Para leer a Javier Egea
I
Quince años después de la desaparición del poeta granadino Javier Egea (1952-1999) su obra empieza a recuperar el lugar privilegiado que merece dentro de la poesía española contemporánea, gracias a que lectores de distintas generaciones descubren o redescubren −ya con cierta perspectiva− la coherencia de su voz poética única, la tragedia íntima que traspasó su universo personal, la vigencia de su lúcido compromiso vital y literario frente al poder y, en definitiva, el cobijo que su poesía ofrece frente a la tormenta, frente a todas las tormentas. Si lectores nunca le faltaron, estudios monográficos sobre su obra, tesis doctorales en universidades españolas y extranjeras, congresos, recitales y homenajes, la reedición de sus poemarios (incluido uno en Cuba) y, sobre todo, la exquisita edición de sus obras completas, están poniendo las cosas en su sitio en los últimos años. Parece, en fin, que van quedando atrás definitivamente las polémicas suscitadas tras su muerte, los dimes y diretes sobre su suicidio o su legado, que corrían el riesgo de enterrar la trascendencia de su obra en un cenagal de zafiedad provinciana.
Y aún hay más: se trabaja en la edición de sus diarios, cartas, entrevistas y prosas sueltas, se prepara la antología Soledades que dejó lista para la imprenta antes de morir, y el pasado febrero la televisión autonómica andaluza estrenó Javier Egea, la soledad de un poeta, un minucioso documental dirigido por Luis Álvarez Aparicio, que contó con la participación de los más cercanos familiares, amigos y conocidos del poeta, así como investigadores y jóvenes escritores marcados por su influencia. Su recuerdo ha llegado incluso al terreno de la ficción, en novelas como La conjura de los poetas (2010) de Felipe Alcaraz. Su figura crece, su poesía despierta el interés allá donde pisa: buenas noticias para los que nos reconocemos en ella, en cualquier lugar. Restituir es lo que hace la justicia, también la poética.
Justicia poética porque, como el lector sabrá, su obra vino sufriendo durante años un incomprensible y vergonzoso silenciamiento historiográfico y bibliográfico que acabó arrinconándola en un discreto segundo plano de la escena literaria actual, tal y como explicaba Manuel Rico al frente del primer volumen de sus obras completas:
“¿Un simple olvido? ¿Falta de rigor en el análisis del período? ¿Un silencio premeditado? ¿Desconocimiento del nivel de calidad de la obra del poeta? Son muchas las preguntas que tal situación sugiere y cualquier intento de respuesta a cada una de ellas entraría en el terreno de la justificación o de la excusa y, por tanto, de lo inverosímil. […] Cualquier respuesta que intentaramos aventurar a las preguntas antes citadas que no fuera la marginación (por activa o por pasiva) carecería de toda credibilidad. ¿Quiero decir con ello que hubo una conspiración de silencio o un interés especial en relegarlo? No puedo afirmarlo, pero sí he de subrayar que ese silencio, unido a su ausencia en todas las antologías generacionales de ámbito estatal –no menos de treinta– que se editaron a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa […] es una inexplicable anomalía histórica que ha extendido una sombra sobre su figura humana y literaria, reforzando, a la vez, su condición de raro y heterodoxo…” (Rico, 2011: 8-9)
Tales reflexiones recogen, en realidad, algo que venimos defendiendo muchos de sus lectores y estudiosos desde hace años, independientemente de cuándo empezáramos a leerlo o de qué deslucidas ediciones nos hubiéramos tenido que valer hasta ahora para ello: que Javier Egea es indudablemente un autor mayor de la literatura española contemporánea, cuya figura ha sido injustamente ignorada −en ocasiones, y como en tantos casos históricos, por quienes todavía se les llena la boca de su nombre− y que su obra, que sólo tuvo un breve destello de reconocimiento en la década de los ochenta, merece un lugar de honor en el canon literario patrio no sólo al lado de sus compañeros de generación, sino incluso por encima de la mayor parte de ellos, algunos bastante más reconocidos y laureados. Precisamente su figura invita, en todos los sentidos, a replantearse ciertas cuestiones cruciales que lanzaba hace algún tiempo Jenaro Talens en torno al concepto de canon literario:
