Espacios naturales

Promontorio Caridemo

Cabo de Gata. Foto de Yannboix

Cabo de Gata. Foto de Yannboix

Por Andrés Sánchez Picón. 

Recupero la denominación romana del Cabo de Gata –Promontorio Caridemo para evocar mi encuentro con este territorio así como algunas de mis preocupaciones recientes en relación al mismo. Promontorio, en lo que tiene de lugar elevado desde donde se divisa un amplio panorama. Caridemo, en su resonancia clásica y mitológica; misteriosa y, por ende, vecina de lo onírico y lo mágico.

Descubrimientos a tientas

Como entre sueños recuerdo a mi padre, allá por los primeros sesenta, llevándonos a las arenas donde muy poco antes se había rodado la película Lawrence de Arabia. En las que me parecieron gigantescas dunas me asaltan jornadas de gozosa algarabía, en donde mi hermano y yo repetíamos hasta la saciedad (con esa persistencia a veces insoportable que pueden llegar a tener los juegos infantiles) la escena de un sediento náufrago en el desierto que, desesperado, terminaba rodando por la ladera arenosa hasta quedar inerte en el fondo. En ese momento, uno de los dos acudíamos al rescate, humedeciendo con unas gotas de agua de la cantimplora los labios del moribundo. Inmediatamente, repetíamos la representación tras el correspondiente intercambio de papeles.

Hace unas semanas volví a recorrer el paisaje de lomas arenosas de mi niñez. Ha transcurrido medio siglo, y ahora dudo si mis juegos en las dunas de Cabo de Gata forman parte de un sueño de infancia u ocurrieron realmente. Cubiertas de arbustos y matorral y con un perfil extraordinariamente suavizado, las dunas cinematográficas parecían haberse evaporado. Alguien me comenta que la extracción de sustrato arenoso para los invernaderos, hará veinte o treinta años, había alterado de manera indeleble el paraje. Una buena muestra de la vulnerabilidad de algunos de los ecosistemas del Parque Natural (¿o de las trampas de la memoria infantil?).

Mi siguiente acercamiento, con el carácter de un renovado descubrimiento, resulta mucho más preciso en mi recuerdo. Mi amigo José Andrés nos invita a pasar un fin de semana en su casa de Rodalquilar allá por el verano del 75. Las ruinas mineras, el poblado y las casas de los ingenieros, así como un fantasmagórico recorrido nocturno a pie hasta Las Negras, con regreso en una madrugada alumbrada por una luna inmensa, conforman un recuerdo más nítido aunque también teñido de irrealidad.

Desde entonces, ya mozo, las playas del Cabo y algunos de los parajes del interior formarán parte de una peregrinación recurrente, año tras año. Y digo peregrinación porque estas incursiones han tenido siempre algo de sobrecogimiento religioso. Contagiado muy pronto por el relato construido a partir de emociones telúricas, las excursiones por el territorio tenían mucho de periplo sentimental.

Debía andar leyendo los Campos de Níjar de Goytisolo en los primeros días de julio del 76 cuando el Alsina nos depositó, tras más de una hora de traqueteo desde Almería, en San José. Desde allí, caminando hasta la playa de Genoveses, la visión del Campillo y la Bahía desde el promontorio del molino, me deslumbraría por primera vez en mi vida. Un día de playa, juegos y paseos, entre amigos y compañeros, en un paraje insólito y todavía solitario, donde las breves interrupciones a la febril actividad a la que nos empujaban nuestros dieciocho años, me permitían extraer alternativamente de la mochila el relato de Goytisolo y  un ejemplar, comprado en el kiosco de la estación de autobuses a primera hora, de Cambio 16.  La designación de un ministro “azul”, Adolfo Suárez, como presidente del Gobierno era el tema que cubría su portada. ¿Reforma? ¿Ruptura? ¡Qué error, qué inmenso error! (Así fue recibido el nuevo jefe del Ejecutivo por algún articulista).

Mientras descubría el Cabo de Gata, el país y yo mismo nos íbamos transformando. Tres o cuatro veranos después, muy a comienzos de los 80, cuando ya ha caído la tarde de un día de septiembre, una flotilla de Renault 5 y de Seat 127 aparca a un lado del camino que comunica Genoveses con Mónsul. Nos disponemos a hacer acampada en la cala del Barronal, un nuevo descubrimiento. Al amanecer, tras una noche castigados por un inclemente levante, nos sorprende que nuestro improvisado campamento esté rodeado de conocidos y desconocidos que practican el naturismo más desinhibido. Desde la más familiar playa de Mónsul, algunos expedicionarios van sorteando a lo largo del día los peligros de la frontera rocosa que separa las dos calas, para dar rienda suelta, más o menos disimuladamente, a su voyeurismo. La situación y la experiencia parecen estar a años luz de la que habíamos vivido tres o cuatro años antes. La motorización privada (¡qué lejos quedaba el Alsina de San José!) comenzaba a hacer factible el asalto masivo a las calas y playas del Cabo. La transición política y el rápido cambio social habían creado además un entorno propicio para explorar y para explorarnos en libertad.

