Los refugiados y la lección de Kafka

Comienzo manuscrito de La metamorfosis
Pocas veces una efeméride literaria resulta tan oportuna como la que estamos a punto de celebrar en estos días, que parece casi brindada por la aciaga casualidad histórica, o quién sabe si por un trágico destino. El próximo octubre se cumplirán cien años de la publicación de La metamorfosis de Kafka, la magistral narración del célebre autor checo que vio la luz por primera vez en Leipzig en octubre de 1915 en la revista de vanguardia Die weißen Blätter (“Las hojas blancas”) dirigida por René Schickele y que un mes después fue recogida en libro por Kurt Wolff, debido a su éxito. Una obra que, como sabemos por el propio testimonio de su autor (en carta a Felice de noviembre de 1912), había sido escrito en realidad tres años atrás, cuando, tumbado una tarde de domingo sobre la cama −en la misma posición que conoceremos a su protagonista, Gregor Samsa, nada más abrir el libro−, sintió el impulso de tomar la pluma y el papel para ponerse a escribir este cuento que literalmente le asediaba en lo más hondo de sí mismo, como hará más tarde en sus lectores. Querría haberlo escrito de un tirón, pero esa noche tendrá que abandonarlo de madrugada porque al día siguiente le esperaba una larga jornada de trabajo en la oficina. Un trabajo absurdo y esclavo que odiaba precisamente porque no le dejaba tiempo para su vocación.
La historia de La metamorfosis (o La transformación, como también se la traduce) no sólo condensa en forma de símbolo insuperable la condición del hombre contemporáneo, alienado, angustiado, desamparado y solo en un mundo hostil que está dispuesto a prescindir de él, sino que también posee, como sólo ocurre con las más grandes obra maestras, un innegable carácter premonitorio, no fruto del azar ni de los extraños poderes adivinatorios de su autor, sino, como explicó minuciosamente Sultana Wahnón en Kafka y la tragedia judía, consecuencia del cáncer del antisemitismo que ya amenazaba la vida de los europeos en tiempos de Kafka, aunque éste muriera de tuberculosis muy pronto, cuando Hitler aún escribía en prisión su pestilente panfleto Mein Kampf.
Kafka hizo gala de su sabiduría literaria inventando una pesadilla inolvidable que comienza, al contrario que los cuentos convencionales, cuando el protagonista despierta. Pero también hizo gala de su lucidez para leer el presente al convertir al nuevo Samsa no en un ser mejor que el original, sino en un repugnante insecto al que nombra con el término alemán “ungeziefer” (“bicho”), la misma escalofriante palabra que utilizará la maquinaria nazi para referirse a los judíos y justificar su exterminio. Kafka no pudo saberlo. Tampoco pudo saber que, veinte años después, siete miembros de su familia serían exterminados en Auswitch: sus tres hermanas (Elli, Valli y Ottla), tres de sus siete sobrinos (Felix, Hanna y Siegfried) y su cuñado Josef, el marido de Valli. Pero cuando en el verano de 1923, el escritor judío conoce a Dora Diamant en un balneario de la ciudad de Muritz, en la costa del Báltico, ella ya viene huyendo de la persecución. No hay lugar, pues, para lo profético: el horror estaba ya en el aire.
Y entonces hete aquí que, cien años después y en riguroso presente, la amnésica Europa no ha aprendido nada de la abominable lección de la Shoah y la inquietante pesadilla kafkiana parece no haberse terminado: los poderosos países centroeuropeos se cierran en banda a los refugiados sirios, los insultan y atacan con gases lacrimógenos en la frontera mientras utilizan a los presos a elevar las vallas, mandan al ejército para que los hacine en trenes que no van a ninguna parte, los amontonan a la intemperie para que el invierno resuelva por sí mismo el problema, les niegan la circulación y les piden que demanden asilo por escrito, les roban la dignidad y los obligan a esconderse en los maizales o a subirse con sus hijos en un bote hinchable a todas luces insuficiente para desafiar al mar. No nos engañan: ni siquiera les conmueve el cadáver del pequeño Aylan pudriéndose en la playa, porque la soberbia, el egoísmo y el miedo al otro les han estrangulado el más elemental sentimiento humanitario. Hasta una periodista miserable no dudó en patearlos. Imágenes que nos suenan demasiado a un tiempo que jamás imaginábamos que pudiese revivir.
Son refugiados que huyen de la guerra –una guerra, como todas las guerras, llena de intereses−, pero hasta hace poco sólo eran considerados inmigrantes que llegaban por culpa de las mafias. Un ministro español se refirió a ellos como “goteras que hay que taponar”, otro los acusaba de yihadistas e incluso un tercero los vio como “oportunidad económica”; quizás ninguno de los tres tuvo familiares que necesitaron huir de Franco para salvar la vida, o ni siquiera eso: bastaría con un poco de memoria colectiva. En Francia, un expresidente los llamó “clandestinos” y se atrevió a pedir la reducción de las ayudas sociales a extranjeros porque el bienestar produce “un desagradable efecto llamada”, olvidando que su propio padre fue inmigrante húngaro; otra líder descerebrada pide echar cuanto antes al que no trabaje, resucitando el horrible lema nazi que recibía a los que iban a morir en los campos de concentración. Hay incluso quienes, hoy como ayer, se escudan en razones religiosas, como el ministro croata que advirtió que los ayudaría a pesar de no ser cristianos. Entre todos han arruinado para siempre el sueño europeo. Quién da más.
Pero lo que resulta a un tiempo asombroso y espeluznante es que la denuncia encubierta en La metamorfosis, escrita cien años atrás, siga intacta en las palabras del primer ministro británico, que se refirió a los refugiados literalmente como “swarm” (término ambiguo que significa lo mismo “enjambre” que “plaga”) o para mayor vergüenza de quienes nos sentimos ante todo demócratas, en las del eurodiputado polaco que los llamó en el parlamento “basura humana” (“Europe being flooded with human garbage”). Los consideran bichos y, como en el relato kafkiano, quisieran poder barrerlos de una vez. Y a otra cosa.
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