“Qué autores estudiar, cómo abordarlos y en torno a qué principios explicativos, son cuestiones que la presencia indiscutida del canon deja de lado por innecesarias. No planteárselas, sin embargo, supone admitir la distorsión ideológica que sirve a aquél de base y fundamento epistemológico […] En efecto, el canon es algo más que una forma de catalogar y clasificar la historia: fundamentalmente consiste en un modo de enfrentarse a la realidad y, por ende, de escribir (esto es, de rehacer) la historia.” (Talens, 1994: 138)
A este respecto, Walter Benjamin ya dejó escrito en sus imprescindibles Tesis de filosofía de la historia que es necesario de vez en cuando “pasar el cepillo a la Historia a contrapelo” y rescatar las voces de quienes precisamente sirven de antídoto contra el conformismo que los ningunea: “Tampoco ‒dice Benjamin− los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence” (Benjamin, 1973: 80). Y el lugar de Javier Egea está precisamente ahí, en la lista de escritores incómodos e inclasificables que retan al buen lector y se resisten a ser encasillados, refrenados, oficializados, estandarizados, a ser su palabra reducida a la mera perpetuación de lo mismo, pues no hay, a buen seguro, enemigo mayor que ese mencionado conformismo que tiende a engullir o disolver los discursos disonantes en el statu quo general.
La paradójica situación crítica en que fue quedando postrado el poeta granadino en las dos últimas décadas es digna de un análisis detenido –si bien no es éste el lugar–, puesto que si por un lado su obra siempre recibió elogios sinceros por su valor excepcional y se granjeaba el respeto de cuantos lectores se acercaban a ella, nunca su producción concentró la atención de la crítica dominante, si exceptuamos unos pocos casos puntuales y un sinfín de comentarios y reseñas al paso, donde apenas su nombre y algún título de libro es referido, aunque incluso en muchas ocasiones esto ni siquiera llega a suceder. Condenada al silencio por muchos factores –entre los que yo incluiría, por supuesto, desde el desánimo personal hasta el apagón editorial que lo separó paulatinamente de las librerías a partir de 1990–, su obra fue antes reconocida que conocida, mientras los estudios sobre otros compañeros más o menos afines, cuya importancia no seré yo quien ponga en duda, crecían pavorosamente hasta casi la sobrecodificación, instalándose además algunos de ellos en el centro del mercado literario y del fragor institucional.
No se trata obviamente de buscar culpables ni alimentar rencores, sino de señalar la anomalía de seguir ignorando su obra, y en este sentido habré de advertir tan sólo para no extenderme más en tales asuntos, que muchos de los pocos juicios críticos que se han vertido a lo largo de las tres últimas décadas sobre su poesía invitan más bien a reducirla, bajo inocente apariencia lisonjera, al exclusivo “dominio técnico” de la versificación o a la firmeza de su “compromiso ortodoxo izquierdista”, o incluso ambas cosas a la vez, cercenando de esta manera el verdadero y complejo valor de su escritura. Así, aunque los críticos lo llaman “uno de los más habilidosos” del grupo La Otra Sentimentalidad (Mainer, 1994: 166) o incluso “el miglior fabbro de ellos” (Mora, 2006: 81) ‒dos afirmaciones, por cierto, separadas por doce años y espigadas de un panorama que se prodiga en repetir con frecuencia el mismo encasillamiento‒, resulta paradójico que ninguno de ellos se haya animado nunca a prestar más atención a la obra de tan supuesto exquisito artífice. Lo triste es que mientras esto sucedía, en algunas anotaciones conservadas en sus diarios inéditos, el propio poeta llegaba a preguntarse en vida, a demanda del poeta Ángel González, que le pedía por carta referencias para escribir el prólogo a su frustrada antología Soledades (1970-1990), si existía ciertamente crítica sobre su obra: “¿La hay?” (Alcántara, 2010: 92). En este sentido, como decíamos, las cosas sí que empezaron a cambiar tras su muerte.
