José Luis Cano, el corresponsal del 27 (I)
A finales de año, el próximo 28 de diciembre de 2011, se cumplirá el primer centenario del nacimiento de José Luis Cano, poeta, crítico y el puente indispensable entre los poetas exiliados de la Generación del 27 y la España totalitaria de la que tuvieron que huir. Nacido en Algeciras y fallecido en Madrid en 1999, su obra y su figura parecen adentrarse en ese desapacible olvido que rodea a todos aquellos que suelen practicar el arte de la sensatez y no el de la estridencia.
Hoy por hoy, sus libros, atesorados en el Centro de la Generación del 27 de Málaga y la Fundación de Cultura a la que dio nombre en su ciudad natal y que ha reeditado algunas de sus obras, suponen los últimos baluartes para la conservación de su memoria.
Entre el ensayo y la creación poética, con algunas prosas de corte memorial, se movió su obra. Su peripecia vital le puso en relación, desde muy pronto, con buena parte de la generación del 27, desde Federico García Lorca a Luis Cernuda y, sobre todo, Emilio Prados o Vicente Aleixandre. Pero la patria geográfica de José Luis Cano —la literaria es universal— discurre inicialmente entre Algeciras y Málaga, las poblaciones donde emergen los primeros años de su vida.
En un homenaje que le tributó la revista El Cuervo, el poeta Claudio Rodríguez llega incluso a llamarle malagueño, pero escribe a continuación: “Estoy recordando cómo vivía el paisaje castellano, tan distinto al de Algeciras, su ciudad natal, y sobre todo al de Fuengirola (…) Muchas veces podía acercarme a la fuerza del amor, a la delicadeza ferviente que acompañaba a José Luis: “Tú mi locura yo el enajenado”, entre las escamas de la piedra y las finas bóvedas como un oleaje, como si en la Casa de las Conchas se oyera el sonido, la música de su mar”.
Hijo de un militar, sus primeros años transcurrirán en su ciudad natal, en una vivienda de la calle Ancha que ahora le sigue conmemorando. Educado en el colegio de Cayo Salvadores. El padre de Cano será trasladado a Valencia como coronel del Regimiento de Mallorca, aunque pronto volverá al sur, estableciéndose en Málaga como gobernador militar de dicha plaza, allá por 1924.
Entre el fútbol y el amor adolescente —María Pepa Díez, Yaya, su novia de la playa algecireña de Los Ladrillos a la que rendirá tributo literario—, transcurren los años jóvenes de José Luis Cano, quien siempre mantendrá relaciones con Algeciras, a pesar de las pésimas comunicaciones y gracias a la presencia de su abuela, mamá Mercedes: «Era una andaluza cariñosísima y alegre, que adoraba a sus hijos, a mi padre y a sus nietos. Su muerte, en la casa de la Calle Ancha, fue la primera muerte que presencié y a pesar de lo que yo la quería, el subconsciente infantil hizo quizás que la olvidara de pronto», evocaba él.
En algún que otro momento, José Luis Cano ha recordado el largo periplo que suponía el camino entre Algeciras y la capital malagueña, incluyendo el cauce del río Guadiaro, que había que vadear en balsa: «Los millones de turistas que acuden cada verano a la malagueña Costa del Sol no pueden imaginarse lo que era esa costa, hoy famosa en el mundo, allá por los años mil novecientos veintitantos, en que yo, siendo niño, la recorría por primera vez«, evoca en sus Memorias malagueñas.
Era entonces —prosigue— un lugar tranquilo y olvidado en el sur de España y mucho más bello que hoy. Los pocos pueblos que jalonaban la costa —que aún no se llamaba Costa del Sol— eran humildes pueblecillos de pescadores, cuya única riqueza —aparte la modesta pesca— era la blancura deslumbrante de la cal, que moldeaba, tan sólidamente como el mármol, las fachadas de las casitas de un solo piso alineadas a lo largo de las calles llenas de sol… Cuando evoco mi primer viaje por la costa —tenía yo apenas doce años—, hacia 1924, con mi padre y mis hermanos, en un viejo y destartalado Ford que tardaba unas cinco horas en recorrer la rudimentaria carretera que llevaba de Málaga a Algeciras —más del doble de lo que tarda hoy el más modesto coche— recuerdo siempre que, más allá de Estepona, donde solíamos hacer una parada para comer, la carretera se adentraba en el interior, y pasaba por el pueblecito de San Enrique de Guadiaro.
