Córdoba revelada
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¿Tienen alma las ciudades? ¿Por qué si uno entrecierra los ojos en Sevilla cree estar en Roma? ¿Por qué Jerusalén es tan omnipresente en Granada…?

Yo no entendía a Córdoba. La primera vez que la visité, noté la fuerza de su rechazo masculino. Era como visitar la casa de un hombre enfermo que no deseaba visitas. La segunda vez, la Universidad con su clima alegre y nocturno me cubrió de los golpes. Pero en otra ocasión, una tarde de otoño inolvidable, Córdoba me golpeó muy fuerte, en el centro del alma. Había llegado con mis hijos dispuesto a enseñarles la Mezquita, el templo más extraño de todos los tiempos, en el que se ha orado en todas las lenguas del mundo. No nos dejaron entrar porque llevábamos un maletín. Al rechazo de aquel guardia burdo, se fue sumando el rechazo de cada esquina, de cada calle de la ciudad. Peregriné por ese centro funcional de Córdoba que tanto se parece al de Granada y acabé en el coche, de vuelta esa misma tarde.

Después me empeñé en Córdoba, como el pretendiente despechado se empeña en el baile. Escribía mi novela Zawi y la visité una docena de veces. Pronto comprendí que estaba escribiendo una novela sobre el general mercenario que arrasó Medina Azahara, que quiso borrar a Córdoba de la faz de la Tierra y que como Aquiles, nos trajo incontables dolores. Estaba escribiendo sobre un rechazado por Córdoba, como yo, pero que a diferencia mía, se vengó de Córdoba.

En aquellos años crucé mil veces el puente romano, acaricié cada columna de la Mezquita y creí explicarlo todo con una noche de junio del año 1009. La noche en que andaluces y bereberes, antes de pelearse entre ellos, asaltaron la judería y comenzaron una guerra civil que duró veintiún años. Hubieron de pasar casi seis siglos para que viviéramos otra guerra tan cruel como aquella. Y más de nueve, para que el siglo XX trajera otra comparable a aquella en intensidad, en dolor, en sangre y en extensión.

Ahora creo que Córdoba se explica mejor unos años más tarde. En 1013, mientras Zawi fundaba Granada, en una ciudad arrasada varias veces por castellanos y por catalanes; asediada por los bereberes y enferma de peste y de hambre, dos jóvenes tienen una discusión filosófica de altura. De un lado, el patricio Ibn Hazem convencido de que todos los males vienen de la escasa arabización y de las ancestrales raíces andaluzas y de que por tanto hay que acabar con el bilingüismo y con los judíos, entre otras cosas.

De otra parte, Samuel Nagrela, veinteañero también, que defiende la centralidad de lo judío en lo andalusí y la convivencia posible entre arrianos, musulmanes y judíos. El odio del primero por el segundo perduró más allá de la muerte de ambos: hasta tal punto que un discípulo de Ibn Hazem, un imam de Elvira, arengó el progrom que acabó con los Nagrela y otras muchas familias judías en el año 1066.

Pero ahora también sé que un autor y un libro ha captado el alma de Córdoba, mucho mejor de lo que yo pudiera hacer. El autor es Antonio Enrique y el libro El laúd de los pacíficos. He vuelto a Córdoba después de leerlo y lo confirmo: nadie podrá decir ya nada sobre el alma de Córdoba, hasta que no lea este libro.

José Luis Serrano
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