José Luis Cano, el corresponsal del 27 (II)
Tras su vuelta a Madrid, el corresponsal del 27 se establece en la capital española. Ya antes de la guerra, Emilio Prados le había puesto en relación directa con Vicente Aleixandre y frecuentaría, desde entonces, su domicilio en Madrid. Hasta allí volvería, cada domingo, a mantener largas tertulias y a perfeccionar sus armas literarias, que había velado ya en Málaga con poemas en verso libre en los que se apreciaba la influencia de García Lorca, de Juan Ramón Jiménez y del surrealismo.
“Desde el día siguiente a la terminación de la Guerra Civil española –escribe Cano-, fue Aleixandre, y sigue siendo para muchos de los jóvenes poetas que a él se acercan, un constante estímulo, y en no pocos casos una compañía alentadora y una amistad sin fallos. A medida que su obra poética crecía en hondura y belleza, engrosaba también la rumorosa y juvenil peregrinación a Velingtonia, 3, la casa del poeta en el Parque Metropolitano, fronteriza de la ciudad universitaria madrileña. La misma casa a la que, hace cuarenta años, acudió por primera vez un joven poeta casi desconocido, Miguel Hernández, atraído por la lectura de La destrucción o el amor, que acaba de publicarse (1935)”.
Entre conversación y conversación con Aleixandre, Cano iría reuniendo sus Sonetos de la Bahía. Él siempre creyó que su querencia hacia el soneto, en aquella etapa, se encuentra relacionada con el auge de dicho metro antes de iniciarse la contienda civil. Fue entonces cuando Miguel Hernández publicó El rayo que no cesa, cuando Luis Rosales imprime Abril y Germán Bleigberg, sus Sonetos amorosos, en la colección Héroe, que dirigió otro poeta malagueño llamado Manuel Altolaguirre.
“Casi todos los libros de esa colección eran de sonetos. Rosa Chacel publica sonetos, Juan Panero, Luis Felipe Vivanco… Celaya contaba que Federico le dijo, una vez, en la Residencia de Estudiantes: “Tienes que escribir sonetos, tienes que volver a la forma”. Y entonces, empecé a escribirlos. Realmente se me impusieron. La forma se me impuso y esos sonetos, todos, están inspirados en la bahía. Otro libro, después, que se llama Voz de la muerte, recuerda, en cambio, aunque no hable para nada de ello, la etapa mía de la cárcel. Yo le enseñaba los sonetos a Vicente. Me decía: “Este está bien, éste mal”. Por fin, el libro salió en el año 42. La publicación me costó quinientas pesetas. El precio incluía quinientos ejemplares, papel e imprenta. Yo no era conocido y tuve que pagarme la edición. Casi todos los libros, los regalé. Vine a Algeciras, le dejé seis ejemplares al librero que había cerca de la Plaza Alta. Ya no sé si dicho establecimiento existe aún. Y al año siguiente, volví a ver qué había vendido y no había vendido ni uno. Es increíble cómo tratándose de un libro dedicado totalmente a la bahía, no hubo ningún algecireño curioso que quisiera verlo”.
Los Sonetos de la Bahía llevarán prólogo del propio Vicente Aleixandre, quien en sus primeros párrafos describe la realidad de dicho territorio:
“José Luis Cano nació en Andalucía la Baja, en ese punto de la costa donde los dos mares sin tregua se embisten y funden. Su bahía en invierno es fosca, brumosa: las ráfagas del Atlántico pueden más y un cielo aborrascado, en muchas horas de los lentos meses, da, más que plata, ceniza a este borde de la inimaginable tierra andaluza. Pero en el verano, y aun desde el comienzo de la primavera, la bahía es dorada, encendida, bajo un cielo ascendido a su radiante inmovilidad. Ha podido más el Mediterráneo, añil y desplegado, con sus hermosas espumas donde se quiebra el sol entre un lujoso crujir de oro instantáneo y una risueña felicidad de azules”.
