Ni un Réquiem por Enrique Morente
Para analizar la figura y la obra del maestro en el décimo aniversario de su muerte, no faltarán testigos directos, amigos, especialistas y apasionados estudiosos de su trayectoria artística.
Ellos podrán introducirnos mejor que yo en la grandeza de su arte: su respeto y profundísimo conocimiento de la tradición para cimentar su creatividad, su curiosidad infinita, su transgresión y su libertad para nuestro gusto y disfrute, y para que la historia del Flamenco, que es historia del Arte universal, no se estanque en aguas pútridas y pueda seguir su curso.
Hoy, la relevancia de Enrique Morente es indiscutible en un ámbito como el Flamenco -y el Arte en general-, tan proclive al cainísmo y entronización del “mejor”, enfrentando a mairenistas, marcheneros, caracoleros, fandangueros y copleros en esas pugnas egocéntricas por la pureza inmaculada de unos y otros, y que a los impuros tanto nos divierte. Ya me entienden…
Muchas personas conocieron a Enrique, y podrán relatar las mil y una anécdotas y andanzas en la convivencia con él hasta las claras del día, o los duelos ajedrecísticos a puerta cerrada, su magnanimidad, su retranca albaicinera, su generosidad y sencillez, y también, ¿por qué no?, su malafollá granaína con algún pesado molestando a destiempo.
No hay semana que algún amigo suyo no me cuente alguna aventura morentiana mientras se le ilumina el rostro recordándole. Y eso no ocurre con cualquiera.
En cualquier caso, yo no caeré en la nostálgica tentación de hinchar la pompa fúnebre, inevitablemente pretérita, para ensalzar la evidente dimensión humana y cultural del artista. Porque ponderar la actitud vital del homenajeado, incensando convenientemente su figura para la posteridad es un “insulto”, inconsciente, sí, pero un” insulto”, al fin y al cabo al cantaor y, sobre todo, al hombre, al marido de la Pelota y al padre de sus hijos.
Porque la posteridad, si lo pensamos un segundo, es odiosa -que lo digan los muertos- y yo no quiero eso para Morente. No querría verle enmarcado entre laureles de gloria y perfil impostado como un triste César del cante jondo, listo para la manufactura de camisetas.
Morente, el hombre, no se merece un segundo de posteridad, simplemente, porque no cabe en ella. Tal es su grandeza. Tal es su presente y, cómo no, el futuro de una existencia que desborda a la obra; obra precisamente nacida de una vida atenta y ensimismada con la belleza.
Por eso, el consuelo de la posteridad siempre encierra su insuficiencia para homenajear una figura como la de Morente. Porque él sigue aquí, de alguna manera, como persona, como misterio vital; misterio encarnado en pregunta dramáticamente lanzada a todos, que vivimos y también moriremos.
A Enrique Morente no le basta la gestualidad muda de una estatua en Plaza Larga o entre la enmohecida hiedra de un cementerio. Está vivo y no necesita llanto alguno de posteridad, ni plañideras de lamento descompasado, sino un lugar más amplio, grande y espacioso; un lugar eterno en el que quepa toda su humanidad.
Además, a la gran belleza agrietada de su ronquera, no le sienta bien la conjugación pasada ni el pensamiento inconsciente de lo perdido. Porque aquella belleza que nos conmovía sólo puede ser ella misma y no ahogarse entre glorias muertas del pasado si sucede ahora, no como acontecimiento irrepetible e irrecuperable, listo para el lamento, o como una luz hallada y perdida en la niebla de los acontecimientos cotidianos que se engullen unos a otros hasta el olvido. O como el paso de un cometa que sólo vimos cuatro privilegiados, y nada más.
Yo sólo soy un simple aficionado, un apasionado del Flamenco, es decir, de esta expresión artística única de la Belleza. A Enrique le he visto en conciertos, alguna vez por el centro de Madrid; me he bebido sus discos, y cómo no, también entro en órbita espacial cuando empiezan los acordes del “Nocturno”, y ya “no duerme nadie, por el cielo nadie…”.
Pero, desgraciadamente, no le conocí. Y sin embargo, es mío. Mío como Beethoven; mío como Velázquez o Goya, mío como Cernuda, Rosales o Tagore. Enrique Morente también es mío, porque su cante abre en canal mi corazón.
Y, por eso y en cierto sentido, también yo soy suyo; le pertenezco, como se pertenece a quien se ama porque te muestra el misterio de la vida y su grandeza. ¡Y qué bella y misteriosa es la vida en la voz del maestro!
Cuando viajo a Madrid, si puedo, salgo muy pronto, antes del alba, para ver amanecer a Andalucía entre colinas y olivos, mientras el sol blanquea los silenciosos pueblos del horizonte, que parecen estar a la espera de mi coche en el que, a todo trapo, se oye el quejido de Morente, flamenquísimo y desbordado en matices dulces y amargos, imposibles de reproducir.
Y siempre me pregunto de dónde nace en un hombre ese eco, o de qué entraña profunda del alma surge esa invisible raíz de aire que se alza y vuela entre palmas, nudillos y falsetas, como una golondrina negra que escapa de los labios de Morente y sobrevuela este mundo de amor y dolor, de vida y muerte, de ausencia y, sobre todo, de presencia. De la presencia cada vez más sorprendente, más nueva, más bella del cantaor del Albaycín. Una presencia única, tan especial, que su extenso y maravilloso legado es sólo reflejo de su humanidad inmensa.
Morente murió, o mejor dicho, dejamos de verle. Pero no puede secarse nunca el pozo, la fuente cristalina “que mana y corre”, el corazón del que fluyó toda su asombrosa y flamenca expresividad. Porque él sigue aquí, templando el cante, levantando el rostro y el pecho para lanzar sus ayes y acariciarlos con su mano gorda. Así que no encarguemos otro Réquiem por Morente. Pues no conviene molestar la siesta del cantaor ni ofender la memoria de un hombre vivo, “aunque es de noche”.
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