Solía decir Pierre Bourdieu que al hablar sobre los autores a menudo los fetichizamos porque subestimamos su esfuerzo de pensar (Bourdieu, 2005: 12), en este caso el de pensar poéticamente. Pero quizá, sencillamente, es que en muchas ocasiones la crítica no está a su altura. No todo el mundo está en condiciones ni desea comprender y asumir la escritura disonante de Javier Egea: por ejemplo, desde un diario de primer nivel el reconocido crítico Ángel L. Prieto de Paula, condescendiente con la publicación de la poesía completa de Egea a la que está dispuesto a conceder una nueva oportunidad, hace amago de ridiculizar su obra con varios comentarios despectivos bastante gastados, que empiezan por asegurar que “algunos incondicionales” lo han convertido “en un ariete contra los supervivientes fraudulentos”, y que “su adscripción ideológica, y el voluntarismo de sus exégetas” han pretendido convertir su poesía en “una síntesis de Góngora y Marx, culmen de ese estupendo oxímoron que es la poesía materialista” (Prieto de Paula, 2011), aseveraciones que dejan al descubierto, precisamente, la invisible línea de fuerza que ha ignorado siempre la obra de Javier Egea al construir la historia literaria, ese voluntarismo de otro signo empeñado en negarle la palabra.

Puente sobre el río Darro en el Paseo de los Tristes. Foto de TonoCano/secretOlivo
II
Porque precisamente ese materialismo tan hilarante a ojos de cierta crítica literaria resulta ser la clave de su obra, para ser más precisos la búsqueda de una poesía materialista, como yo mismo señalé en el primer estudio de conjunto sobre el poeta, escrito cinco años después de su muerte (García Jaramillo, 2005). Hasta tal punto es así que puede hablarse en su producción poética de una clara ruptura o coupure epistémologique ‒por emplear la terminología althusseriana tan querida a sus planteamientos‒, es decir, de un antes y un después ideológico y artístico tras su acercamiento al pensamiento marxista, tal y como señaló por primera vez el profesor Juan Carlos Rodríguez al estudiar Troppo mare, el poemario almeriense que lo cambió todo. Y así lo confirmaría el propio poeta en tantas ocasiones, recalcando ese intento límite de una escritura otra como una seña de identidad general del grupo en el que había aunado fuerzas junto a Luis García Montero, Álvaro Salvador y Antonio Jiménez Millán, entre otros, y que vino a llamarse, precisamente, La Otra Sentimentalidad:
“…yo creo –responde Javier Egea− que el secreto del éxito o reconocimiento que últimamente estamos obteniendo uno a uno por separado radica, en buena medida, en el hecho de que inevitablemente vemos las cosas desde la otra orilla, producimos desde la ideología materialista…” (Castro, 2010: 44)
Pero eso sería más adelante; en sus comienzos, Francisco Javier Egea ‒como firmaba sus primeros poemas‒ venía situando su poesía entre dos polos en cierto sentido complementarios: a un lado un cierto neorromanticismo muy influido por la bohemia y el malditismo tabernario, y al otro, un claro compromiso político antifranquista que lo aproxima a la mejor poesía de denuncia española e hispanoamericana, sosteniendo ya su precoz escritura en ambos casos sobre un impecable dominio formal, fruto de su atenta y constante lectura de los clásicos, de Garcilaso a Góngora, de Lorca a Neruda y Miguel Hernández.
