José Luis Cano, el corresponsal del 27 (IV)
En 1975, José Luis Cano publica su monografía sobre Antonio Machado, que no pretende ser «erudita, ni menos definitiva o exhaustiva«, sino solo «contar con sencillez la aventura vital«. Es el mismo propósito que había seguido mucho antes, en 1962, con su iniciática biografía de Federico García Lorca:
Durante mucho tiempo -explicaba Cano- mi pluma se resistía a evocar una existencia que tuvo mucho de mágica, y cuyo resplandor parece alcanzarnos todavía hoy. El propósito de evocar su vida se me antojaba un sacrilegio, algo como intentar iluminar a un ser que era la lumbre misma. ¿Cómo dar, en efecto, una imagen siquiera aproximada de aquel ser extraordinario, tan rico de vida y juventud, de goce y alegría, que derramaba generosamente a manos llenas, tal un dios a quien sobran gloria y poder? Para quien tuvo el don de conocerle y de escucharle, difícilmente una semblanza escrita de Federico puede iluminar su recuerdo.
Cano, sin embargo, iluminó numerosas zonas oscuras de la literatura española, ensombrecidas por la estética de la dictadura. Sin descuidar las referencias a la Poesía española del siglo XX (1960) o La poesía de la generación del 27 (1970), Antología de poetas andaluces contemporáneos (1967) y El tema de España en la poesía española contemporánea (1979).
Pero paralelamente a todo lo anterior -alerta Alberto González Troyano- figura la misión desempeñada por José Luis Cano como secretario y director de la revista Ínsula. Desde los primeros años difíciles de la posguerra española, Ínsula, a través de la orientación de José Luis Cano, es la única plataforma que permitía la expresión de aquellas voces condenadas explícitamente por el régimen al olvido y el silencio. Desde ella, se desvelaron por primera vez las nuevas generaciones, los nombres prohibidos y se tendió un puente hacia el pensamiento del exilio.
Una revista y una colección poética. De su historia, también queda rastro en una abundante correspondencia, en la que destacan numerosos testimonios epistolares de Luis Cernuda y de otros escritores del exilio. Aquilino Duque sostiene que Ínsula y Adonais son los dos pilares del monumento que se merece José Luis Cano.
Cuando en 1943 fundó Enrique Canito una pequeña librería en la calle del Carmen con el título de Ínsula y, tres años más tarde, en 1946, la revista del mismo nombre, pensaba acaso en un símbolo: el de una isla literaria en medio del casi desierto cultural de los primeros años de la posguerra, con buena parte de nuestros mejores poetas y escritores en el exilio.
Corría el mes de enero de 1946. La librería de Enrique Canito estaba situada en el nº 9 de la calle del Carmen. Quienes la conocieron recuerdan que allí podía encontrarse, en aquella turbia posguerra, libros de procedencia francesa o anglosajona, cuya obtención por otros medios resultaba sumamente difícil:
Había también una editorial, un centro exportador e importador de libros, y una tertulia fija -recuerda Carlos Álvarez-Ude, redactor jefe de dicha publicación-. El primer libro publicado en la colección de poesía fue Ocnos, de Cernuda, al que siguieron otros de Blas de Otero, Pedro Salinas, Jorge Guillén… Había también un premio de narrativa.
Enrique Canito evocaba así los primeros tiempos de Ínsula:
Yo no comprendía una librería que se dedicara sólo a vender libros. De esas las había, si no en abundancia, sí bastante buenas en aquella década del cuarenta. Yo pensaba que la obligación del libro era la de crear una atmósfera favorable en torno al libro, un mero catálogo no me bastaba para esto, era preciso algo más, era preciso (…) una especie de nueva y vaga Universitas, en la que gente amantes de comunicar su saber se reunieran con gentes amantes de saber, y por ellos amantes del libro en su doble dimensión: libro instrumento y libro de amena lectura, y en este aluvión de letra impresa una especie de guía, en este laberinto –déjame cursilear- un hilo de Ariadna. Una librería en Madrid serviría, claro es, a un número de amigos y clientes, pero madrileños o en Madrid radicados. Esa Universitas que se fraguaba en mi cabeza iría a buscar fuera de la localidad, en las más apartadas regiones y lugares de nuestro país y del mundo, a la multitud dispersas de los que necesitan el libro para su deleite o para su estudio. Esto, traducido a la lengua de este mundo concreto, no era ni más ni menos que una revista.
Bajo la tutela de Enrique Canito, la revista Ínsula tuvo una importancia considerable en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, por más que personalidades literarias como Jaime Gil de Biedma o Camilo José Cela cargaran las tintas respectivamente contra dicha publicación —»Insulsa», le llamó el autor de Las personas del verbo—, o contra su director —»el peor poeta de la literatura española», le desairó el autor de Pascual Duarte—.
