MARTIRIO: la más moderna de la clase y la de más clase entre las modernas
por Héctor Márquez
La primera vez que vi a esta mujer que, cantando, desnuda su alma y sus ideas públicamente ocultando sus ojos, ni siquiera la recuerdo. Sé que estaba allí, en el mismo patio de butacas del local de ensayo. Estaría, seguro, con los ojos descubiertos, como siempre que es Maribel pero no tengo una imagen nítida de aquel día. Yo era un jovencito que aún no sabía que se estaba despidiendo definitivamente del sueño de hacer teatro en Madrid. Ella acababa de mudarse a la capital. Semanas antes o semanas después su aparición ya vestida de Martirio en el programa Auanbabulubabalambambú entonando la saeta del Estoy Mala causó un impacto tal que, a día de hoy habría sido trending topic sin dudarlo.
Pero de aquello hace más o menos treinta años. Los mismos que este enero celebró en el escenario del Teatro Circo Price. Treinta años de un disco que convertía en solista y en icono a un personaje, Martirio -al principio llevaba el apellido «de Pasión» tras su nombre-, que surgió de la experimentación y la búsqueda junto a Kiko Veneno. Un personaje que llegó a grabar un maxisingle -Si tú, si yo- con él y Raimundo y Rafael Amador a los que hacía coros en el Veneno de la Era Bola de Cristal del maestro Sanfeliu, ya con gafas oscuras y peinetas. Estoy mala fue un símbolo y un referente para muchos. Hoy es un clásico moderno. En los estertores de La Movida surgía la artista que era capaz de aunar modernidad y tradición española dando un salto de ironía e inteligencia.
Venía de Huelva, se apellidaba Quiñones Gutiérrez, rondaba entonces los 30 y siempre le gustó cantar. Siempre le gustó la copla. Hasta estuvo, como Maribel, un tiempito en Jarcha después de la Libertad sin ira, cantando a Lorca. Pero tras su aparición, Martirio se convirtió ella solita en la imagen más poderosa de La Movida y en símbolo de la moda española más creativa y autorreferencial. Ella sola fue la pasarela Cibeles del ingenio de diseñadores y artistas como el Colectivo Fridor, Fernando Ligero o Andrés Martín quienes le hicieron trajes y peinetas asombrosos que llevaron al culmen el ingenio creativo de una generación que asumía las señas de identidad del pasado, de la españolidad, dándoles una lectura más social, irónica y lúdica. Martirio trajo también el lenguaje de la calle. Un lenguaje de mujeres sin glamour y sin pintar, hasta entonces despreciadas. Marujas, maris, hembras de barrio a las que habían cambiado la escenografía y el atrezzo del amor y el desamor, del deseo y el abandono: sí, los temas de siempre de la copla. Pero eran mujeres que ni sufrían lágrimas de sangre ni veían a sus chulos venir en un barco y marcharse a caballo luego. Trajo a la realidad a las personas que bajaban a comprar al hipermercado con chandalito, a las parejas que empezaban a ver porno en el vídeo comunitario para animar su vida sexual. A las madres que se jinchaban de tomar pastillas para calmar los nervios. A las que engordaban tanto que les rebosaba la carne por los zapatos. Y fue creando todo un diccionario de humor y cariño pero también respeto -como cantaba su maestro, amigo, coautor de canciones y mentor entonces Kiko Veneno en la canción homónima, estaba muy bien eso del cariño, pero también hablaban de respeto- donde unas y otros escuchamos la realidad sin sentir vergüenza ni complejo, como paralelamente estábamos viendo en aquellas primeras películas del Pedro Almodóvar cuando también bajaba a la calle a contar lo que veía.
Porque ella nunca hizo parodia. Maribel siempre respetó y amó profundamente el legado de los maestros y maestras con las que ya comenzaba a compartir escenarios. Cuando cantaba Ojos verdes, copla que lleva cantando toda su vida, no se estaba riendo de nadie. Ella venía, como decía aquella canción de Fito Páez que también ha versionado con los años, «a ofrecer mi corazón«. El suyo. Pero su amor con hache, su humor, su capacidad para dar con la poesía exacta de los tiempos, tan andaluza y tan arcana, a veces no nos permitía ver el bosque que había detrás. E hicimos suyas sus ocurrencias y metáforas. Sus frases se metieron en las conversaciones. Empezamos a atacarnos todas como La Martirio. Arreglaos pero informales. Exceptuando al maestro Chiquito de la Calzá, ella ha sido la artista que más conceptos, frases hechas y locuciones ha regalado al habla popular.
