Antonio J. Caballero: «La historia y la memoria son una constelación en la que todo está inextricablemente entrelazado»
Antonio J. Caballero (Diezma, Granada, 1973) es licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura y Teatro en el Colegio Escolapios-Genil de Granada. Máster en Formación e Investigación Teatral en el contexto europeo, es director Psicodramatista. Coordina talleres de teatro aplicado y ha dirigido y adaptado obras teatrales como Yerma de García Lorca, El cuento de la isla desconocida de José Saramago, El concierto de San Ovidio de Antonio Buero Vallejo o Todos los sueños del mundo, con dramaturgia propia.
Actualmente cursa el máster universitario en Estudios Avanzados de Teatro y realiza una tesis doctoral en la Universidad de Granada. Escribe las letras de las canciones en el grupo de música Alendra, con tres discos publicados: Calle del agua, La lluvia perdió su invierno y Poemas de Javier Egea. En poesía publicó en 1991 La esperanza que me da el miedo y ha participado en revistas como ‘Lumbre’ o en la antología La satisfacción del deber cumplido (Esdrújula Ediciones, 2023).
Javier Gilabert: ¿Por qué este libro y por qué ahora?
Antonio J. Caballero: Este libro es fruto de la decisión que tomé hace unos siete u ocho años de indagar en mi memoria personal y en lo que mi cuerpo, mis emociones y mi pensamiento guardan del tiempo histórico e imaginario de mi niñez: los años ochenta en un pequeño pueblo de Granada. La memoria individual no es sino una memoria transida de fragmentos, sensaciones, imágenes, olores, que nos acompañará toda la vida. Solo puedo nombrar eso con el lenguaje, y este se queda a medio camino siempre en ese intento. La poesía nos ofrece más posibilidades para llegar a lo previo al lenguaje —que es una especie de mundo aparte, que queda en el inconsciente, aunque el inconsciente está funcionando, vaciándose y llenándose cada día y cada noche—, a través de su música, de la métrica, de las metáforas. El lenguaje, como nosotros, pertenece a un sistema reglado en sus contradicciones: he querido indagar en todo eso para seguir en el esfuerzo de poder decirme. Como nos enseñó el profesor Juan Carlos Rodríguez, «el intento de decir “yo soy” es radicalmente histórico».
En el ahora del libro tienen que ver los buenos deseos de amigos y amigas, buenos. El poeta Fernando Jaén, especialmente, los poetas Gerardo Rodríguez y tú mismo, Carolina Carmona, mi mujer, el poeta Ramón Repiso, los poetas Alejandro Pedregosa y Teresa Gómez, han sido pacientes y almas bellas que han perseverado, cada una y cada uno a su manera, en la idea de que publicara.
¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?
Como te decía antes, este libro tiene que ver con dos ideas: mi deseo de atravesar el caos que es en gran medida toda memoria propia como lo es toda mirada actual a la historia que uno vivió en la niñez: la transición, las elecciones municipales y generales, el golpe de Estado, aunque también las primeras novelas o las primeras canciones. En fin, todo ese tiempo en España de finales de los setenta hasta mediados de los noventa. La otra idea tiene que ver con la llegada a mi vida de pensadores que quedaron aparcados en mi juventud y que ahora se empezaron a convertir en fundamentales como Walter Benjamin o Gastón Bachelard. La idea de la redención en Benjamin asociada siempre a la idea de la redención del propio pasado, o de Bachelard, la imagen de la casa soñada distinta a la natal y siempre por hacer. Y sosteniendo todo el libro una pregunta de un maestro por el que siento un enorme agradecimiento, el profesor Juan Carlos Rodríguez: si la posibilidad de decir yo es casi imposible, entonces ¿qué se puede hacer?
¿Qué pistas o claves te gustaría dar a l@s posibles lector@s?