He perdido la memoria de cuántos años he dirigido Ínsula —relataba José Luis Cano—. Enrique Canito, que era discípulo de Pedro Salinas, tenía una librería en la calle del Carmen, que daba bastante dinero, así que le sugerí la creación de una revista, liberal y nada oficial, de la que fui secretario primero y director después.
Y proseguía: «Nos nutríamos de los artículos de nuestros amigos, muchos de los cuales frecuentaban la tertulia literaria de la librería, y eran además asiduos de Velintonia, la casa de Vicente Aleixandre, que fue siempre nuestro mentor«.
«La verdad es que yo no tenía demasiada idea de lo que era confeccionar una revista cuando preparamos el primer número, así que me metí dos días en la imprenta que lo hacía, que estaba cerca de donde yo vivía. Fue un número bastante decente«.
Pero no tardaron en surgir inconveniencias:
Y claro, pronto comenzaron los problemas con la censura, que fue siempre nuestro principal escollo, pese a que Ínsula era una revista puramente literaria. Cuando la censura secuestró y suspendió la publicación, fui a casa de Vicente Aleixandre, para comunicarle lo ocurrido. “Son unos cabrones”, exclamó él, que era tan exquisito siempre…
Hubo más encontronazos, según relataba el propio José Luis Cano:
El Ministerio de Información juzgó que era una revista peligrosa por su talante liberal y orteguiano. ¡Terrible delito! La verdad es que Ínsula era sólo una revista literaria que no representaba ningún peligro para el sistema. Pero lo que molestaba a éste era la independencia de la revista, que le llevaba a hablar de los grandes escritores españoles del exilio, de Juan Ramón a Guillén y Salinas, de Américo Castro a Cernuda o a Moreno Villa, de Max Aub a Emilio Prados. Todo le parecía peligroso a la censura: desde la palabra seno, que prohibió en un poema de Aleixandre, hasta un cuento de Cortázar, en el que los protagonistas, una pareja de color, ligaba en el metro y luego se iba a hacer el amor en el apartamento de ella. Siempre había un pretexto para que el censor de turno mutilase la revista, y en 1955, con motivo de haber consagrado un número a Ortega a raíz de su muerte, Ínsula fue castigada con una suspensión de un año.
Enrique Canito y él mantuvieron en años en que resultaba muy difícil lograrlo una revista abierta y liberal, una revista en que las literaturas de otros idiomas peninsulares, y no sólo del español, encontraban albergue y difusión. La pugna de Ínsula con la censura fue constante hasta que el mezquino enemigo desapareció de la vida española. Y en esa pugna, Canito y Cano nunca cedieron. He repasado los números de la publicación correspondientes a sus primeros años y encuentro en ello todo lo que entonces valía la pena de ser tenido en cuenta.
Aparte del valor literario de sus colaboraciones, esos números constituyen un documento de primer orden para el conocimiento de lo que fue la cultura española bajo el franquismo, opinaba Ricardo Gullón.
Claro que entre Cano y Canito hubo sus distingos: «¿Que te hubiese gustado publicar en Ínsula mi trabajo sobre Gide? —le pregunta Luis Cernuda a José Luis Cano en una carta de septiembre de 1951—. Pero hijo mío, ¿y Canito? ¿No lo hubiera encontrado demasiado largo e inmoral?«.
De la incidencia de la poesía social, a su declive, de la importancia de Góngora, que ya no era el Dios del 27, de todos los acontecimientos literarios de su tiempo, se hizo eco una revista en la que Cano no tuvo empacho en publicar pros y contras sobre las mismas cuestiones, ya fueran firmados por Juan Goytisolo o por Guillermo de Torre. A todo ello, hay que sumar excelentes traducciones y reseñas, o un homenaje a Rafael Alberti.
La dedicación del autor a la revista es absorbente —apunta Antonio Guerrero—: lee poemas y artículos, los selecciona, contesta la abundante correspondencia que Ínsula recibe diariamente a vuelta de correo, cuida el diseño… El propio Cano nos confiesa que todo el contenido de la segunda página de la revista, que tenía el nombre de La flecha en el tiempo, y que aparecía sin autor, lo redactaba él mismo.
En 1962, se incorpora al equipo de la revista Antonio Núñez y en 1973 lo hizo Carlos Álvarez Ude. En 1982, por motivos de salud, Enrique Canito dejó la dirección: «Sin él, esta Ínsula que ya no es isla, no hubiese existido«, reconoce José Luis Cano.
En 1983, la propiedad legal de la revista fue adquirida por Espasa-Calpe y se intenta una renovación interna que le permita ser competitiva con las nuevas revistas literarias que van apareciendo.
