Teatro

La Zaranda o la balada del silencio

PIE DE FOTO: ‘La batalla de los ausentes’, de La Zaranda. Foto de Víctor Iglesias

La Zaranda o la balada del silencio

El documental de Venci Kostov y Germán Roda La Zaranda, Teatro Inestable, que seguía de cerca el proceso de creación de El desguace de las musas, permite comprobar hasta qué punto es el silencio la matriz creativa de la compañía jerezana, el cauce esencial en el que se articula su poética.

Si el teatro es, fundamentalmente, escucha, cada nuevo espectáculo armado por Francisco Sánchez, Eusebio Calonge, Gaspar Campuzano y Enrique Bustos nace de la atención prestada al mismo, de lo que el silencio dice y del modo en que el mismo silencio se anticipa a la palabra, al gesto y a la acción.

Resulta revelador en el citado documental el momento en que Eusebio Calonge invita a los intérpretes a despojarse de cualquier premisa y a centrarse en el silencio con tal de que los personajes que él había esbozado sobre el papel “vengan”. Corresponde así al actor la función de médium, de nigromante (si hacemos caso a la acepción del teatro escrito como “teatro muerto”, según Peter Brook), de vasija dispuesta a la posesión que sucede como consecuencia de la mera escucha. Los personajes hablan antes de su encarnación y al actor les corresponde, primero, saber qué dicen. En el escenario, el silencio viene de la mano del cuerpo, precedente directo de la palabra.

La escucha implica también un escucharse, un redescubrimiento de los procesos esenciales, la respiración, el movimiento, la pausa, el latido. Es ahí adonde viene el personaje, a ese territorio frágil que acusa el estrago del tiempo, una ceniza futura que contiene su propia muerte para que la palabra, entonces sí, le devuelva la vida. Pero antes es preciso el silencio.

Ahora que vuelve con fuerza el debate entre la preeminencia de la palabra o el cuerpo en las artes escénicas (en realidad, el debate nunca ha llegado a sosegarse por más que a veces, necesariamente, tienda a diluir su fragor), La Zaranda demuestra que tal disyuntiva es una falacia. Necesitamos un cuerpo que muera y una palabra que resucite. Un corazón que se detenga y un verbo que despierte. Quizá esta alianza entraña una síntesis acertada del compromiso teatral de La Zaranda.

Tras El desguace de las musas, que al igual que otros montajes de la compañía contó con un elenco ampliado, el Teatro Inestable de Ninguna Parte -más allá de la honestidad asumida en el cambio de denominación de la agrupación, cabría reflexionar sobre la evidencia de que ser de Andalucía La Baja es ser, justamente, de Ninguna Parte- plantea un regreso a sus formas primigenias con su último espectáculo, La batalla de los ausentes, estrenado el pasado mes de marzo y cuya gira continúa con fechas próximas (3 y 4 de diciembre en el Teatro Alhambra de Granada, 13 y 14 de diciembre en el Festival Quijote de París, 25 de enero en el Teatro Cervantes de Málaga, entre muchas otras) con un reparto centrado, de nuevo, en Francisco Sánchez (director a su vez de la obra), Gaspar Campuzano y Enrique Bustos y con la autoría de Eusebio Calonge.

Como suele, La Zaranda sube al escenario a los vencidos, los derrotados, los que no cuentan ya, los que cayeron víctimas primero de la violencia y después de la más atroz de las condenas: el olvido.

Es de hecho en la memoria de los barridos al margen, los anónimos de las cunetas, los perdedores de la Historia y los Don Nadie, Quijotes fuera de sitio ante quienes todo el mundo vuelve la cara, donde más sentido cobra la posibilidad de que la palabra ponga en práctica su función esperanzadora: una palabra nacida del silencio, de la atención, del cuerpo mínimo, del amor. Una palabra dicha en andaluz, la lengua de nadie, la que se hace canto desde el fondo de un pozo negro, la que hablan esos locos a los que nadie mira. La lengua más próxima, tal vez, al silencio.

En un tiempo en el que el teatro sigue haciéndose, demasiadas veces, a base de construcción y más construcción, de rellenar huecos y del más elemental horror vacui ante la posibilidad desquiciada de que el público se aburra; en un contexto en el que la cultura se vierte en cada vez más ruido, consumo, combustión, deshumanización y pienso para engordar a las bestias, La Zaranda propone, otra vez, un espacio para el silencio y la atención en la dimensión fidedigna del teatro. Un lugar para escuchar y escucharse, una umbría donde el cuerpo se reconozca y la palabra signifique. Con obstinación y lucidez, con memoria y abrazo. Todavía.

Pablo Bujalance
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