Abdalá, el último rey zirí, hace en sus memorias dos observaciones muy curiosas sobre los granadinos de la época que me parece que, de alguna forma, siguen siendo acertadas. La primera es que las gentes de Elvira no se llevaban bien entre sí.
Cuenta Abdalá que cuando llegó aquí su tío-bisabuelo Zawi, el clima social de la ciudad era tan malo que cada uno se construía su propio baño y su propia mezquita con tal de no ver al vecino. La segunda observación del rey parece contradictoria con la primera, porque dice que los elvirenses en particular y los andaluces en general eran unos negados para la milicia. Parece que la disputa permanente exigiría un talante belicoso, pero cualquiera que conozca esta ciudad —y aquel rey la conocía bien— sabe que nuestras guerras no son de campo abierto, con generales y edecanes, sino de mesa camilla, sacristía y navajazo.
Pero hay algo en las memorias de Abdalá más curioso que esto: lo que no dice. Me explico, Abdalá escribe sus memorias a finales del siglo XI. Su familia, de raza bereber, llega a Córdoba a comienzos de ese siglo, unos noventa años antes. Su bisabuelo Habús y un tío de éste, Zawi, fueron contratados como mercenarios en el ejército regular de Almanzor. Su abuelo Badis, probablemente nació ya en Al Ándalus, y su padre y él mismo con toda seguridad. O sea que Abdalá era ya tercera generación de nacidos aquí, rey de Granada y, sin embargo, habla de los granadinos como si fueran de otra raza. A diferencia de Mutamid, rey de Sevilla, con el que comparte exilio en Agmat cerca de Marraquech, el rey de Granada no se siente exiliado ni destronado. Al contrario, piensa que allí al sur de Marruecos está en casa. Es como si en nuestros tiempos, alguien de La Carolina dijese que se encuentra en casa cuando visita Alemania, porque el padre de su abuelo era alemán. Una ciudad donde una familia real, fundadora además del actual asentamiento, no se integra en la tercera generación es, sin duda, una ciudad cerrada.
La gresca, el cierre y la cobardía serían las tres características de esta ciudad. Me temo que además la menos mala, la incapacidad militar, no es característica propia de granadinos sino, en general, de andaluces. Cuentan nuestras más viejas epopeyas redentoras que mientras Troya se consumía en la peor de las guerras, Gárgoris, el primero de los reyes de los tartesso-atlantes, se dedicaba a la apicultura y gobernaba un reino armónico y pacífico, de marinos y pastores, de pueblos blancos y piedras mágicas. Según cuenta Juan Antonio Molina en su libro El origen mitológico de Andalucía, una hija de Gárgoris tuvo un niño incestuoso. Avergonzado, Gárgoris lo arrojó a las cerdas hambrientas y estas, en lugar de devorarlo, lo amamantaron. Tumbó al niño en el camino para que lo pisaran los rebaños y estos lo respetaron. Lo arrojó al mar y los dioses lo convirtieron en barca y lo devolvieron a la playa. Lo abandonó en el monte y allí lo recogió una cierva. Creció en los pinsapales de Ronda y su padre o abuelo acabó reconociéndolo como rey con el nombre de Habis.
La leyenda es la misma que la de Edipo, lo que cuenta es la historia de la institución originaria de la prohibición. Lo que explica es por qué los humanos somos animales normativos. Pero la leyenda de Gárgoris y Habis tiene algo muy hermoso debajo: el empeño de la naturaleza en devolver a su puesto al rey. El rey Habis debe así su trono a los ciervos y a los pinsapales, a las aguas y a los rebaños, debe su trono a la naturaleza empeñada en situarlo en su lugar. No debe su trono a su abuelo o padre, no a la herencia, sino a la ley.
Cuando en el siglo XVI los granadinos construyen su leyenda emancipadora, inscrita en los plomos del Sacromonte, llaman Habis a Habús el abuelo de Abdalá. Así somos, gente cerrada y gente a la gresca, pero también gente de paz y gente de ley, capaces de reconocer a los nuestros, eso sí, cuando ya se han ido al exilio.
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