poesía

Cádiz industrial

Cádiz industrial

Cádiz industrial

I

Cádiz despierta a su marina,
de acero son los ojos que repelen
la babeante luz del alba.
Somos el sur de España,
un lugar impensable.

Hace siglos que hacemos barcos de majestades
que cruzan el Atlántico y se vuelven
hundidos por el peso de palacios,
ropajes y apariencias.
Nuestras manos hicieron el imperio
donde no se ponía el Sol.

Mis abuelos tuvieron las costillas
de arenal y cartón
y mis padres respiran mal
desde que sus pulmones son pulmones.
Mis manos son la sal futura.

Nada cambia, tan sólo el tiempo.
Sus nombres siguen sobre nuestras calles,
escritos con doradas letras.
Los nuestros, gotas de agua,
que acarician los muslos de sus blancas
mercedes
sin golpear su calma.
Granos de arena
ligeros que el Levante se lleva.

II

Diecinueve de marzo,
mil ochocientos doce, San Fernando, Cádiz.
Desde el norte han venido los liberales
a enfrentarse a sus ángeles caídos,
a presentar respetos, a ilustrarnos
en su filosofía y a explicarnos
la bondad del trabajo y el servicio.

“Dejad de creer en Dioses y Vírgenes,
adorad esta luz de piel forrada
que sois vosotros mismos en el lugar de siempre
y volved a contad aquello
de -bienaventurados los que sufren-“

III

Una vez más despierto al Sol.
Soy la gota más grande del mar
y sumergido en esta superficie
siento una catastrófica aspereza.

En una mano tuve los martillos
que la creación usó de sonajeros.
Con ellos golpeaba la juventud del agua
que abarrotaba, lánguida, mi boca.

¿Cuánto me queda ahora de aquellas manos fuertes?

Hago un cazo de encina con mis manos
y saco agua del mar,
la echo en la barca con el simple gesto
de separar los dedos.
Sólo queda la sal,
como un pronóstico:
Lo que es hermoso
un día será roca.

¿Quién contratará estas manos
que cuelgan de mi barca dibujando en el mar
círculos con el dedo
como un mirlo sin vida
cuelga del árbol?

IV

Desde todas las partes de este mundo
se ve el puente. Grandísimo, sus líneas
desaparecen; nuestros ojos son tan pequeños…

Como la vida, quien se atreve
a cruzarlo no vuelve.
O vuelve en días hechos para recordar, claro,
a los que ya se han ido.

Mis amigos no tienen ningún miedo.
Hablan de sus maletas,
se divierten pensando sobre la incertidumbre,
hablan del otro lado como del paraíso
y miran a los coches irse como
si fueran a encontrar
campos de plata y oro.

También miran el puente
los pescadores.
También miran el puente
los astilleros.

El mar o el puente,
el puente o el mar.
Y, en cualquier caso,
un tremendo vacío.

Fernan Camacho
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