José Luis Cano, el corresponsal del 27 (III)
Como crítico literario, José Luis Cano, el corresponsal del 27, ejerció bajo la férula de la generosidad, promoviendo iniciativas fundamentales en la poesía española más reciente como fueron la colección Adonais y la revista Insula. Según Alberto González Troyano, “su labor crítica -en la línea de la mejor tradición del buen gusto y de la tolerancia- la ha ejercido no a través del juicio acerado que quiere prodigarse sobre todo, sino con un criterio selectivo que le ha empujado a escribir básicamente sobre sólo aquello que para él merece su atención, al reunir calidad literaria y una actitud vital con alguna de cuyas facetas pueda sentirse identificado”.
Empero, la obra crítica de Cano es aparentemente dispersa, por cuanto buena parte de la misma aparece publicada en revistas o al pie de las ediciones de otros autores que anotó y prologó: Antonio Machado, Gustavo Adolfo Bécquer, Nicasio Álvarez de Cienfuegos, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Miguel Hernández, Blas de Otero o Emilio Prados.
O, claro está, en sus ensayos específicos sobre los autores mentados, entre cuyos títulos aparecen De Machado a Bousoño. Notas sobre poesía española contemporánea, los Heterodoxos y prerrománticos, Españoles de dos siglos -con el subtítulo De Valera a nuestros días-, El escritor y su aventura o Los cuadernos de Velintonia. Buena prueba de su tino literario suelen ser sus antologías, desde la de los poetas andaluces contemporáneos, de 1962, hasta la Antología de los poetas del 27 o El tema de España en la poesía española contemporánea.
Hay otra prosa que pergueña Cano, menos conocida por sus lectores, como son sus breves memoriales. Como el que fue escrito a finales de los setenta y publicado por la revista Litoral en su número de homenaje a Jaime Siles. Se trata de La playa de Los Ladrillos, que aparece impreso como Fragmento de unas memorias imposibles y que posteriormente fue reeditado por la revista Bahía. En dicho texto, narra una excursión hasta dicha playa, con Yaya, su primera novia algecireña.
También publica Memorias malagueñas, en 1989: «Esas brevísimas páginas –avisa—las voy a incluir en un librito de memorias que escribí este verano, y que va a editar un amigo mío, Eugenio Suárez Galbán, director de la editorial Orígenes. Son recuerdos algecireños y malagueños». Se trata de los Cuadernos de Adrián Dale, su seudónimo. «Aunque sobre mis libros se han hecho muchas críticas y estudios (recuerdo ahora un estupendo ensayo de Manuel Alvar sobre mi poesía, que fue una conferencia en Málaga), sobre mi vida es natural que se sepa poco, porque, afortunadamente, no soy famoso».
En sus últimos años, a pesar de la arteriosclerosis y el alzheimer que le afectaron, Cano emprendió la aventura de traducir algunas páginas del periplo que el Marqués de Custine realizó en Andalucía, y que serán publicadas en la revista Almoraima. También durante este último periodo da a conocer parte de su epistolario, como las cartas que le dirigiera Cernuda, o se compromete en algún que otro trabajo divulgativo:
Mi salud ha mejorado algo, dentro de lo que cabe, pues la arteriosclerosis me sigue molestando con frecuentes mareos. No podré ir desgraciadamente al Congreso machadiano de febrero -escribe respecto al cónclave celebrado aquel año en Sevilla con motivo del cincuentenario de la muerte del autor de Campos de Castilla-. Y bien que lo lamento. Allí se estrenará el vídeo-libro que he hecho de Machado, con música de Paco de Lucía, y voz de Juan Diego.
Licenciado en Filología Hispánica (1944) y en Derecho (1948) por la Universidad Central, José Luis Cano ejerció durante 30 años como profesor de Literatura Española en el Instituto Internacional de Madrid y como insólito bibliotecario de Campsa. Fue fundador en 1943, junto con Juan Guerrero Ruiz, de la colección Adonais de poesía, y asumió las responsabilidades de secretario y crítico de la revista Ínsula desde 1946.
Adonais abre sus puertas con Poemas del toro, de Rafael Morales. A dicho título seguirían otros de Charles Péguy, Gerardo Diego, Muñoz Rojas, Dámaso Alonso, Robenbach, Vicente Gaos, Rafael Laffón, Verlaine, la propia Voz de la muerte de José Luis Cano, o textos de Whitman, Bousoño, Byron, Carmen Conde, Romero Murube o Eugenio de Nora, que dan idea del pluralismo de la empresa: «En esta colección -confirma Antonio Colinas-, la poesía social, el lirismo puro, los poetas de Cántico, los extranjeros, los nuevos valores, se le ofrecen al lector sin sectarismos. Es la poesía auténtica, sin más, la que late en la colección, al margen de encasillamientos tanto teóricos como dogmáticos».