En 1988, José Luis Cano deja la dirección de Ínsula, en cuyo cargo es sustituido por Víctor García de la Concha, aunque se le concede su presidencia, como un título honorífico que nunca satisfizo al escritor algecireño.
En los últimos años —analiza José Luna Borge— la revista se había convertido en una plataforma cultural dinámica, abierta y de variado registro, abarcando un espectro social amplio y heterogéneo que podría ser delimitado entre el simple aficionado y la especialidad del departamento universitario. La gama que media entre ambos extremos es la que confería a Ínsula la riqueza y dinamismo a que antes aludíamos.
«Con el cambio en la dirección —añadió—, Ínsula también cambió. Ahora se trata de una revista dirigida especialmente a un único tipo de lector, el especialista universitario y el hispanista extranjero; se ha convertido en una revista netamente profesoral«.
Frente a dicha opinión, Víctor García de la Concha explicaba en ABC Cultural que «somos en la actualidad la primera revista del hispanismo mundial, con presencia en más de dos mil centros universitarios de todo el mundo que se mantienen intercomunicados a través de Ínsula. Y apostamos por la creación y la investigación más joven«.
«Pero quiero destacar —añadía— que fueron Canito y Cano quienes protagonizan las mejores páginas de la revista«.
Hasta su fallecimiento, diez años después, José Luis Cano mantuvo relaciones con Algeciras. Tras su matrimonio, veraneó durante algunos años en su casa familiar de la calle Ancha, participando en varias ediciones de la Feria del Libro local, al tiempo que colaboró en varias ocasiones con la revista Bahía, que le rendiría homenaje reuniendo textos de 41 poetas en 1991. Antes, en 1988, el Ayuntamiento de Algeciras dio los primeros pasos para la creación de una fundación municipal de cultura que lleva su nombre y que se inauguró oficialmente el día 23 de febrero de 1990:
La satisfacción que siento por el nacimiento de esta Fundación colma la alegría que todo movimiento de cultura me inspira. Y si ese brote cultural nace y crece en Algeciras, mi pueblo, el goce es mayor -dijo al agradecer tales honores-. La Algeciras que yo conocí en mis años adolescentes era una ciudad más bien indolente y poco preocupada por la cultura. Creo que entonces apenas si tenía una sola librería, acercándose al dicho que oí más de una vez sobre Málaga: la ciudad de las mil tabernas y ninguna librería, lo que era una típica exageración andaluza.
Hoy -concluyó José Luis Cano entonces- podemos decir que el Ayuntamiento de Algeciras muestra impulsos de cultura cada vez más crecientes. Y ese amor al libro, a las letras y a las artes, a la educación y a la cultura en suma, nos permiten ser optimistas, y contemplar nuestra ciudad como una ciudad nada indolente, sino cultivada y ávida de saber, como tantas otras de la Andalucía democrática de hoy, tan distinta de la Andalucía de ayer.
Su infancia y juventud algecireñas volverían a aparecer en Los Cuadernos de Adrián Dale (Memorias y Relecturas), colección de textos del propio Cano, en torno a episodios literarios universales -sus amigos del 27, Gide o Mann, por poner casos diversos- y diferentes apuntes biográficos, algunos ya conocidos y otros por descubrir:
No son exactamente unas memorias de infancia y juventud de José Luis Cano -que tanto él como la literatura española hace tiempo que se las mercen-, sino un conjunto más o menos disperso de textos breves surgidos al calor de aquellos años de su juventud malagueña. Pero la discreción de Cano es ya tan implacable como su generosidad, un extraño elemento de su más íntima personalidad que le impide siempre ocupar su verdadero puesto.
Siguió manteniendo su afición por las tertulias, respaldando a jóvenes valores como el escritor Alejandro Sanz, que ejerció como secretario suyo en la del Café del Prado, durante los últimos años de su vida. En 1997, en Córdoba, José Luis Cano recibirá el Premio Luis de Góngora de las Letras Andaluzas, que coronaba su larga trayectoria literaria. Ya por entonces, el Alzheimer le jugaba malas pasadas, pero no le impidió acercarse por última vez hasta esta comarca, durante ese mismo verano, para participar en los Cursos de San Roque.
Fallecido en Madrid en 1999, en abril del año siguiente la Fundación Municipal de Cultura José Luis Cano alcanzó un acuerdo con la familia del escritor algecireño para editar la obra completa del autor, al que ahora y con motivo de su centenario -prácticamente olvidado más allá de su ciudad natal- se pretende reivindicar a través de un congreso en torno a su figura, que si las elecciones municipales no dicen lo contrario, se celebrará el próximo otoño.
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