Aunque las carencias en infraestructuras, accesos y abastecimiento de agua, fundamentalmente, habían dejado hasta entonces olvidados en los cajones de las Administraciones algunos proyectos de desarrollo turístico e inmobiliario de diferentes parajes del litoral de Cabo de Gata y Níjar, en la década de los 80, después de la entrada en la Comunidad Europea y de la ampliación de las competencias de la nueva Administración autonómica, los proyectos desarrollistas toman un nuevo brío. Desde los ayuntamientos y desde la Diputación, se extienden los planos de los nuevos trazados y de los nuevos desarrollos.

Pero sorprendentemente, y quizás para algunos de una manera un tanto arbitrista, la iniciativa de un pequeño grupo de personas, naturalistas unos, como Melo Castro,  conservacionistas otros, como Pepe Rivera, más la imprescindible complicidad de algunos políticos, unida a la insólita coincidencia con el mayor latifundio en una tierra de minifundios como es Almería (me refiero a la extensísima finca de los herederos de González Egea), permiten aprovechar una insólita ventana de oportunidad que lleva a la  declaración del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar en 1987.

La Junta Rectora

En 2005 me planteé mi aceptación del cargo de presidente de la Junta Rectora no solo desde el agradecimiento a la confianza manifestada por la entonces consejera Fuensanta Coves, sino también como una especie de ejercicio de observación participante que suelen practicar algunos científicos sociales. La experiencia, frustrante en parte, extraordinariamente interesante la mayoría de las veces, y formativa siempre, me ha resultado globalmente enriquecedora.

La Junta Rectora me ha permitido conocer y profundizar en la enorme diversidad de sensibilidades que se sienten concernidas en el funcionamiento de este territorio ocupado desde hace un cuarto de siglo por un parque natural. De manera muy sumaria y aun a riesgo de esquematismo, no me resisto a citarlas.

Los autóctonos. Que serían los herederos de los pobladores originarios de los núcleos del Parque. Orgullosos de la imagen que proyecta, pero que se consideran “víctimas” de la declaración del espacio protegido; una sensación alimentada por una inercia desarrollista que trata de dejar atrás un pasado de miseria y emigración.

Los neopobladores. Que se instalaron a la búsqueda del paraíso perdido y que se oponen a las iniciativas desarrollistas con un marcado acento crítico, además, hacia la gestión oficial del espacio protegido.

La Administración ambiental. En su doble expresión, técnica y política. Ha padecido dificultades de interlocución con los dos grupos anteriores y se ve con frecuencia mediatizada por las carencias de recursos ante una gestión tan compleja, por las presiones encontradas o por la deficiente dirección política. Esta última, además y por lo general, comprende poco y se muestra desconfiada hacia los procesos de participación social.

Las Administraciones locales. Con una actitud hacia el Parque que se ha balanceado entre su aprovechamiento como recurso y la atención a las demandas de su mercado político local.

Los empresarios locales. Un amplio espectro que incorpora tanto a autóctonos como a neopobladores. Especialmente críticos con las carencias en infraestructuras de todo tipo.

Los turistas. Atraídos fundamentalmente por una oferta de sol y playa de muy marcado carácter estacional. Protagonistas de episodios de saturación en el disfrute de las playas durante unos treinta días al año. Valoran muy positivamente el Parque, pero critican su “abandono” y sus escasos servicios.

Los visitantes. Turismo más especializado y desestacionalizado. Bien informado y heredero de las motivaciones del viajero decimonónico. Un flujo cuantitativamente muy minoritario frente al del turista estacional.

Los ecologistas. Conciencia crítica de la gestión pública del Parque. Temidos tanto por responsables técnicos como políticos.

Medios de comunicación. Muy interesados por las información generada por el Parque. De hecho, algunas de las noticias producidas en este territorio ocupan una posición destacadísima en los medios no ya sólo locales, sino nacionales e internacionales.

Estas categorías que configuran buena parte, no la totalidad, del ecosistema social del espacio protegido (los lectores podrían añadir algunos especímenes más) no funcionan como compartimentos estancos (se pueden combinar identidades diferentes), pero generan relatos diversos sobre la situación del territorio que pugnan por alcanzar una posición hegemónica. Algunos de estos protagonistas, después de más de un cuarto de siglo de existencia del Parque Natural, se sienten ignorados en su gestión. La búsqueda de fórmulas que, una vez considerada la legitimidad y representatividad de los agentes, permitan una profundización de la participación social, con rigor y calidad, resulta un asunto de decisiva importancia estratégica para el futuro del Parque Natural.

Andrés Sánchez Picón es catedrático de Historia Económica en la Universidad de Almería y fue presidente de la Junta Rectora del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar.

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