Raíces

El viento teje lorigas en las aguas…

El viento teje lorigas en las aguas

El destierro de Al Mutamid y el viaje de Blas Infante (II)

Camellero en Africa

“Prefiero ser camellero en Africa que porquero en Sevilla”, parece que llegara a decir Al Mutamid antes de aceptar su destino. Aben Labana asegura que las mujeres de Sevilla se arañaban el rostro en señal de dolor al verlo partir. Su leyenda viajó con él. Se dice que cuando desembarcó en Tánger, El Josri, un poeta, intentó burlarse de él con unos versos. Al Mutamid le arrojó uno de sus zapatos y su última moneda de oro: «Toma, y di que Al Mutamid no despidió nunca a un poeta sin darle alguna dádiva«. Y así, con los versos que siguen, describió las cadenas de su cautiverio:

Se enroscan en mi pierna como una víbora;
Me muerden con dentelladas de león.
¡Mira, aunque tus grilletes estuviesen cubiertos de pelo,
mis palmas y mis muñecas arderían!
Yo era aquel que con su riqueza o con su espada
llevaba a los hombres al Paraíso o al Averno.

Tras su confinamiento en Marruecos, el rey destronado fue más poeta que nunca. Y sus versos, más fieramente humanos, como aquellas palabras suyas que nos hablan de la añoranza de la patria perdida:

¡Dios decrete en Sevilla la muerte mía,
y allí se abran nuestras tumbas en la Resurrección!

A esa otra orilla del Estrecho, Rumaiquiya se ganó la vida hilando y tejiendo, mientras su amante estaba encerrado. Nunca volvió a verle, pero él la lloró en prisión cuando supo de su muerte en 1095, poco antes de que él mismo falleciera. Sin embargo, su familia se valió de ciertas estratagemas para comunicarse con él, como cuando su hija Fátima se acercó a la prisión donde estaba para cantarle una letra en la que le pedía su bendición para casarse. Desde la celda, y cantando a su vez, Al Mutamid le respondió.

La loriga del río

En su destierro, Mutamid siguió escribiendo. Sobre los buenos días perdidos, sobre la belleza que tocó y que se fue, o sobre los cuervos que sobrevolaban su última morada, en la ciudad marroquí de Agmat, cerca de Marrakech, donde entregó la vida en 1095 y hasta donde peregrinó Blas Infante a comienzos del siglo XX. Su epitafio fueron unos versos de Ibn al-Abbar: “Se ganó el amor y la compasión de las gentes: aún hoy le lloran”.

La poesía había sido su verdadero reino y lo mantuvo hasta el último suspiro. En su corte gozaron de gran favor los poetas y literatos, ya que tanto el rey como su primer ministro, el célebre Ben Zaydun, lo eran. Del rey Al Mutamid, Ibn Hakam nos cuenta: “Era el más liberal, hospitalario, magnánimo y poderoso entre todos los príncipes de Al Andalus. Gustaba de brillantes tertulias (maylis) entre amigos poetas, esbeltos coperos y hermosas esclavas cantoras. Para entrar en su círculo íntimo había que mostrar gran capacidad versificadora y de improvisación. Y, como oyera recitar unos versos de ‘Abd al-‘Azîz, acerca de la felicidad, afirmando que ésta era tan fabulosa como el cuento de un poeta que había recibido un regalo de mil ducados, ordenó darle enseguida la suma indicada”.

Sucedidos y leyendas se acumulan en el imaginario de Al Mutamid. Como la que refiere cómo, cuando paseando un día a orillas del Guadalquivir con aquel claroscuro Ben Ammar, jugaban a completar poemas, un entretenimiento popular en la sociedad andalusí de la época. Al levantarse una ligera brisa sobre el río, Mutamid propuso la siguiente imagen: El viento teje lorigas en las aguas.

Esperaba la respuesta de su compañero, cuando ambos oyeron sin embargo una voz de mujer que declamaba: «¡Qué coraza si se helaran!».

Era Rummaykiya, quizá una alfarera que era esclava de un arriero llamado Rum pero a la que compró, invitó a palacio y convirtió en su única esposa, bajo el nombre de Itimad, a la que llamarían alSayyidat-al-Kubra, la Gran Señora. Su relación fue fuente de inspiración para escritores españoles y árabes de otros siglos. Como la narración que aparece en el Libro de los ejemplos del Conde Lucanor y de Patronio, cuento XXX, De lo que aconteció al rey Abenabed de Sevilla con su mujer, Ramaiquía, obra de Don Juan Manuel. O en textos más recientes de Fanny Rubio, José Ramón Ripoll o Manuel Francisco Reina, sin olvidar, claro, a Emilio García Gómez, que definió a aquel rey como “pura poesía en acción”. Carlos Cano les dedicó dos canciones. Paco Ibáñez, una. Lole y Manuel, también. Incluso suenan sevillanas en su memoria. Sin embargo, aunque Rumaiquiya permaneció con él hasta el último instante, no siempre fueron felices y comieron perdices, ya que tampoco le faltaba ambición.

Quizá esa mala fama provenga del malestar que provocaba entre los faquíes, los guías locales de la interpretación del Corán, siempre le reprocharon a ella su frivolidad y le culpaban de la falta de asistencia a la mezquita durante el rezo del viernes o del desmedido gusto sevillano por el vino, una costumbre que por lo que he podido comprobar sigue vigente mil años más tarde.

Miguel José Hagerty, ese hispano-irlandés a quien tanto debemos sobre el conocimiento fidedigno de Al Mutamid, nos refiere otro episodio entresacados de la historia de Dozy y de otros autores: “Cuando Itimad al-Rumaykiya ya llevaba varios años como favorita de Al Mutamid, quien no sólo la amaba sino que se dejaba arrastrar por su desenfrenada pasión hacia ella, se asomó un día por una ventana del palacio real y vio a algunas mujeres pisando barro para preparar ladrillos. Esto le recordó sus días de mozuela cuando solía hacer lo mismo y se quebró en sollozos nostálgicos. Pidió a su marido, con gran demostración de enfado, que le dejara hacer lo mismo. Al Mutamid mandó traer grandes cantidades de almizcle y ámbar. Luego dio orden que se mezclara todo con agua de rosas en el patio. En este barro permitió a Itimad pisar alegremente en compañía de sus amigas e hijitas”.

Itimad fue acusada en ocasiones de causante de la decadencia moral del pueblo de Sevilla, cuya tolerancia ancestral era mal vista por los ortodoxos; pero lo cierto es que por su gran afición a la poesía fue Itimad una gran protectora de las letras, y contribuyó a convertir a la corte sevillana en centro literario del mundo musulmán, donde el papel de la mujer tuvo una repercusión muy distinta de la habitual.

Juan José Téllez
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