Raíces

El destierro de Al Mutamid y el viaje de Blas Infante

El destierro de Al Mutamid y el viaje de Blas Infante (1)

El destierro de Al Mutamid y el viaje de Blas Infante (I)

Quizá en los últimos 30 años se haya escrito más y mejor sobre Al Andalus que en los cinco siglos precedentes. Sin embargo, seguimos sin asumir buena parte de su historia y de su leyenda como patrimonio esencial de los andaluces de hoy. Y una de las pruebas más significativas de todo ello lleva el nombre de Al Mutamid.

Ni siquiera nació en Andalucía, pero contribuyó a construir un poderoso imaginario que aun hoy reúne a la leyenda y a la historia. Muhammad ibn ‘Abbad al-Mu‘tamid nació hace casi mil años en la actual Beja, en Portugal, hacia 1040 y murió, destronado, en el exilio de Agmat, en Marruecos. Durante 21 años fundamentales para la historia del sur fue rey taifa de Sevilla, de la dinastía de los abadíes y sucesor de su padre, Al Mutadid, que reinase entre 1042 y 1069.

Mil años hace de que el rey poeta, el rey astrónomo, pero también el rey que puso en jaque al cristiano Alfonso VI y fuera vencido y hecho cautivo por los almorávides llenase de almendros las orillas del Guadalquivir para que su favorita cristiana, la célebre Itimad Rumaiquiya, a quien llamaron la Gran Señora, no añorase el color blanco de la nieve de su tierra.

Un falso califa

La dinastía de los abadíes gobernó el reino taifa de Sevilla tras la caída del califato de Córdoba y a partir del legado de Muhammad Abü-l-Qäsim bn Abbad, abuelo de Al Mutamid y un personaje ciertamente singular. Pasaba por ser un rico cadí que construyó su propio pedigrí, al asegurar que descendía de la tribu de Lajm, los herederos del mítico rey de Hira, un supuesto antepasado que suele aparecer con frecuencia en los versos del rey poeta. En un principio, se convirtió en emir de Sevilla en 1023, al frente de un triunvirato en el que figuraban como visires otros dos personajes que gozaban del don de la riqueza y de los que pronto habría de deshacerse.

Mohammad fundó la dinastía, alcanzando el poder absoluto en 1035, utilizando como pantalla a un doble del califa Hisam II, que estaba desaparecido y que, como todos los indicios apuntan, había muerto o había sido asesinado. Cuentan que el falso califa era un sosias, el hijo de un humilde esterero que se le parecía mucho. En cualquier caso, sus apariciones públicas siempre fueron escasas, refrendando siempre lo que se le antojara a su supuesto emir, Al Qasim. Quienes no creyeron en la suplantación fingieron que la creían para conservar la vida intacta. El engaño se mantuvo hasta 1058, cuando se deshizo del falso califa y se coronó a sí mismo rey.

Como bien nos recuerda Miguel José Hagerty, “los Banu Abbad ya gozaron de gran prestigio en la ciudad de Sevilla desde los tiempos del dictador Almanzor”. De hecho, fue Almansur Billah, el victorioso por la gracia de Dios, quien nombró cadí a Ismail, padre del fundador de la dinastía que incluso siguió en su puesto durante la guerra civil que precedió a la caída del califato. Y aun mantuvo su prestigio cuando se quedó prácticamente ciego y sus funciones tuvo que asumirlas su hijo Muhammad. Comenzó ahí una estirpe que remarcaría la estela árabe de Sevilla frente a la bereber de Toledo.

El destierro de Al Mutamid y el viaje de Blas Infante.

Al Mutamid, el rey poeta de Sevilla

Un trono por azar

El hijo de Al Qasim no le fue a la zaga. Asumió ya su propio trono bajo el nombre de Al Mutadid I. Para mantenerlo, no dudó en conspirar, envenenar o ejecutar a quien se le opusiera, incluyendo a los de su propia sangre. También tuvo tiempo para la poesía y para la seducción. Eso sí, consolidó el reino, tomando Carmona y Mértola-Serpa con un ejército compuesto de musulmanes, cristianos y judíos, soldados de fortuna y mercenarios en su mayoría. Las fronteras de su reino llegaron pronto a Ronda, Morón, Jerez, Arcos, Niebla, Huelva, Silves y Faro.