En lo que te voy contando van muchas pistas [risas]. Quizá, añadiría que Herencia de la nieve no es una autobiografía poética, aunque contenga hechos que recuerdo que viví. Sí es una mirada de mi actual yo al yo de mi niño, y cuando digo uno u otro yo, lo digo con temblor; y lo que fui descubriendo, ya bien entrado en su escritura y me llenaba de asombro, era que el yo de aquel niño que jugaba en la calle con la nieve y volvía a casa, al amparo primero, para entrar en calor, estaba mirándome mucho más y mucho mejor él a mí que yo a él.
También fue nuclear en el intento de construcción del yo del texto poético, la concepción benjaminiana de la pérdida de la experiencia. Como ha escrito un perfecto conocedor de Benjamin, Giorgio Agamben, «hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana en una gran ciudad». Mucho de nuestro ajetreo, de nuestro ir de aquí a allá, es un ejercicio que acumula y amontona vivencias pero no experiencias. Ésta está emparentada con el extrañamiento; en este sentido, la vuelta al niño es en cierto modo una desobediencia a la imposición en nuestro tiempo de la apropiación de la experiencia. La auténtica experiencia tiene que ver con la apertura, con un pensamiento que se piense desde lo intolerable del mundo, que diría G. Deleuze.
¿Qué efecto esperas que tenga en ell@s?
Tengo unas expectativas muy humildes y que ya han sido superadas por los lectores que me dicen que estos poemas han abierto en ellos un camino hacia su infancia y a hacerse preguntas nuevas o preguntas viejas formuladas desde otro lugar. Nunca estuvimos ni estamos solos y en la memoria de lo que vamos siendo hay seres humanos que estuvieron viéndoselas ante la misma indefensión que el que escribe, o ante un frío o un campo nevado parecidos, unas esperanzas comunes y compartidas, porque en realidad la historia y la memoria son una constelación en la que todo está inextricablemente entrelazado.
Afirma Fernando Jaén en la contraportada que nunca has tenido: «Prisa en sacar a la luz estos poemas que ha llevado tan adentro durante tantos años». Si a eso le sumamos que tu anterior publicación lleva fecha de 1991, se podría decir que, en lo tocante a escribir, te tomas las cosas con calma… [risas].
[Muchas risas] ¡Así es Javier! Anteriormente a este libro tengo dos poemarios inconclusos que ahí se quedaron en la estantería —palabra que no puedo pronunciar sin pasar por el corazón el título de un poemario tuyo, En los estantes—. Siempre he estado escribiendo, pero no tuve ninguna intención de publicar. Ahora bien, sí que he sido y soy un lector apasionado de poesía. Elegí ser lector antes que escritor.
También cuentas con las palabras de Luis García Montero en el libro, quien sostiene que «Las preguntas de la poesía son una forma de regreso». ¿Qué ha supuesto para ti regresar, por medio de estos poemas, a tu pueblo, a tu infancia?
Como hablábamos antes, la poesía pregunta e interpela a la realidad desde un lugar especial, entre otras cosas porque lo hace desde un lugar que es al mismo tiempo un no lugar. Esto le permite una oscilación entre el pasado, el presente y el futuro impagable, así como una suerte de apego desapegado que tanto me recuerda a lo escribió tan imperecederamente Pessoa: «No soy nada./ Nunca seré nada. No puedo querer ser nada./ Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo».
Regresar ha consistido en poder mirar de cara al miedo, al desasosiego de aquel tiempo histórico. También la emoción de vivir en un tiempo, en absoluto idílico, y en una historia en la que estaba irrumpiendo algo nuevo y diferente. Además, se han presentado en el camino el perdón y la aceptación de lo que pudo ser y no fue. Ha supuesto un viaje por un laberinto de emociones difíciles y de sueños preciosos que tuvieron que hacer mudanza como todos los sueños, si bien dejaron a su paso un rastro de alegría y de aprendizaje. Poder recibir con conciencia de agradecimiento profundo el amparo de mis padres, rostros y nombres inolvidables de mi pueblo o historias de dolor y de alegría que darían para algunas películas y novelas.