Resulta que en los ochenta y primeros noventa Martirio se hizo tan famosa, tan icono, que de alguna manera hubo quienes desde los cenáculos de la crítica no acabaron de tomarse en serio ni el poso profundo de su performance, ni su música que nació mestiza y tendiendo cables entre géneros, épocas y continentes desde el primer día. Después de casi una década donde las peinetas y los trajes llegaron a convertirse en un escenario demasiado brillante, a Maribel empezó a pesarle la armadura y la sobrexposición. Yo la conocí personalmente por aquel entonces, poco antes del gesto tan valiente de tomarse un respiro que le dejó sin ganar muchos dineros de los de entonces, pero sin el cual se podría haber convertido en parodia de sí misma. Pero es que Maribel es de las personas que menos concesiones ha hecho jamás con su trabajo y su obra. Esta vez sí que me acuerdo perfectamente de todo. Fue en el bar La Época, que regentaban mi compadre el escritor José Garriga y mi amigo de la adolescencia el poeta José Antonio Mesa. Venía de una gala del Teatro Cervantes de Málaga acompañada de Fernando Ligero. He debido tener siempre mucha cara porque no sé cómo me atreví a hablarle. Yo ya admiraba a la artista y al personaje. Compraba y escuchaba sus discos. Pero entonces conocí a la persona que había detrás. Fue la primera maestra sin título que traté en mi vida. Y me di cuenta de que no había un gramo de impostura en su trabajo. Como todos las que la conocen de verdad, no me quedó más remedio que enamorarme de Maribel. De su arte e inteligencia. De su corazón. De esa pasión que al principio apellidaba a su martirio y que le ha hecho levantarse de todas las heridas que provoca la bola de la vida del amor. Me intentó enseñar muchas cosas. Yo intenté aprender algunas. Alguna de sus sentencias aún se la digo a mi hijo y a la gente que quiero: «todo aquel que dice Yo Soy es porque no tiene a nadie que le diga Tú Eres«. Admito sin rubor que si alguna vez intenté ponerme las gafas de otra persona para entender un problema, fueron las suyas. Que uso ocurrencias suyas en mi vida privada como el aspirante a tocaor usa las falsetas de sus familiares. Y digo con orgullo que su amistad y respeto es una de las mejores cosas que me han pasado en mi vida.
Como a su paisano Juan Ramón Jiménez le sucedió con su poesía, aquella canción de Martirio que vino primero pura, vestida de inocencia, se fue vistiendo luego de no sé qué ropajes. Así que tras haber visto color con un disco fabuloso de sevillanas que supuso la primera gran colaboración entre ella y su hijo Raúl Rodríguez, un disco donde ya se soltaba el pelo en la portada del disco, colgó sus barrocos trajes, se quitó las gafas oscuras, le dio a Martirio unas vacaciones merecidas y se puso a buscar y a sanar a Maribel. Hizo teatro como Quiñones. Empezó a rodearse de músicos de jazz. Se tomó un tiempo sabático de estudio y regresó con uno de los mejores discos de la década en España, un disco-libro impresionante, el mismo formato que el primero editado por su hijo Raúl cuando ha empezado su carrera en solitario como Razón de Son. Fue Coplas de madrugá con Chano Domínguez, Javier Colina y Guillermo McGill.

Martirio. Foto de TonoCano / secretOlivo
Y en ese disco ella y Chano y Colina y McGill le dieron a la copla cañí una historia que hasta entonces nunca había tenido. Probablemente, porque un dictadorzuelo fantoche impidió durante años que aquella tradición tan española del arte de contar historias viajase para mezclarse con la más grande tradición musical que los negros trajeron a Estados Unidos en el siglo XX: el jazz y el blues. «La copla es tan grande como Shakespeare» me regaló como titular durante una entrevista de promoción de aquel disco. Y escuchamos allí en su voz lo que hubiese sucedido si Imperio Argentina y Rafael León se hubiesen juntado en serio con Cole Porter. Si Bill Evans hubiese tocado las teclas negras a doña Concha. Si Marifé se hubiese vestido de Lady Day en un otoño en Nueva York para cantar su Torre de Arena. Ya los trajes no eran una coraza de caballero andante. Las gafas seguían aún oscuras, pero no soportaban órdenes corintias. Y las peinetas eran mucho más sutiles y no sostenían giraldas. Su voz había cambiado. Era más profunda, más llena de matices. El corazón se le transparentaba entero.