En efecto, de Keats a Rimbaud; de Aleixandre a Hierro; de Montesinos a Ridruejo; de Shelley a Hölderlin; de Ricardo Molina a Pablo García Baena, pasean por su catálogo desde los primeros años de la colección. El primer premio con el nombre de Adonais se otorgó en 1947 al libro Alegría, de José Hierro, que supone el volumen XXXIX de la serie.
En realidad -apunta Antonio Hernández- es el primer premio Adonais si nos remitimos al argumento de las continuidades, ya que el compartido por Vicente Gaos, Alfonso Moreno y José Suárez Carreño en 1943, no da paso en años posteriores al relevo de la antorcha lírica encendida por Editorial Rialp para ofrecer un cauce competitivo a los poetas jóvenes, hasta hoy vigente.
Hernández llega a calificar a algunos poetas de la Generación del 50 como el «Grupo de Adonais». Fanny Rubio y José Luis Falcó valoran efusivamente los comienzos de la colección, aunque reseñan cómo a partir de los años sesenta, otras colecciones, como Collioure o El Bardo, irán desplazándola, aunque Adonais seguiría siendo «cantera de poetas»:
Entre sus antecedentes de posguerra –rememoran- estaban las ediciones La tentativa poética de Concha Méndez y Manuel Altolaguirre. Sin embargo, el verdadero antecedente de Adonais se encuentra en la colección Héroe, madrileña también y dirigida por los poetas editores mencionados. Fue en Héroe donde se imprimió el 22 de febrero de 1936 la Elegía a la muerte de John Keats, de Percy B. Shelley, titulado Adonais en la traducción de Altolaguirre.
La colección se funda en 1943 -escribe Antonio Guerrero en su excelente biografía del escritor algecireño que mereció el I Premio de Literatura de la Fundación que lleva su nombre-. Es José Luis Cano quien la concibe originariamente como idea y quien da los pasos necesarios para ponerla en marcha. Es absurdo que una ciudad como Madrid no tenga una sola colección dispuesta a acoger la obra de los jóvenes poetas españoles y, con esta idea, que le bulle en la cabeza desde hace algún tiempo, se encamina una vez más a Velingtonia, donde su amigo Vicente Aleixandre le brindará como siempre todo su apoyo. Aleixandre solo conoce a una persona capaz de hacer suya la idea de José Luis y luchar por ella: Juan Guerrero (cónsul general de la poesía), que es, además de amigo del poeta, propietario ya de una pequeña editorial: “Si consigues -le dice a Cano- unos 30 suscriptores, puedes darlo por hecho”. Y José Luis se pone manos a la obra.
Tuvieron que sortearse problemas con la censura de la época, tan pintorescos como el propio nombre de la colección, que proviene de poemas de Keats y de Shelley, pero según el funcionario del registro no podía aceptarse dicho nombre «porque Adonais es el nombre hebreo de Dios«. Lo que no deja de ser paradójico, casi 60 años más tarde, cuando se sigue la historia de esta colección y del premio del mismo nombre, que pasó a editar Rialp, una empresa vinculada con el Opus Dei. El primer libro publicado fue el ya mentado de Rafael Morales pero, como atina Antonio Guerrero, «la historia de la colección Adonais durante el tiempo que la dirigió Cano es la historia de la poesía española de aquellos años«: Brines, Valente, Hierro, Ricardo Molina, Claudio Rodríguez, Pablo García Baena… Pero «es también la memoria viva de autores extranjeros (Eliot, Pound, Pessoa…) a través de impecables traducciones«. Sin descuidar las antologías de 1953 y 1962, aparecidas bajo dicho sello y prologadas por Vicente Aleixandre.
Aunque José Luis Cano se desvinculó posteriormente de la colección, no dejó de tener influencia y peso en sus posteriores ediciones y en el premio que sigue convocándose. Así lo asevera Antonio Colinas:
Cano dejó más tarde la colección pero siguió teniendo autoridad lírica y moral para recuperar los libros ni siquiera seleccionados (pienso en mis Preludios a una noche total, entre otros), o sugerir en 1976 al jurado de 30 miembros del Premio de la Crítica, en unas fechas en que todavía daba coletazos a todos los niveles lo social, un libro nuevo y distinto como Sepulcro en Tarquinia.
Paralelamente a todo ello, el propio Cano traduce a Brooke, Potocki o Cocteau, demostrando un interés heterodoxo por la cultura, a escala mundial:
Al ver el repertorio de autores que en un momento u otro han despertado la complicidad de José Luis Cano, ya es posible vislumbrar la silueta que configura su labor intelectual -aprecia Alberto González Troyano-. Con esos nombres que él supo elegir, con esas obras que él dio a degustar -a veces de forma adelantada y profética-, se puede establecer el trenzado más vivo, liberal y sugestivo, de esos dos últimos siglos de cultura española, sobre los que él ha volcado básicamente su atención.