En este primer momento el joven Egea, próximo vital y literariamente a otros jóvenes creadores granadinos como J. J. León, Vázquez de Sola o Enrique Morón, y a importantes propuestas literarias como la revista Poesía 70 de Juan de Loxa, se presentará a sí mismo como un poeta de «besos, vasos y versos» y buscará en el arte y la literatura, como luego en la militancia comunista, una vía de escape de las verdades oficiales. Y aunque autor ya de tres libros nada despreciables (Serena luz del viento, A boca de parir y Argentina’ 78), se volcará mucho más en escribir que en publicar, lo cual será en adelante marca de la casa. De este periodo son piezas ya clásicas de la poesía española contemporánea, como “Subiendo por tu cuerpo”, “De cómo recibí mi primera comunión”, “La cena ya dispuesta” o singularmente, “19 de mayo”, por señalar algunos hitos representativos en sus variados registros.
El periodo transcurrido entre 1977 y 1980 fue para él muy conflictivo tanto en lo personal como en lo literario, lo que provocará un cierto silencio en su escritura. Pero pronto su poesía dará el viraje definitivo que la hará huir para siempre de sí misma, tras una dura sacudida interior provocada, como dijimos, por el marxismo de orientación althusseriana que entonces se respiraba en ciertos círculos universitarios granadinos, y en cuya aprehensión −según su propio testimonio− será clave la lectura del mítico ensayo Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas (1974), del profesor J. C. Rodríguez. De esa crisis, resuelta en viaje iniciático al pequeño pueblo almeriense de la Isleta del Moro, nacerá en el verano de 1980 Troppo mare, el primer gran poemario de Javier Egea –que firmará en adelante con ese nombre−, ese “segundo primer libro” suyo que será para siempre un camino sin vuelta atrás y abrirá en la poesía española contemporánea una nueva manera de decir, enfrentada desde la raíz al objeto “Poesía”, al indagar de entrada en las relaciones entre la literatura y la Historia para romper su falaz separación, que prolonga la dialéctica burguesa privado/público. Es decir, será conceptualmente un discurso disruptivo dirigido contra la poesía, pero sin dejar de hacer poesía, y el lector queda deslumbrado para siempre ante la maestría con que el poeta diseña su itinerario hacia adelante a lo largo de las cinco partes de que consta el libro, donde examina ficcionalmente su propia experiencia vital e ideológica, desde los orígenes familiares y sociales hasta las raíces de la soledad y la explotación, para cerrarse justo en el límite de la autodestrucción con una coda que atisba al fin, más allá del territorio agreste de donde partía, la otra orilla en que reluce la esperanza revolucionaria.
Pero el archivo personal del poeta, inédito hasta noviembre de 2012, ha revelado que el arco de madurez escritural que se abre con la publicación de El viajero (1981) y se cierra con la edición del libro al completo, cuatro años después, no dará tregua creativa al poeta, siendo sin lugar a dudas el más fecundo e interesante de toda su producción, ya inmerso de lleno en el horizonte ideológico abierto por el marxismo y su estética de la resistencia. Ahora sabemos que Egea se enfrascó entonces en dos proyectos mayores que durante un breve tiempo convivirán simultáneamente en su taller, Paseo de los tristes y Réquiem, si bien sólo llegará a terminar el primero, quedando el segundo frustrado por la desmedida ambición del proyecto. Su segundo gran libro, Paseo de los tristes, que verá la luz por azares del destino antes que Troppo mare, en 1982, será un intento de profundizar en el territorio ideológico conquistado, para prolongar su lucha contra el inconsciente poético y el modo burgués de pensar y escribir la poesía y por extensión la vida, sólo que ahora desde la experiencia cotidiana y en un paisaje urbano. Para muchos se trata de su libro más maduro, mejor culminado que su precedente, donde la indagación sobre la relación entre el amor y el sistema de vida en el que nacemos alcanza sus frutos poéticos más logrados. Y lo cierto es que Egea exhibe por fin su dominio absoluto de la escritura poética, tanto en la lyra minima de ese diario cuasi-epigramático que lo abre, como en los poemas de más aliento, levantados sobre la apoyatura de romántica de Bécquer y Cernuda, con el Requiem de Fauré al fondo.