De entonces a ahora han pasado veinte años. En ese tiempo Martirio ha cantado en todo el mundo. Ha subido a los palacios y bajado a las cabañas. Ha buscado raíces en ultramar, en todas las músicas. Ha hecho de Sudamérica su segunda madre. Es una dama de la canción, y eso ya no se discute. Los críticos renuentes de entonces compiten en metáforas para alabar su trabajo. Ya le han dado medallas. Y la han hecho predilecta. No sé si aún queda pendiente que le pongan su nombre a una calle, una placita o una costanilla al menos. Ha hecho cine, teatro, televisión, radio y prensa. Ha escrito libros. Ha publicado 16 discos. Ha sido recortable, interior, columna, portada y contraportada. Le han hecho un documental como Imprescindible. Ha cantado con y cantado a algunos de los más grandes, archiconocidos o por descubrir, maestros de ayer, hoy y mañana: Chavela Vargas, Marta Valdés, Compay Segundo, José María Vitier, Omara Portuondo, Carlos Cano, Juanito Valderrama, Gema Corredera, Soledad Bravo, Javier Ruibal, Lila Downs, Susana Rinaldi, Silvia Pérez Cruz, Mayte Martín, Kiko Veneno, Ojos de Brujo, Chano Domínguez, Miguel Poveda, Sabina, Amancio Prada, Alaska, La Shica, Maui… Y, sobre todos ellos, su hijo Raúl Rodríguez, con quien se retrató por primera vez en la contraportada del disco De un mundo raro, y es quien se convierte en el escenario en su auténtico pulmón de cuerdas. Ha entrado en el son, en el bolero, en el tango, el danzón y la guaracha, en la chanson, en el flamenco, en la experimentación de vanguardia, en el jazz, en el blues, en el antiguo folclore popular, en el rock, en el pop, en el fado, en la copla. Ha cantado toda la poesía que ha podido. Se ha hecho una embajadora de la canción de todas las épocas y estilos donde una mujer ama o desama.
Martirio ha colaborado -de primera figura o tan sólo haciendo humildes coros- con tanta gente que ella misma se ha puesto el mote de «la colaboranta». La lista es interminable. Pasó de pedir hora a dar cita con la misma naturalidad. Es un espejo donde todas las mujeres les gusta verse alguna vez porque sabe representarlas en su esencia y devolverles humor, orgullo y valentía. Sus espectáculos en directo ya son una suerte de terapia colectiva donde se ríe, se llora y se regresa uno emocionadito -«un spa emocional» dice ella- a su casa perdonándose un poco más como en aquellas viejas películas buenas en blanco y negro viendo a aquella artista, aquella madre joven tímida que décadas atrás se atrevió a crear una catarsis colectiva, más fuerte que nunca en el escenario. Sigue siendo La Martirio. Sigue cantando Ojos Verdes y quitándose las gafas unos segundos durante la canción. Sigue enseñándonos que entre los hombres hay reos, naturales, maduritos interesantes y nonainos. Que lo más bonito y generoso que puedes ser en esta vida es «un vinculante». Sigue siendo la maestra indiscutible en el arte de «las cabidas», o esos parecidos fisiognómicos entre personas que cuando ella los descubre te hacen reír a carcajadas. Sigue guardando una colección fabulosa de trajes, peinetas y gafas esperando a que alguien con gusto, criterio y algún puñao de parné le dé por montar un museo alrededor de toda esa creatividad. Sigue empeñada en hacer versiones en inglés de las coplas más conocidas: su Paid so well, hubiera dejado a Miguel de Molina apoyao en el quicio de la mancebía con cara de pasmo. Sigue respetando con humildad a los maestros y los aprendices aun cuando ella ya tiene varias cátedras colgadas en sus huesos. Sigue siendo la más rápida en la ocurrencia, en la frase ingeniosa, en el triple sentido, en la picardía, en la capacidad autoparódica, en su oído para escuchar al pueblo, de donde ella viene, en su oído para apreciar el arte musical allá de donde venga, en su talento para seguir aprendiendo cada día mientras el resto intentamos aprender algo de ella. Sigue siendo testigo -que es lo que significa la etimología de Martirio- de su tiempo. Sigue siendo la amiga predilecta de sus amigos y admiradores que, en peso y cantidad, ya dan para hundir el Titanic de una sentadilla.
Martirio sigue siendo la más moderna de la clase y la que tiene más clase entre las modernas. Un clase trabajadora, naturalmente. Porque nunca, nunca, aún estando mala, ha dejado de ser Maribel. Una mujer separada y sin paga que emigró a la capital, luchó por su arte, por su amor, por sus seres queridos, por su hijo, por la música, por su obra, por sus sueños, demostrando que sí se podía y trabajando sin parar. No como una esclava. Sino como una mujer auténticamente libre.
[Este artículo forma parte de la edición impresa «Malditos«]
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