Alberto González Troyano rastrea los índices de algunos libros de ensayos. Por el de El escritor y su aventura (1966), desfilan Valera, Menéndez Pelayo, Emilia Pardo Bazán, Azorín, Valle Inclán, Baroja, Ortega, Goya, García Gómez, Cienfuegos, José Pizarro, Mariana Pineda, Julián Marías, Alfonso Reyes, Martí y Cansinos Assens. Pero también Stendhal, Luisa Labé, Shelley, Byron, Goethe, Lautréamont, Rimbaud, Joyce, Artaud, Malcolm Lowry y Proust, al tiempo que desvela «aspectos escasamente conocidos de la obra del marqués de Custine, de las relaciones entre Paulina García y Turguenev, de Keats, de Irving, de Tristán Corbiére, y mostrar cómo la imagen literaria de España ha latido tras muchas de sus producciones«.
El hecho de mirar hacia el mundo desde el panorama cerrado de aquellas décadas ya sería motivo suficiente para agradecer a José Luis Cano esos artículos -reconoce Aurora de Albornoz-, pero eso no es todo. Con frecuencia, a través de textos que pretenden ser primordialmente informativos, el autor nos brinda amplias informaciones bibliográficas que no han perdido hoy su utilidad.
La escritora asturiana, antes de destacar el esfuerzo por abordar la «literatura comparada» -que ella creía «tan poco común en España aun hoy«-, destaca otra aportación digna de ser destacada en la trayectoria crítica de Cano:
Conocedor profundo de los que se escribió sobre poesía -sobre todo francesa- en las primeras décadas del siglo, al tiempo que quiere poner al lector en contacto con una serie de creadores extranjeros, olvidados o poco leídos, pretende, muy sutilmente, llevar a ese lector posible hacia la obra de ciertos críticos españoles del pasado -totalmente borrados del mapa literario de las primeras décadas de posguerra- que si conocieron bien -a veces, tradujeron- las obras de Corbière, o de Lautréamont, o de tantos otros. (¿Intentaba Cano hacer que el lector comparase el alto nivel cultural de la España de ayer con el de la España de posguerra? Me inclinaría a pensar que sí.)
Leyendo los libros de Cano -acierta Manuel Alvar- uno ve que hay una España y una anti-España, pero no escindidas en un corte vertical, sino en sesgos horizontales. La España que heredó los grandes valores que, tan trabajosamente, iban labrando los hombres del siglo XVIII (fueran Cienfuegos o Goya, Jovellanos o Lista, Mor de Fuentes o Aranda) y la anti-España de la zafiedad y del medalaganismo (o algo peor). Y otra vez, vuelta a empezar, mientras Europa se nos va alejando y nosotros damos zancadas que nos dejan sin resuello.
Es el mismo telón de fondo de otra obra suya, Heterodoxos y prerrománticos (1974), con nombres tan sugestivos como Moratín, de nuevo Cienfuegos, Goya, Lista, Blanco White, Somoza o Quintana. Y en Españoles de dos siglos (1974), comparecerán Alcalá Galiano, Estébanez Calderón, otra vez Valera, Ganivet, Manuel Reina, Rubén Darío, Antonio Machado, Juan Ramón, Azaña, León Felipe o Francisco Ayala. Eran libros, como él mismo los definía, «variopintos». Como «variopinto y quizá caprichoso», define también su Historia y poesía (1992), en donde se aproxima a Arnault, Juan Antonio Llorente, Verlaine, Rubén de nuevo, Francisca Sánchez, Bécquer y Ofelia, Augusto Ferrán, Alejandro Sawa, Unamuno, Manuel Machado, Azorín, Cernuda, Bruno Portillo, revisitados Juan Ramón y Antonio Machado, Ortega, Emilio Prados, García Lorca, Juan Rejano e incluso una curiosa «divagación sobre la pereza andaluza«, a la que relaciona con un sin número de testimonios poéticos. En ese mismo contexto, cabe situar su excelente obra La España de Bonafoux (1990), en la que explora la peripecia vital de este periodista satírico y amigo de polémicas, entre 1900 y 1920.
Diferente tono, con acento de homenaje, tiene la edición de Vicente Aleixandre, el escritor y la crítica (1977), en que se centra monográficamente sobre el inminente Premio Nobel, reuniendo textos de JRJ, Dámaso Alonso, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Carlos Bousoño, José María Valverde, José Olivio Jiménez, Ricardo Gullón, Mauricio Molho, Carlos Barral, Concha Zardoya, José Ángel Valente, Gabrieli Morelli, Vicente Gaos, Darío Puccini, Manuel Alvar, Leopoldo de Luis, Pere Gimferrer y Guillermo Carnero. En su introducción, brinda Cano el testimonio de la experiencia amiga:
Como he seguido año tras año su labor, mi sorpresa y mi asombro han sido constantes al contemplar a un Aleixandre superándose en cada libro, ensanchando cada vez más el ámbito y la materia de su poesía, renovando su técnica y su clima, pasando del surrealismo al realismo, del paraíso a la historia, del yo al tú y al ellos, del compromiso a la meditación, del monólogo alucinado a los diálogos del conocimiento. La mirada del poeta y su técnica pueden cambiar, pero el poeta es el de siempre.
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