Había que cruzar el río de este nombre, pero no existía aún el magnífico puente de hierro que se construyó pocos años después, y por el cual ya no se pasa hoy. No había otra solución para cruzar el río que una gran balsa de madera en la que se introducía el coche, y con la ayuda de unas cuerdas que flanqueaban la balsa, ésta podía llegar a la otra orilla. Recuerdo que había que bajarse del viejo Ford para tirar de la cuerda, y los niños sobre todo nos jaleábamos al tirar de ella como los pescadores al sacar el copo al amanecer en las playas de la costa.
Espectáculo, por cierto, que no se perdía nunca Rubén Darío cuando, 20 años antes, en 1904, pasó unas semanas en Málaga con su compañera Francisca Sánchez. El sistema de la balsa no podía ser más primitivo, pero para nosotros los niños era lo más apasionante del viaje, como una aventura en la selva desconocida que nos recordaba las novelas de Salgari.
Entre los primeros amigos malagueños de José Luis Cano, destacan Darío Carmona, que llegó a ser secretario de Pablo Neruda, y Tomás García, que fue diputado comunista. En Málaga, estudió el bachillerato y escribió sus primeros versos, «que rompí muy pronto porque eran muy parecidos a los de García Lorca». Sobre todo, cuando tuvo la ocasión de conocer, breve pero personalmente, al célebre poeta granadino:
“Miro hacia atrás, y me veo, en 1930, estudiante en Málaga, acompañando a Federico -¿hay otro Federico en la poesía española?-, y a Emilio Prados para dar una vuelta por la plaza dela Merced, y contemplar, una vez más, el monumento a Torrijos y sus compañeros, fusilados en las playas de Málaga por su amor a la libertad. Y allí, en la bella plaza romántica, nos acompaña la sombra viva de Picasso: su vida y su arte unidos siempre a la libertad y a la poesía -¿hay una pintura más poética que la suya?-. Ya conocía a Emilio Prados. Mi amistad con Emilio –mi guía poético y mi guía espiritual- fue enorme. Me regaló la colección de la revista Litoral entera y los suplementos: los primeros libros de Aleixandre, Cernuda, de Lorca, de Altolaguirre y del mismo Prados. En 1929, conocí en Málaga a Vicente Aleixandre, presentado por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre. Al año siguiente, en1930, a Federico García Lorca, presentado por Emilio. Ya he contado, otras veces, cómo acompañamos a Federico a la Plaza de la Merced, que en las épocas liberales se llamó Plaza de Riego, donde nació Pablo Picasso, y una cena a la que nos invitó Federico, en El Palo».
La influencia de Emilio Prados sería decisiva sobre la formación literaria y política de José Luis Cano, que se relaciona con el grupo de Litoral, pero cuyo primer artículo, Subrealismo o lucha de clases, aparece en las páginas de la revista Sur, de su paisano algecireño Adolfo Sánchez Vázquez. Cano se pronunciaba abiertamente por la lucha de clases, simpatizaba con el ideario marxista y militaba enla Federación Universitaria Escolar (FUE), de clara tendencia izquierdista. Aquella relación con Prados y con Málaga se quebraría físicamente con el traslado de Cano a Madrid, para emprender estudios universitarios, en el año republicano de 1945, cuando Prados se exilia en México. Entonces, reemprendieron una relación epistolar de la que se han publicado abundantes ejemplos:
«Tú piensa un poco y veras que yo, ahora, no debo ir a Málaga… -le escribe Prados en 1947-. ¿Por qué? Hay muchas razones, y tú las sabes. ¿Sigo siendo Emilio o no? Entonces, independientemente de mis nostalgias y de mis sentimientos de tristezas o de alegrías, hay cosas más hondas que tal vez me hagan morir o vivir lejos de esas playas, de ese mar y de esa tierra…«.
Cano ha evocado suficientemente –en libros, artículos y conferencias- su cordialísimo vínculo con Emilio Prados, desde sus paseos malagueños (en uno de ellos, asistieron al incendio de una casa de la familia de Prados), a su juventud recogida en el diario íntimo que glosará Cano en 1966, al exilio mexicano de su amigo, donde este convertiría su marxismo pasional en la aventura filantrópica de educar huérfanos indios y ahijar a uno de ellos. Pero en la Málagade los años veinte, Prados supuso también para Cano una suerte de Pigmalion, pues habría de introducirle en los círculos literarios de la ciudad y de la época.
