresión corporal, ya sea el baile o la intensidad en el cante o en el toque, que casa con la corriente de dolor que tenemos en las entrañas. Creo que sentimos igual que un flamenco”.
Nathaniel Niv, folklorista israelí, constata el aumento de alumnos que se suman a sus cursos en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Acuden movidos por la curiosidad, al principio, y luego “quedan enganchados”. Dice que descubren la fortaleza de la música flamenca, “absolutamente pasional, como los israelíes”, y la “liberación” de sentimientos que genera. “Sorprendentemente, pese a la complejidad del estilo, son las clases en las que más alumnos se deciden a participar. Da igual que canten fatal o se muevan como un pato. Salen al estrado y sienten. El flamenco es terapéutico para ellos”, insiste.
Su visión se hace carne en la historia de Dana Chair, de 33 años, abogada laboralista de Tel Aviv. En 2005, se vio afectada en un atentado terrorista contra una discoteca de su ciudad; en el ataque murieron tres personas y 50 resultaron heridas. Estaban en la despedida de soltera de una amiga. Dana se sabe afortunada, sus lesiones fueron apenas superficiales, físicamente nada cambió. Pero su mente nunca estaba con ella. Sus pensamientos se quedaron en aquella pista de baile, junto a la gente que vio caer. Ni un psicólogo, ni un terapeuta, nadie logró ayudarla, hasta que dio con una academia de flamenco y exteriorizó al fin su sufrimiento.
“Todo el aislamiento de años quedó roto en cuanto empecé a mover mis brazos. En la primera lección acabé llorando a mares. Fue una liberación”, resume. Es reacia a hablar de lo ocurrido, así que sólo repite insistente: “Ahora estoy bien, estoy bien”. Su objetivo a corto plazo es arrancarse por los palos más alegres. “Cuando sea capaz de bailarlos sin sentirme culpable estaré curada”.
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