La ciudad resplandeciente
Ese mismo año de 981, a los cuarenta y tres de edad, Amir se otorgó el laqab de al-Mansur, el victorioso. Mandó que ese título fuese pronunciado después del de Hixam II desde los almimbares de Al-Ándalus. El título habría de aparecer también en toda moneda, bordado, escrito o documento oficial que emanase o fuese dirigido a él. Además reordenó todo el protocolo de la corte Omeya y se reservó algunos atributos de rey, por ejemplo obligó a los súbditos a que le besasen la mano y mandó que se dirigieran a él con el tratamiento de mawlaya, es decir, señor.
Sin tocar el poder simbólico de Hixam, había comenzado la era de Almanzor, cuyo imperio tenía que reflejarse en la arquitectura. Almanzor comenzó la ampliación de la mezquita y mandó construir una ciudad que se llamó Al Zahira, la resplandeciente. Es obvio que a Almanzor no le preocupó el parecido del nombre con Medina Azahara, la ciudad de los califas. Construida a lo largo del Guadalquivir, tenía la ubicación que los astrólogos determinaron como más propicia para el ejercicio del poder: en un alarde de geometría política, los aljarifes colocaron al oriente la única puerta, para obligar así a los que llegasen desde Córdoba a circundar la mitad del perímetro de la muralla. En efecto, remontando el río hacia el este de Córdoba, a unos cinco kilómetros se divisaban las torres y atalayas de Al Zahira, la ciudad resplandeciente. Muchos andalusíes consideraban que los palacios de Al Zahira eran un desafío a Medina Azahara y una ruptura del orden querido por Dios, pero los alfaquíes habían emitido dictamen a favor de su condición de ciudad y habían apoyado la construcción en su recinto de una mezquita con rango de aljama (mezquita mayor).
Desde ese año de 981, de Al Zahira partieron los estandartes de la guerra y llegaron los prisioneros encadenados. Allí se tomaron las decisiones de gobierno de Al Ándalus. El canciller Almanzor recibía en el salón alto de la almunia de la Perla. Sentado en la alfombra del centro, vestido con una simple camisa de mangas muy anchas, ni siquiera se levantaba para saludar a sus visitas. No era el califa, pero era mayestático. Podemos imaginar cómo verían aquel palacio los generales mercenarios llegados de África o los emisarios venidos del norte. Debían de quedarse fascinados con las columnas transparentes del palacio, los bancos de mármol blanco y las albercas rodeadas por surtidores de agua en forma de leones. Había también cántaros gigantes de agua perfumada y estanques profundos donde se vertían a espuertas las sobras del pan para alimentar a unos peces de colores tan puros que parecían imposibles. Sobre las aguas flotaban nenúfares entre cuyos pétalos se escondían perlas y pepitas de oro para que los emisarios de los reinos de pastores transmitiesen a sus régulos la noticia de que a Almanzor le crecía el dinero hasta en los estanques. Bajo los árboles había setas de piedra traídas por embajadores de Escandinavia y que el canciller había mandado pintar en dorado para que el enemigo supiese que le crecía la riqueza a la sombra de los sauces gigantes de Babilonia. El juego malabar del sol era en aquel palacio un elemento arquitectónico más. El paisaje humano debía de estar compuesto por oficiales que paseaban ostentosos sus tulliduras de combate, músicos con laúdes que ensayaban las composiciones históricas de Ziryab, y negros gigantescos que cruzaban los patios llevando encajes delicados y bandejas con sábanas limpias.
Treinta años después de su construcción, la ciudad resplandeciente fue borrada de la faz de la tierra por el pueblo de Córdoba. Hoy sólo sabemos que debe andar cerca del actual pago del cortijo de las Quemadas, enterrada bajo los deshechos de un polígono industrial.
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