Al Mutamid fue su segundo hijo. A los doce años, su padre lo envió a Silves, en el Algarve, para ser educado por el poeta Abu Bakr Ibn Ammar (Ibn Ammar de Silves, el Abenámar de los cristianos), el cual se convertiría posteriormente en su favorito. De familia pobre y nacido en Estombar o Santiponce, Ibn Ammar era una especie de funcionario del verso que había obtenido una pensión por cantar las glorias del rey Almutadid pero que escoltaría a su vástago en un largo periodo de formación y gozo, que incluyó orgías y deleites varios. Se dice que probablemente lo sedujo y que Al Mutamid se refería a él cuando escribió aquellos versos que dicen: «Nuestro compañero amado combatió con ojos, espada y lanza/ A veces caza mujeres, bellas gacelas; a veces hombres, valientes leones». Quizá no se tratara de una dependencia sexual, pero desde luego sí lo fue desde el plano afectivo y psicológico, hasta el punto de que, desterrado a Zaragoza, cuando asumió el trono Al Mutamid lo mandó llamar y lo convirtió en visir. No contento con ello, seguiría intrigando en contra de su amigo y monarca. Su oscura relación concluyó de un hachazo cuando el rey le hizo pagar con la muerte el hecho de que entregara al rey Berenguer II a uno de sus hijos como rehén y que intentara después independizar de Sevilla a su reino de Murcia.

El poeta se convirtió en rey en el año 1069 de la era cristiana, cuando él tenía cumplidos 29 años de edad. Se convirtió en heredero cuando su hermano, el primogénito Ismael, fue ejecutado por orden de su padre al sospechar de su traición o de su cobardía en la toma de Córdoba; extremos, por cierto, que la historiografía actual no confirma. A Al Mutamid se le encomendó la conquista de Málaga, pero fracasó quizá por los devastadores efectos del vino entre las tropas. En su caso, su severo padre se limitó a encarcelarlo por haberse dejado sorprender por el enemigo. Luego, recuperó su favor y la vieja Silves en donde creciera, que había vuelto a caer en manos cristianas.

Sin embargo y a pesar de su valor demostrado en diversas ocasiones, Al Mutamid no tuvo demasiada suerte en el campo de batalla. Aunque ocupó Qurtuba, esto es, Córdoba, la ciudad le costaría la vida de un hijo y tres años de asedio.

En aquellas guerras de frontera, no fueron fáciles las relaciones con Alfonso VI, el rey cristiano con quien casó una de sus hijas, Zaida, a la que llamaron Isabel en la lengua de los cristianos. Nunca cejó en su empeño de reconquistar Sevilla pero, engañado por el contradictorio Ibn Amar en una célebre partida de ajedrez, limitó su afán a cobrarle ciertos impuestos llamados parias, utilizando para ello a Rodrigo Díaz de Vivar, al que los granadinos llamaron Sidi, El Cid y a quien tanto sedujo el rey poeta que terminó perdiendo el favor del rey cristiano, quien le condenaría al destierro.

A pesar de que en 1086, junto con los almorávides, Al Mutamid logró derrotar a Alfonso VI, cinco años después, sus viejos aliados le depusieron tras tomar Ishbiliya (Sevilla). No solo perdería entonces un reino, sino a sus dos hijos mayores. En realidad, fue él mismo quien llamó a los almorávides para que le ayudasen a combatir a Alfonso VI y así lo hicieron en la batalla de Zalaca, en 1086. Sin embargo, su caudillo Yusuf volvió grupas luego hacia Sevilla, hasta lograr que Al Andalus cayera bajo el poder de los morabitos. Encadenado junto a su familia, Al Mutamid tuvo que embarcar en el Guadalquivir, camino del destierro en el actual Marruecos. La voz popular describe la estremecedora imagen de una Rummaykiya vestida con harapos, con su hija vendida como esclava y sus familiares desposeídos de toda fortuna.

Juan José Téllez
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