Y no sólo eso: paralelamente escribe un buen número de poemas sueltos de gran nivel, de los que dará a la imprenta sólo una pequeña muestra, como las excelentes “Glosas a Garcilaso” o su célebre tango “Noche canalla”, incluido luego en el manifiesto-antología grupal La otra sentimentalidad (1983) con el que los tres jóvenes firmantes pretendían darse a conocer en el panorama literario nacional. Pero si Álvaro Salvador y Luis García Montero se valían de la prosa para meditar sobre sus convicciones literarias, Javier Egea utilizará el verso, aportando aquí su soneto más conocido, “Poética” –fechado el 19 de enero de 1983−, en el que recrea la famosa composición homónima de Juan Ramón Jiménez para hacer, como él, un repaso de su trayectoria poética valiéndose del viejo tópico del striptease femenino. Un soneto en alejandrinos verdaderamente clave en el devenir de la poesía contemporánea en nuestro país, estandarte del modo de pensar y escribir la literatura de todo un grupo de poetas, donde hay una importante apuesta por la literatura como una defensa contra las ofensas de la vida, según la famosa sentencia de Cesare Pavese, y donde hay que prestar atención no sólo a los célebres versos finales que −según el propio testimonio del poeta− “hermanan poesía y revolución”, sino también al importante verso duodécimo que resume la compleja problemática teórica de que brotó su poesía de madurez, pues condensa las dudas respecto a sus posibilidades de torsionar y pervertir un producto tan netamente burgués como la poesía para, a través de él y sin renunciar a él, poder decir un discurso otro, hacer posible el compromiso después (o más allá) del compromiso, es decir, dejando atrás todo un cúmulo de mitos y lugares comunes arrastrados durante siglos en torno a la escritura poética.
Como decía, el momento álgido de la poesía egeniana empezará a cerrarse a partir de 1984, cuando, tras alguna aventura nuevamente frustrada como Un invierno en Mallorca. Polonesas, el poeta se embarque en la escritura disonante de su último libro editado en vida, Raro de luna, que terminará en 1987 pero será publicado en 1990. Será un nuevo giro escritural, una segunda experiencia límite –paralela a unas sesiones de psicoanálisis que plasmará en su diario− donde Egea se reinventaba seguramente tomando muy en serio de nuevo a Pavese, cuando se decía a sí mismo que “el artista que no analiza y destruye continuamente su técnica es un don nadie”. A través de una nueva indagación estilística, ahora todo sobriedad y concisión con un fuerte componente onírico y alucinado, casi hipnótico, donde los sentidos llegan a veces a enturbiarse, la radical novedad de su propuesta pasaba por una depuración temática y formal muy ligada al surrealismo pero “sin la abolición de la conciencia creadora” por decirlo al modo de Aleixandre, lo cual sólo era posible gracias a la maestría lírica que otorgan los años de oficio. Será un nuevo paseo, pero esta vez por el jardín sonámbulo del inconsciente, transido de muerte.
A partir de entonces, por lo arriesgado de esta última empresa −que de algún modo venía a cerrar su escritura− y por el evidente hastío que ya le acompañará hasta el final, el poeta granadino alcanzará sus mejores cotas sólo en momentos puntuales, razón por la que quizá espació tanto sus publicaciones, tratando de ofrecer al lector sólo los mejores frutos de su nueva cosecha en revistas locales. En todo caso hay que matizar que, desde el conocimiento que hoy se tiene de su obra, ese segundo silencio público no se corresponde del todo con un silencio completo en la escritura, como demuestran los diez Sonetos del diente de oro (1992−1994) publicados póstumamente (2006) o el grupo más o menos amplio de poemas, de distinto valor e importancia, agrupados en el Cuaderno de Elena, que ni forman realmente un libro ni están del todo terminados, pero entre los que hay hallazgos interesantes que sirven, sobre todo, para demostrar que a ratos Egea siguió escribiendo, si bien estrellándose de frente con un muro insalvable.