El libro recibe una treintena de reseñas, lo que no es poco para su tiempo. Entre ellas, aparece una de Dámaso Alonso:
“Con mínima materia, con la paleta más reducida, ha compuesto José Luis Cano su libro de sonetos. Ninguna elevación áspera de la voz. El lector resbala por un paisaje elemental. La voz es nueva, muy matinal y temblorosa: del día recién lavado de la primera creación. Y esta voz nueva, ¡qué bien casa con toda la tradición musical de la mejor, de la universal Andalucía! No es el tostado Góngora; es Herrera el más fino, el peor comprendido Herrera, lo que evoco, y luego Bécquer, y luego Juan Ramón Jiménez. Es de ese dulcísimo, de ese inextinguible fuego andaluz, de donde a Cano se le inflama sedeño el endecasílabo; es de ese día virginal de donde le viene la entreluz de ligerísima miel cernida que palpita en el aire de su soneto, y es de esa fuente de melancolía el dulcecillo amargor que en los labios nos deja.»
Queda patente, en los Sonetos de la Bahía, el peso de una herencia literaria y política, en una secuencia que media desde los ilustrados y románticos, propios o ajenos, a un liberalismo cotidiano, donde no irrumpe ningún sesgo totalitario. No en balde, los primeros poemas, los cuatro sonetos al Peñón, se encuentran dedicados «a la memoria de José Cadalso, caído en el sitio de Gibraltar el día 28 de febrero de 1782«. Cierto que por tal suceso no hay otro mejor destinatario para versos de semejante asunto. Pero no hay que olvidar que Cadalso no es sólo un mártir laico de los asedios a la Roca, sino uno de los poetas preferidos, por ejemplo, de su admirado Manuel Altolaguirre.
Cuando José Luis Cano encara el paisaje de Gibraltar y de la bahía para sus célebres sonetos, debe conocer de sobra la existencia de precedentes inmediatos, como las menciones de Villalón en sus Romances del 800, poblados de contrabandistas, o el Nocturno en la Bahía, que firmó en Algeciras, a 7 de enero de 1925, su buen amigo Emilio Prados, incluido en su libro Tiempo: «El cielo cierra sus conchas…/ (Tembloroso y sin estrellas/ funde el mar toda la sombra…)«.
En cierta medida, los sonetos no suponen sólo un reflejo indirecto del paisaje que rodeaba a sus trabajos forzados en los albores en la Guerra Civil, sino de la memoria sentimental que desde antiguo unía a los campogibraltareños con la colonia inglesa: «Yo tenía mucha relación con el Peñón porque mi madre me llevaba siendo niño, casi todas las tardes, a merendar allí, en un salón de té. Ibamos a los indios, a comprar. Había, luego, una total tolerancia a pasar contrabando: me metía, en los calcetines, chocolatinas«.
Un dibujo —que se atribuye a su propio puño— descuella en la portada del primer libro de Cano: un rostro entrevisto, presumiblemente femenino, contrasta con una barca varada en la arena y el horizonte, con un sol infantil que le corona. La obra se encuentra dedicada «a Yaya mi pobre amor del Rinconcillo«. A su vez, Yaya da título al penúltimo poema de la tercera parte del libro y las iniciales de su nombre —MPD, Mari Pepa Díez, «que ya habrá olvidado»— aparecen en la dedicatoria del soneto La novia embriagada, que también figura en dicha sección. Hay otras dedicatorias, sin embargo. El soneto noveno, por ejemplo, lo dedica Cano a la escritora Carmen Bravo Villasante: «Fuimos compañeros de Letras en el año 41. Era la única chica de la promoción, de la que todos estábamos enamorados porque era preciosa«.
La muerte, que se consagrará en el título de su segundo libro de poemas, es la protagonista de los últimos diez sonetos de la Bahía, dedicados esta vez al escritor Carlos Rodríguez Spiteri, a quien presumiblemente conoció en Málaga. Según Blecua, en los sonetos de José Luis Cano, «la presencia del sentimiento amoroso era inevitable, y no sólo por tradición secular, sino por la juventud del poeta«.
