Manolo Caracol y Pepe Pinto: master chefs de lo jondo
Que la música alimenta el alma lo saben hasta los ingleses: «Music feeds the soul«.
«La música es una necesidad más como el agua, la comida, el aire o la calefacción«. Lo dijo el bueno de Keith Richards y a ese sí que no nos atrevemos a contradecirlo (God Save The King).
Pero claro, siendo bienes necesarios todos ellos no proporcionan la misma utilidad al consumidor, sirva de ejemplo el agua Solán de Cabras, que siendo agua igual que aquella que sirven en los paradores turísticos de Punta Cana, se disfruta mucho más. O una ración de calamares frescos, que en su óptimo punto de fritura aportan mucha más satisfacción que los calamares congelados de cualquier supermercado. Por tanto, la calidad resulta muy importante aunque tanto lo más como lo menos bueno nos hagan el avío.
De la misma forma, es evidente en temas culinarios que la mano que mece la cuna resulta primordial para convertir la materia prima en obra de arte (de esto último, Michelín y sus estrellas saben mucho).
Pues bien, en el flamenco pasa lo mismo. Están los ingredientes (soleares, fandangos, zambras), los instrumentos de trabajo (voz, oído, extremidades) y los intérpretes. Quizás estos últimos sean los más importantes a la hora de construir el cante grande. Maestros, que al igual que sus compañeros de fogones, sean capaces de sazonar, deconstruir, salpimentar o darle su punto a cada tercio para que la obra final resulte embriagadora, necesaria, sublime.
De preparar y enriquecer el cante sabían, casi más que nadie, nuestros protagonistas del artículo de hoy: Manuel Ortega Juárez y José Torres Garzón. Manolo Caracol y Pepe Pinto para más señas.
Genios y figuras de la época de oro del flamenco, artistas predominantes de la época. Sevillanos de pura cepa, con todo lo bueno y malo que ello conlleva. Grandes conocedores y señoriales. Pero sobre todo Cantaores.
Cantaores con regusto y paladar, de alta escuela. Con sabor andaluz exquisito. Etiqueta negra, denominación de origen.
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