Al Mutamid, el príncipe de los poetas
Te he visto en mi lecho
y era como si tu brazo mullido fuese mi almohada;
era como si me abrazases y sintieses
el amor y el desvelo que yo siento;
era como si te besase los labios, la nuca,
las mejillas y lograse mi deseo.
¡Por tu amor! Si no me visitase tu imagen
en sueños, a intervalos, no dormiría más.
Amor onírico. Al Mutamid
Probablemente la vida de Al Mutamid sea una de las más interesantes que nos ha dejado la historia de Al Andalus, hijo de Al Mutadid, emir que hacía cestas y floreros con los cráneos de sus enemigos, heredó antes que la Taifa de Sevilla el amor por la poesía convirtiéndose en mecenas y protector de varios intelectuales y poetas que le demostraban su talento.
Entre ellos se encontraban Ibn Hazm, autor del prosaico El Collar de la Paloma, el astrónomo creador de la azafea -precursor del astrolabio- Al Zarkali, el amante de Wallada, la más célebre de las escritoras andalusíes y mejor poeta neoclásico de al Andalus Ibn Zaydún o Ibn Ammar, quien además de amante del príncipe y amigo, fue quien más llegó a prosperar a su lado llegando a ser influyente consejero personal y visir durante más de 25 años.
Jugando a casar versos con Ibn Ammar conoció a su gran amor, la bella esclava Itimad –Rumaykiyya-, madre de varios de sus hijos y esposa principal de un harén que algunos llegarían a contabilizar en 800 mujeres. Cuenta la leyenda que su historia de amor comenzó cuando paseando por la orilla del Guadalquivir el príncipe recitó un ripio «El viento teje lorigas en las aguas» y antes de que Ibn Ammar pudiera replicar, Itimad, que oyó el verso tras unos juncos respondió: «qué coraza si se helaran«.
La época de Al Mutamid no fue fácil, de un lado los conflictos internos y de otro los amagos de conquista de los reinos cristianos del norte. A pesar de las amenazas consiguió mantener el legado de su padre, bien fuera pagando tributo a los cristianos, bien llamando a los almorávides -los monjes soldados que vivían en el Sáhara- para unirse a la coalición de los ejercitos de varias Taifas para detener el avance de Alfonso VI de León, a quien derrotaron en la batalla de Zalaca (1086). Solían decirle: «Ten cuidado, que vas a acabar en el desierto«, a lo que él respondía: «Prefiero ser camellero en África que porquero en Castilla«.
El principio del fin de la dinastía Abadí se fraguó una década antes, con la traición de Ibn Ammar, quien tras pagar diez mil dinares a Ramón Berenguer II -conde de Barcelona- para conseguir su apoyo en la conquista de la Taifa de Murcia entregó como prenda del pago a Al Rashid, uno de los hijos mayores de Al Mutamid, quien al enterarse tuvo que pagar el triple de lo prometido para recuperarlo. A pesar de eso, una vez conquistada la Taifa, Ibn Ammar fue nombrado visir pero su codicia y ambición le llevaron a conspirar -llegando a escribir poemas humillando a la familia real- para independizarse de Ishbiliya. Fue descubierto y a pesar de su huida a Zaragoza acabó prisionero de Al Mutamid quien lo mató con sus propias manos.
Con los almorávides con la mente puesta en Sevilla y sin ganas de volver al Sáhara comenzó una guerra entre musulmanes… Al Mutamid, desesperado, pidió ayuda a los cristianos pero estos también fueron derrotados y tras ver como caía la Taifa y asesinaban a sus hijos se convirtió en el último emir de la dinastía Abadí.
Fue trasladado como prisionero a Tánger, donde permaneció junto a Itimad llorando la gloria perdida y escribiendo poemas mientras esperaba la muerte, en lo que llegaba tuvo que ver a sus hijas trabajando de hilanderas para poder sobrevivir, sufrir delirios cuando, acostumbrado a dar, guardaba los mendrugos de pan como si fueran joyas para dárselos a los pobres o el que fue el gran golpe final, la muerte de su gran amor. Al Mutamid las pocas semanas murió inmerso en una profunda tristeza. Siempre será recordado como el rey poeta de Sevilla.
En 1970 se reconstruyó su mausoleo, hasta entonces en ruinas, en la vieja ciudad de Agmat. Su tumba es conocida como qabr al garib (la tumba del forastero) debido al epitafio que él mismo escribió: «Tumba de forastero, que la llovizna vespertina y la matinal te rieguen, porque has conquistado los restos de Ibn Abbad. (Al Mutamid)«
La triste historia de Al Mutamid ha sido cantada y homenajeada por varios de nuestros mejores músicos; desde Enrique Morente, que recuperó textos suyos para Sembré una esperanza (Sacromonte, 1982) o En un sueño viniste (Cruz y Luna, 1983) de donde adapta y toma prestados los versos del poema Amor onírico que abre este artículo -y que versionan Los Evangelistas o Qasar-, a Lole y Manuel con Al Mutamid (Casta, 1984) que versionó magistralmente Alba Molina, en el discazo Alba Molina canta a Lole y Manuel, 2016 entre los mejores de aquel año -a pesar de nuestro propio despiste- o Carlos Cano, con El rey Al Mutamid dice adiós a Sevilla, el mejor tema de De la Luna y el Sol, 1980 donde adapta A mi cadena uno de los últimos poemas del príncipe de los poetas, el último emir de la dinastía Abadí, el rey poeta de Ishbiliya.
Cadena mía, ¿no sabes que me he entregado a ti? / ¿por qué, entonces, no te enterneces ni te apiadas? / Mi sangre fue tu bebida y ya te comiste mi carne. No aprietes los huesos. / Mi hijo Abu Hasim, al verme rodeado de ti, se aparta con el corazón lastimado. / Ten piedad de un niñito inocente que nunca temió tener que venir a implorarte. / Ten piedad de sus hermanitas, parecidas a él y a las que has hecho tragar veneno y coliquíntida. / Hay entre ellas algunas que ya se dan cuenta, y temo que el llanto las ciegue. / Pero las demás aún no comprenden nada y no abren la boca sino para mamar.
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