Un año después, en 1943, aparecen las primeras entregas de Adonais, la colección que dirige José Luis Cano y en la que aparecieron otros libros de sonetos, como los Poemas del Toro de Rafael Morales. Pero él no reincidió, salvo doce años más tarde, con cuatro sonetos dedicados a su hija Teresa. Quizá estaba siguiendo el consejo de su mentor y amigo Vicente Aleixandre:
«Ese primer libro de sonetos, está muy bien, pero tú debes seguir tu camino del verso libre«.
El propio José Manuel Blecua, junto con algún que otro comentarista, considera el libro Voz de la muerte (1944), cuyos primeros poemas fueron escritos en esta misma etapa, como una segunda parte de los Sonetos…, aunque les reprocha «una cierta obsesión neorromántica por la muerte«, o la soledad, como tema constante en la poesía española.
«Puesto que se trata de una poesía juvenil —comenta—, no es extraño que en lo hondo se perciban ecos que van de Bécquer a Cernuda, pasando por Aleixandre, siempre tan admirado por José Luis«.
El conjunto de este segundo libro está dedicado a la que habría de ser su esposa, María Teresa: «Me alegra mucho saber que te vas a casar —le escribirá Cernuda, desde Estados Unidos, en enero de 1949—. ¿Cuándo es la boda? Enhorabuena». «Ya veo que eres todo un padre de familia«, le bromeará dos años más tarde en una carta que fecha en México. Pero la primera parte de esta obra, la dedica Cano a Vicente Aleixandre, y la segunda, a Bernabé Fernández Canivell, con el poema Pájaro solitario, que brinda a Rafael Ferreres. Por fin, la tercera parte le es ofrecida a José Antonio Muñoz Rojas.
Este libro, según explica el propio Cano, «recuerda, en cambio, aunque no hable para nada de ello, la etapa mía de la cárcel». Pero no sólo la cárcel, sino la muerte y la guerra forman parte de la urdimbre de esta obra a la que da título un poema en asonante que incluye, entre sus párrafos, los versos que siguen: «Los bellos ojos de la cobra/ que miran indolentemente/ ese cuerpo que el tigre devora/ en medio de la selva ardiente./ La saliva que se arrastra con odio/ por ese labio sin destino,/ como un río que busca sin prisa/ el ávido mar infinito«.
He ahí sus primeros pasos como poeta. Luego, fueron sucediéndose Las alas perseguidas (1945), Otoño en Málaga y otros poemas (1954), Luz del tiempo (1962), así como Poemas crepusculares, Poemas para Susana y Retratos y evocaciones, que incluirá en la tercera ediciónde sus Poesías completas (1942-1984), impresas por Plaza & Janés en sus Selecciones de Poesía Española. Es en ese último año cuando Cano da por concluida su obra lírica, que había sido reunida anteriormente en su Poesía. 1942-1962.
Esta nueva edición —menciona José Luis Cano en una nota previa a las Poesías completas que fecha a 2 de junio de 1985— reproduce íntegro el texto de las anteriores, pero añade una modesta novedad, lo que podría llamar una coda crepuscular de mi obra poética: unos pocos poemas —36 en total— que he ido escribiendo a lo largo de los últimos y antiúltimos años: poemas de amor y de amistad, y algunos sobre la vejez y el deterioro de la aventura, ya luenga, de mi existencia. Cierro así mi ciclo poético, largo en años —mis primeros poemas los escribí en 1930 en Málaga—, parco en frutos.
Pero, posteriormente, en 1991, aparecen impresos unos Poemas olvidados, con una introducción de Manuel Alvar, quien aseguraba que José Luis Cano era lo que había descubierto en sus versos: «pulcritud, serenidad, sencillez«.
Si en la vida literaria española, desde hace medio siglo, José Luis Cano representa una de las experiencias más fecundas del ensayo y, frente a las trabas del franquismo hacia la cultura liberal, ha tenido la tenacidad de ser uno de sus más conspicuos paladines, también es cierto que su amplia tarea como crítico, profesor y conferenciante le ha mantenido más atento a las poéticas de otros autores que al ensimismamiento creativo en su propia lírica.
