La muerte de un mujeriego
Una vez hubo un hombre
que leía poemas chinos
y creía que una canción podía alterar
el curso de la caída de las flores.
Este hombre que buscaba la pureza, frió huevos,
durmió en la terraza de una pequeña casa en Hydra,
bebió metaxá en las tabernas del puerto,
bailó, anduvo descalzo y sin camisa,
fumó en los hoteles y a ratos
cantó canciones tristes
que Sasaki Roshino encontraba suficientemente profundas.
Este hombre, que se enamoró de la rubia Marianne
y de una dulce mecedora con forma de tijera,
descubrió que todo en el Chelsea Hotel estaba hecho de LSD,
mientras Janis le cantaba, desde el alféizar de una ventana,
que el amor, cuando se acerca a su fin,
se siente como una bola y una cadena
que no sabes cómo desatar.
Este hombre, que odiaba a la Velvet,
mitigó su dolor escribiendo poemas dentro de una bañera
cuando Nico le partió el corazón.
Este hombre, que amó como si fuera el pájaro en el alambre
que vuelve en todas las estaciones,
solo con Suzanne fue a comer naranjas junto al río.
Este hombre, que rezaba para que todas las mujeres le amaran
y también rezaba para que ninguna mujer le amara,
es ahora una hermosa cuenta en el collar del tiempo.
Cayeron los caparazones, terminó el crédito
y no has salvado al mundo, Leonard, pero
aún cantan los grillos
y temblando, en silencio,
te escuchan todas las novias.
Antonio Orihuela. Campo Unificado. Ed. Olifante, 2019
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