La matriz vital en la que me crie jamás querría cambiarla por nada, pues en ella se dieron la diferencia radical y la repetición atávica, la espontaneidad creativa y la conserva cultural, la ironía y la picaresca, la melancolía y la tragedia lorquianas, el nomadismo, la emigración, la explotación y la resistencia, la envidia y la misericordia. El deseo de vivir a pesar de todos los pesares. Comprobar que hay una alegría sencilla y oculta en lo más importante de la vida. Pero, como sabes, en este viaje es imprescindible soltar el control y dejar que sea la vida quien vaya diciendo. Asocio ahora con esta idea la reflexión de H. Rosa con respecto a lo indisponible como punto de partida para construirnos mejores.
¿En qué medida veremos en él —o no— al Antonio Caballero de tus publicaciones anteriores?
Quizá en el mundo de las letras de mis canciones pudiera haber algunas ideas que tienen que ver con mi manera de estar en el mundo; por ejemplo, mi opción por las preguntas más que por los dogmatismos y las respuestas que huelen a cerrado, o mi amor por las historias de los que sufren en los márgenes, o en los infiernos de lo establecido. Y aunque esto no es poco, creo que no mucho más.
Te pongo en un aprieto: si tuvieras que quedarte solo con tres poemas de Herencia de la nieve, ¿cuáles serían?
Bueno, no, no es ningún aprieto. Te diré los que en este tiempo me resuenan más fuerte; si me vuelves a entrevistar dentro de unos meses quizá te diga otros. El poema titulado ‘En mi principio fue una maestra’ es muy especial para mí. En él hago un homenaje a mi maestra de 1º a 3º de Primaria. Ahí estuvo el origen, pero luego ese agradecimiento también se conecta con otros maestros y profesores, como mi profesora de Literatura en BUP, María del Carmen González. Este poema es también memoria y honra de la posibilidad de tener escuela. Nosotros fuimos casi de los primeros niños y niñas que tuvimos unas instalaciones, unos mapas, unas sillas, unas pizarras, y algo muy importante, aunque de manera intermitente, teníamos estufas de butano para calentarnos. La escuela pública empezaba a construirse en los pueblos.
Cuando hace unos cuatro o cinco años, una mañana volvía de mi breve descanso para continuar con las clases, en la puerta de mi trabajo me encontré, ya con unos ochenta años, a mi maestra de Primaria; me contó que sus nietos estaban en mi colegio y, de hecho, yo era su profesor en Bachillerato. Fue tal la emoción de vivir dentro de mí los dos tiempos, la heterogeneidad de los dos roles en pleno movimiento interno, yo aprendiendo a leer y yo enseñando, que sin poder retener mis lágrimas me fui a clase ya con el poema empujando en mi corazón por construirse.
‘La nieve de febrero’ es un homenaje a tantos hombres, mujeres, jóvenes, niños y niñas que emigraron para trabajar. La emigración en mi pueblo fue sobre todo a Barcelona. En el poema recuerdo a la mujer que crio a mi madre. Mi madre perdió a la suya con tres meses de vida. Mi tía que fue, para mis hermanos y para mí, nuestra abuela materna volvía en verano a su pueblo, y esto era y es uno de los regalos más hermosos que me ocurren cuando lo rememoro. Mi amor por la ciudad de Barcelona tiene mucho que ver con eso. El tercer poema está en la parte titulada La memoria en el espejo y tiene como título ‘Era su gesto’. «Era la luz de mi niñez en todas las cosas./ En las sombras del yo …»»». Este poema recoge la mirada final del yo poético, lo que queda después del viaje, lo que vale la pena guardar hasta que llegue la muerte, lo que siempre fue el mejor y el más hondo sueño de mi vida, en fin, la magia y la incertidumbre creadoras que duermen para despertar con nuestro consentimiento o sin él, en la tensión de las contradicciones visibles e invisibles.
En tu faceta musical te has ocupado de las letras de las canciones de Alendra. ¿Hasta qué punto influye esta labor en tu obra poética?