Hoy que la poesía española anda como anda, sin duda el ejemplo edificante de Javier Egea puede servir muy bien de antídoto contra la comparsa de los poetas subvencionados, espejo para jóvenes creadores, modelo de poeta insobornable para trepadores y besamanos y, sobre todo, inspiración (sin mito) y fuente de aprendizaje y de gozo para los que buscamos la belleza y la verdad con las palabras, para los que disfrutan contemplando el dominio de la escritura en sentido amplio, la ética de un oficio incurable y contagioso sin demasiadas recompensas al que uno se entrega pasionalmente, y que no consiste en aparecer semanalmente en las revistas literarias ni firmar ejemplares en las ferias del libro, ni en pulular por las universidades y las academias, ni en recibir premios −unos premios que en algunos casos recuerdan a las famosas bolas de billar de Fernando VII, puestas para que los amigos hagan carambola−, sino en leer y en vivir y en ir llenando día tras día el papel en blanco, en soledad, equivocándose casi siempre para acertar, si acaso, alguna vez, unas pocas veces, y así, como decía su paisano Francisco Ayala, ir dejando poco a poco la vida en jeroglífico. Su lección es, desde luego, imperecedera: siempre será urgente salir adelante, saber que cada día uno existe y amanece, que hay cosas en la vida que sólo se resuelven junto a un cuerpo que ama, que no podrán con nosotros, que es preferible, al cabo, quedarse solo a venderse.

El río Darro a la altura del Paseo de los Tristes. Foto de TonoCano/secretOlivo
Bibliografía citada
Alcántara, José Luis (2010): “Homenaje a Javier Egea (Historia de una antología)” en AA.VV., Actas de las II Jornadas de Literatura y Marxismo, Revista de crítica literaria marxista, 3, Madrid: FIM, pp. 90-93.
Benjamin, Walter (1973): “Tesis de filosofía de la historia”, Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus.
Bourdieu, Pierre (2005): Capital cultural, escuela y espacio social, Madrid: Siglo XXI.
Castro, E. (2010): “Javier Egea: el amor es de carne y hueso, no llueve de las nubes”, Diario de Granada, 19/10/1982, en E. Castro, Tiempo de hablar, Granada, Alhulia, pp. 39-47.
Egea, Javier (2011): Poesía completa (Volumen I), Madrid, Bartleby Ediciones, ed. de J. L. Alcántara y J. A. Hernández, prólogo de Manuel Rico.
Egea, Javier (2012): Poesía completa (Volumen II). Obra dispersa e inédita, Madrid, Bartleby Ediciones, ed. de J. L. Alcántara y J. A. Hernández, prólogo de Jairo García Jaramillo.
García Jaramillo, Jairo (2005): Javier Egea, la búsqueda de una poesía materialista, Granada, I&CILE. 2ª ed. corregida y ampliada: La poesía de Javier Egea, Granada, Zumaya, 2011.
García Jaramillo, Jairo (2012): “El poeta recobrado. Presentación de la obra dispersa e inédita de Javier Egea”, en Egea, Javier (2012): Poesía completa (Volumen II). Obra dispersa e inédita, Madrid, Bartleby Ediciones, ed. de J. L. Alcántara y J. A. Hernández, pp. 7-43.
Mainer, José-Carlos (1994): De postguerra (1951-1990), Barcelona, Crítica.
Mora, Vicente Luis (2006): Singularidades: ética y poética de la literatura española actual, Madrid, Bartleby Ediciones.
Prieto de Paula, Ángel L. (2011): “Andar erguido y solo”, Babelia [El País], nº 1013, p. 15.
Rico, Manuel (2011): “Realidad, lucidez y poesía: una lectura de la obra de Javier Egea”, en J. Egea, Poesía completa (Volumen I), Madrid, Bartleby Ediciones, ed. de J. L. Alcántara y J. A. Hernández, pp. 7-54.
Talens, Jenaro (1994): “El lugar de la teoría de la literatura en la era del lenguaje electrónico”, en Curso de teoría de la literatura, coord. por D. Villanueva, Madrid, Taurus, pp. 129-43.
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