Moraíto, Morao, casi negro
El morado surge de la combinación del rojo y el azul. A priori, un color sin nada en particular, sin nada de especial, sin gloria ninguna.
Pero todos sabemos que, dependiendo del ámbito, el país o la cultura en que nos movamos, las connotaciones de los colores van variando, pudiendo llegar a provocar sentimientos realmente importantes en las personas que los perciben.
Si nos situamos, por ejemplo, en el ámbito publicitario, el morado transmite lujo, riqueza y nobleza. En cambio en el campo de la Semana Santa hablar de morado es hablar del Cristo de Mena y en el sector agrícola de uvas.
Hablar de morado en el flamenco, “morao” en andaluz, es hablar de guitarra y de Jerez, de solera y de compás, de arte y dinastía.
Porque en el flamenco no existe el violeta, el malva o el morado claro. Existe el “Moraíto”. Y hablar de “Moraíto” (Manuel Moreno Junquera) es hablar de José Mercé y de la Paquera, del Torta, de la Macanita y de tantos otros que han disfrutado de sus contratiempos, sus acordes y su acompañamiento. Es hablar de innovación y tradición, de pureza y revolución, de risas y de llanto.
Si hablamos sin embargo del color “Morao”, hablamos de Manuel y de Diego.
Y hablar de Manuel “Morao” evoca nostalgia, tabernas en blanco y negro, recuerda a Caracol y a Terremoto, a cante gitano y fatigas. Es presagiar el fin de nuestro arte por impuro y falta de rumbo. De tiempos ya extinguidos siempre mejores.
Por el contrario, hablar de Diego es hablar de conocimiento, raíz y modernura, de Marina Heredia, Montse Cortés o Andrés Calamaro. Es hablar de genio, juventud, soniquete y sabiduría. Es hablar de ilusión y porvenir.
Hablar por tanto del morado en el flamenco es hablar de pasado, de presente y de futuro. Pero sobre todo es hablar de magia y de guitarra, siempre de guitarra.
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