Así opina Juan Carlos Jurado, quien formula un breve acercamiento a su obra lírica: “Además de los exquisitos y neorrománticos sonetos primeros, es posible apreciar un tono emotivo cercano al simbolismo visionario en Voz de la muerte (1940-1944); como también la influencia de, por ejemplo, Aleixandre y Cernuda, en cierta cosmovisión y metáforas de Luz del tiempo (1962); en Poemas crepusculares y Poemas para Susana se revela una estética paralela a la denominada poesía cotidiana y de la experiencia.
Oreste Macrí, en Poesía spagnola del 900 considerará a Cano como «uno de los poetas más dotados de aquellos años», en referencia a la primera posguerra y en un contexto en el que iban a aparecer dos títulos sustanciales de la literatura española del siglo XX, Hijos dela ira, de Dámaso Alonso, y Sombra del paraíso, de Vicente Aleixandre. Como poeta, a Cano se le relaciona con la llamada Generación de 1936, en la que Pedro de Lorenzo advierte tres promociones. A él se le incluye entre los componentes de la promoción segunda, nacidos entre 1911 y 1920, que también recogerá a Ridruejo o a García Nieto, con el lema de «La creación como patriotismo». Guillermo de la Torre había negado, en 1945, la existencia de una Generación del 36. En las páginas de Insula, Cano incluirá una encuesta sobre el parecer de diversos escritores, entre quienes figura Gerardo Diego: «No… No creo en la generación del 36. Aparte Miguel Hernández. Aparte Celaya… Cada uno a lo suyo».
Fanny Rubio y José Luis Falcó acotan dicha respuesta: “Tiene Diego razones argumentales para reaccionar contra el tópico de 1936. Ni siquiera la historia repartió igual suerte para unos y otros. Prescindiendo de la continuidad del grupo, basándonos únicamente en la aureola clasicista que rodeó sus primeras publicaciones, esta denominación de generación de 1936 sirvió como punto de partida al superabundante periodo garcilasista de los años cuarenta”.
Mucho más atinado que el criterio de Pedro de Lorenzo, parece, a primera vista, el de Pilar Gómez Debate, que intenta aproximarse a los poetas que escriben en los años cuarenta y cincuenta, bien en España o en el exilio. Entre los primeros, cita inmediatamente a José Luis Cano, con Juan Alcaide, Juan Ruiz Peña, Leopoldo de Luis, Carmen Conde, Ildefonso Manuel Gil, o Francisco Pino. Entre los segundos, Juan Gil-Albert, Arturo Serrano-Plaja y Juan Rejano.
Si ha de buscarse —explica— un punto común entre todos estos poetas de distintas edades y de posiciones religiosas muy divergentes, además de enemigos políticos en muchos casos, es el de haber prestado una atención a la lección de Antonio Machado, que aunque difiera en la época del estilo machadiano que refleja, coincide en seguir la poética de Juan de Mairena al buscar la sencillez de la cotidiano como fuente de inspiración, además de la autocontemplación del sentimiento y la transparencia del lenguaje.
A Cano, lo encuadra entre «quienes toman del magisterio machadiano lo más afín con el simbolismo —las cadencias más modernistas, el hastío unido a un lirismo elegante, el panteísmo vago— y lo alían a otro tipo de influencias —también, en último caso procedentes del simbolismo francés— como la de Vicente Aleixandre«.
Junto a su probada amistad con este último, a Cano, como a numerosos autores de su momento y de posteriores etapas de la lírica española, le influiría decisivamente la aparición de Sombra del paraíso. Leopoldo de Luis —en su edición de La poesía de Vicente Aleixandre, Madrid, Gredos 1956—, reseña precisamente la semblanza crítica que Cano formula en torno al libro del futuro Nobel: José Luis Cano —advierte— pone mayor énfasis en la nostalgia, esto es: en el sentimiento de una juventud perdida, de un paraíso hermoso del que ya no se goza, de un amor triste y serenamente cantado. Abonan el juicio de Cano unas declaraciones del poeta, hechas por los años cuarenta, en las que se habla de “un edén que se recuerda sin saberlo, habitado idealmente”.
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