Por Prados, Cano se familiariza definitivamente con otros autores del 27, como Luis Cernuda, con quien también mantuvo una larga correspondencia:
“Yo lo paso como nunca –le escribe Cernuda desde México, en septiembre de 1951-. Aunque ya no soy joven (48 años, ay) creo que sólo he vivido estos días, que ahora es cuando estoy vivo. Excepto, claro, aquellos días en Málaga cuando G. y yo nos enamoramos. Con el espectro de los Estados Unidos delante, vivo como si cada momento fuera el último (y alguno lo será) y agotar todas las posibilidades de goce ahora, cuando aún es tiempo. Perdona estas expansiones. Pero excepto algunos amigos mexicanos, con nadie puede expansionarme aquí. Manolo y Emilio están ya medio muertos, si no muertos del todo”.
«En 1929 –escribe Cano–, conocí en Málaga a Vicente Aleixandre, presentado por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre«.
Sabido es que Aleixandre, tras nacer en Sevilla en 1898, residió en Málaga hasta 1909, cuando se trasladó a Madrid. A tal efecto, cabe mentar el artículo que Cano titulase Málaga en Vicente Aleixandre, publicado en Papeles de Son Armadans en noviembre de 1958. Málaga es el enclave en donde habrían coincidido los mejores amigos y maestros de José Luis Cano:
“En 1926 –escribe Aleixandre–, yo empezaba a dar mis versos en algunas revistas. El director de Litoral, la revista juvenil malagueña de poesía, me escribía una carta ofreciéndome su publicación fraternalmente. Me llamaba de usted; no nos conocíamos; y firmaba: Emilio Prados. Nada. Yo, ausente de Málaga desde mis once años, no recordaba nada. Pero cuando en carta dije: “Ahí viví mi niñez”, el director resucitó mi infancia toda escribiendo: “¿Eres quizá tú aquel niño rubio, con babero de mallorquín a rayas blancas y azules, que en el colegio de don Ventura…?”. Yo era el de las rayas blancas y azules (¡qué colores marinos!), que con una masa de recuerdos rompía como una ola súbita sobre mi pecho. De aquella ola se alzó un rostro, el de un niño que emergía sonriente entre la espuma: Emilio«.
También en Málaga, José Luis Cano conocerá a Dalí, cuando el pintor pasó su luna de miel con Gala en una casa alquilada al pie dela Costa del Sol:
Una tarde –primavera de 1930– quiso Prados llevarnos a sus poetillas –así nos llamaba a sus amigos jóvenes, entre ellos Darío Carmona y yo mismo– a que conociéramos a Dalí y a Gala en su casa marinera de Torremolinos. La mirada de Gala me impresionó. Sus pupilas fulguraban intensamente como si quisiesen quemar todo lo que miraban. Vestía Gala, por todo vestido, una ligera faldilla roja, y sus senos, muy morenos y puntiagudos, lucíalos al sol con una perfecta naturalidad. A su lado, Dalí, muy delgado y morenísimo por el sol malagueño, parecía un salvaje con su taparrabos de color chocolate. Alrededor de su cuello su famoso collar de grandes cuentas verdes, y se mostraba mucho más cordial con nosotros que Gala. La tarde era larga, y fue Emilio quien propuso que jugáramos a uno de los juegos surrealistas que estaba entonces de moda: le cadáver ezquis. Consistía en dibujar una figura humana representando a cada miembro de ella con objetos y símbolos. A cada jugador se le ocultaba la parte ya dibujada, y el resultado final era una especie de monstruo divertido. Como recuerdo de aquella tarde con Dalí y Gala en Torremolinos, conservo a través de tantos años, más de medio siglo, el original del cadavre exquis que ilustra estas líneas y que Dalí me regaló. El dibujo está fechado el 18 de mayo de 1930 y los participantes en el juego fueron Gala, que dibujó la cabeza; Dalí, el cuello; Darío Carmona, el pecho; yo, el vientre y el sexo; y Prados las piernas. Llegó la hora de marcharnos, y Dalí nos acompañó hasta la carretera, donde teníamos que tomar el autobús que nos llevaría a Málaga. Se mostraba cordial y muy sencillo, muy distinto del personaje un tanto circense en el que había de convertirse muchos años después.
