Luto por siguiriyas para Manuel Herrera
por Antonio Manuel
El cante es como un luto, escribía Luis Rosales en “Esa angustia llamada Andalucía”. Y yo daría dos veces mi vida por cantar a Manuel Herrera una siguiriya que atraviese su alma y le haga despertar de su sueño eterno, aunque sólo sea un instante, para decirle lo mucho que lo quería mientras me sonríe.
Contaba Federico García Lorca, el poeta inmortal al que ahora insultan con pintadas fascistas los herederos ideológicos de quienes lo asesinaron, que cuando Silverio perdió a su hijo un amigo íntimo le preguntó por la magnitud de su dolor y el maestro le respondió: “Fíjate cómo sufriría que me pasé toda la noche cantando por siguiriyas”.
Cuando supe de la muerte de Manuel, mi voz se hundió como una piedra en el “Pozo de las penas”, el premonitorio nombre de su Peña Flamenca en Los Palacios. No tenía aliento para exhalar una palabra, ni razón para pensarla. Y decidí escuchar siguiriyas, la señal Flamenca de las campanas humanas para doblar a muerto. Compartí la desgracia con algunos amigos y amigas que debían y agradecerían saberla, a pesar de que les estaba partiendo el corazón con un hacha. Y me fui a la cama, llorando. Mi esposa presintió mi tristeza a pesar de estar dormida. Estoy roto, le dije, se ha apagado un ser de luz. Y ella me consoló con una sonrisa: “los seres de luz nunca mueren”.
El destino quiso que a la mañana siguiente coincidiera con dos amigas que también lo quisieron y admiraron, la directora Remedios Malvarez y la cantaora Rocío Márquez. Ni ellas ni yo pudimos evitar que nos brillaran los ojos al evocar su recuerdo. Pero coincidimos que la mejor manera de honrar su memoria era emular su sonrisa, tan rebosante de luz que traslucía la bondad de su alma, y dar gracias a la vida por habernos permitido compartir y aprender a su vera.
Se escribirá con justicia lo mucho y bueno que aportó al Flamenco, sin perder jamás su condición de maestro de escuela, en cada una de las trincheras donde estuvo empuñando soleares como fusiles para defender la esencia incorpórea de Andalucía. Desde la creación de la Bienal a la organización de sus ciclos “Jueves Flamencos” o “Conocer el Flamenco”, pasando por sus cursos de verano en Casariche y su colaboración desinteresada en tantas peñas y Fundaciones.
Pero si tuviera que elegir una de sus aportaciones al Flamenco, sin duda, me quedaría con su trabajo impenitente para llevarlo al colegio, elaborando guías didácticas que aún no se han puesto en práctica por la desidia y la indolencia de quienes gobernaron antes y ahora.
Ay, Manuel, qué mejor homenaje a tu trayectoria vital que los niños y niñas de Andalucía pudieran estudiar a Antonio Mairena o la Niña de los Peines igual que aprenden los nombres de Mozart o Bach, o que se les enseñe a distinguir un fandango de una verdial igual que un aria de una sonata.
Compartí con Manuel Herrera muchas batallas por y para Andalucía, queriéndonos como verdaderos hermanos a los que ata la libertad más que la sangre. La última fue la lucha para que en Córdoba no quitaran la céntrica Avenida del Flamenco para reponer el nombre de un franquista.
No sólo era grave el desprecio hacia el mundo de lo jondo, que afortunadamente reaccionó unánime a la llamada de Manolo Sanlúcar y nuestra. Tanto o más le indignaba, igual que a mí, que se utilizara como chivo expiatorio para renombrar la Avenida con el pasado más ignominioso, en una ciudad como Córdoba que lleva el Flamenco en sus tuétanos. Advertimos desde el inicio que nos concederían la limosna de rotular cualquier otro espacio para corregir su error. Y así fue. Un parque en las afueras se llamará del Flamenco y tú, querido amigo, tendrás parte de culpa de esta victoria a medias.
No borraré tu nombre de mi móvil como un gesto de rebeldía contra la muerte, con la esperanza de que alguna de mis llamadas perdidas llegue hasta ti y me sonrías, como siempre. Porque Manuel Herrera es uno de esos seres de luz que recordaré siempre cuando cierre los ojos, a mi lado, cada diez agosto rindiendo homenaje a Blas Infante en el mismo lugar en que lo asesinaron. Este año, sentiré tu vacío. Y me dolerá no tenerte cerca. Y no poder llamarte. Y no charlar de nuestra Andalucía. Y sé que sentirán lo mismo la infinidad de amigos y amigas que has dejado huérfanos en esta vida desatenta.
Escribía Félix Grande que “sin soltar nuestro vaso, volvemos a escuchar la geológica siguiriya”, consciente de que su luto mana de lo más jondo de la tierra y del alma. Y lo escribió para recordar aquella madrugada en que empezó a saber que “la memoria comporta una moral: que el olvido es una derrota, e incluso un epitafio”. Desde la vida, prometo no olvidarte para no perderte. No olvidar para no perder. Y que cada vez que me desangre por dentro una siguiriya, sentiré cómo tu luz me desborda las venas.
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