A la capital malagueña, José Luis Cano dedicará uno de sus libros, cuya impresión concluyó el de septiembre de 1955 y que lleva por título Otoño en Málaga y otros poemas. Son versos escritos entre 1949 y 1954, que dedica genéricamente a su hija Teresa, quien llegaría a ser cantante, grabando algunos discos que vinieron a coincidir con los de algunos de sus compañeros de escenario: Javier Krahe, Alberto Pérez o Joaquín Sabina. También son malagueños los exteriores de su libro Luz del tiempo, que Cano dedica «al recuerdo de Emilio Prados, que me enseñó a amar las playas malagueñas«, y cuyos poemas se fechan entre los años de 1961 a 1962. En Algeciras o en Málaga, José Luis Cano va a compartir un mismo horizonte: «Es muy hermoso que el mar no sea un escenario –escribirá al poeta granadino Fidel Villar en 1976–, sino un espacio desde donde mirar al mundo«.
Desde la capital española, donde inicia sus estudios, Cano viajará hasta Algeciras durante las vacaciones estivales. En esas circunstancias, la guerra le sorprenderá en su ciudad natal, a donde acompaña a su madre para que viera a una hermana enferma: «Fue un puro azar«.
La familia ya residía en Madrid, José Luis Cano contaba, entonces, con 24 años de edad y estaba de vacaciones. Los falangistas algecireños conocían su filiación y, de resultas de ello, fue detenido, siendo conducido a la cárcel del callejón de Escopeteros, hoy ya desaparecida:
«En la cárcel, no se dormía porque cada madrugada sacaban a varios para llevarles al paredón, a fusilarles«, rememoraba en una larga entrevista que mantuvimos a finales de los años 80 del pasado siglo.
«Mis recuerdos de la cárcel no son excesivamente dramáticos porque a mí me pareció tan absurdo que pudieran fusilarme que quizás mi subconsciencia decidió que aquello que me estaba pasando no era una realidad, sino una ficción o una aventura interesante, incluso heroica, que algún día podría inspirarme una novela. Y de hecho, meses después de ser liberado, escribí un drama llamado Ulises, sobre mis experiencias en la cárcel, con personajes reales».
Durante ese periodo, hizo trabajos forzosos, abriendo trincheras, pero fue liberado a los seis meses, quizá al conocerse que su padre era un alto militar que había respaldado el alzamiento franquista. Se incorpora por su quinta al Ejército, en zona nacional, pero cumplió el servicio militar en Sanidad, bien fuera en la retaguardia o en el frente, «siempre en hospitales», aunque a veces tuviera que hacer de camillero. En cierta medida, la paradoja induce a pensar que aquellos meses de trabajos forzados inspiraron su más conocida pieza literaria:
«Cuando íbamos a hacer trincheras, teníamos muchos ratos libres. Contemplaba la bahía, que era para mí, como un mito. Era, entonces, de una gran belleza. No como hoy, que está contaminada. Me enamoré de la bahía y del peñón«.
Fuera de la cárcel, Cano no podrá dirigirse a Málaga, pues a partir del 14 de enero de 1937, se desatará la dura ofensiva franquista contra dicha ciudad, que concluiría con una represión brutal. El escritor algecireño recuerda cuando, escondido en su casa tras haber sido liberado, logró escuchar una emisora republicana, donde oyó con alivio una voz amiga: «Escuché a Emilio Prados recitando romances de guerra. Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Como Emilio vivía en Málaga, pensé que lo habían matado los franquistas«.
La última imagen que conservo suya es del verano de 1933. En un viaje marítimo que hice de Alicante a Algeciras, el barco se detuvo unas horas en Málaga, y Emilio fue al muelle a verme, y durante un rato paseamos y charlamos por el puerto (…) Luego, terminada ya la guerra y derrotada la República, vino el silencio y el exilio de Prados en Méjico. Y sólo a partir de 1945 empezaron a llegarme sus cartas, escritas siempre a mano, y sus libros, unas y otros traspasados de nostalgia de su tierra y de su mar malagueños.
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