Son dos cosas distintas, pero unidas por el deseo de danzar con el caos, de ordenar lo que queda después de todo lo que pasa y nos pasa. Las canciones, como la poesía, me salvan, me liberan del compromiso que nos viene impuesto y reglado en el escenario del mundo. Alendra, con sus tres discos editados, Calle del agua, La lluvia perdió su invierno y Poemas de Javier Egea, es un lugar y un tiempo de ternura para mí. Tengo y tenemos el deseo de volver a hacer canciones.
‘¿Y el teatro, tiene de algún modo cabida en tus poemas?‘
En principio, no. El teatro siempre ha estado en mi vida, pero fue hace unos diez años que empezó a ocupar un lugar central. Mi formación durante cuatro años como director psicodramático tuvo mucho que ver en ello. Aunque despacio, trabajo en una tesis doctoral que tiene como propósito la investigación de la memoria y el trauma social que produjeron grandes conflictos y guerras, como la de la antigua Yugoslavia, la guerra en España, la Segunda Guerra Mundial, la represión en Centroamérica. En este trabajo cuento con la enorme suerte de estar dirigido por la profesora, poeta y dramaturga Gracia Morales, y por el catedrático de filosofía José A. Pérez Tapias. El teatro es un encuentro social —un acontecimiento— con los otros, la poesía es un encuentro desde la soledad con los otros.
¿Supone este poemario un punto de inflexión en tu producción como poeta? ¿Y a partir de ahora, qué?
Solo sé que sigo escribiendo y que eso me hace bien. Escribo dos poemarios. Uno tiene a mi padre, que nos dejó poco antes de la publicación Herencia de la nieve, como protagonista: lo que sé de su infancia, de su lucha, de su pasmosa inteligencia, su magnífica forma de narrar, sus novelas, todo eso me produce una enorme emoción y deseos de escribir-me desde ahí. Además, el siglo XX es un siglo inquietante por un lado y deslumbrante, por otro, desconcertante al fin y al cabo, y constituye la materia del otro poemario.
Por último, como lector, ¿a quién te gustaría que invitásemos a pasar por ‘la Prensa’?
La poeta y dramaturga Gracia Morales y el poeta Juan Gallego Benot.
Poemas de ‘Herencia de la nieve’ de Antonio J. Caballero
En mi principio fue una maestra
Cansada de pasado te acercas a mis ojos,
suburbio donde guarda mi alma
un experto en poner
tildes y el ruido que en el papel deja
el roce de los lápices. Y La isla del tesoro.
Escucho tus ochenta años,
me consuela volver a vivir tu consuelo
otra vez como un niño
que mientras te miro se mira.
Miro tu voz nombrándome,
miro el patio, cercado de rosales,
mi primer mundo: el cielo pobre y frío
de los números y las letras
del reino de la escuela.
En el dictado del porvenir nunca
sabemos quién ordena los párrafos ni el tipo
de relato que un día dará cuenta
del sentido del mundo de cada uno.
Quizá solo seamos
la casa alzada que nos guarda
en el armario de los días
azules y del sol de nuestra infancia.
La letanía previa de un murmullo
que recorre la sangre
de las primeras soledades.
O mejor, la intemperie
que sabe dónde está
la goma para borrar la escritura
de las casas abandonadas.
-Algo pasadas las tres de la tarde,
los geranios colgados
en el extenso ventanal del aula
no aguantan estos fríos.
Me entusiasma aprender
a contar sin los dedos y dejar
la escritura con lápiz.
Entra sencillo el sol como un consuelo
en la casa del pobre.
Barcos, Las aventuras de Tom Sawyer,
el aroma a café caliente,
héroes que me rescatan
de los fantasmas íntimos.
El deseo de la Ilustración cae,
como una lluvia fina,
con su fraterna luz, en la esperanza
de una España que aprende la libertad y sueña
con que seamos más iguales.
Me cuidaban los cuentos, ordenados
alfabéticamente en el estante,
con un secreto que a veces regresa
a darme de beber
de su amparo y de su cuidado.
En algún sitio la bondad será
un hogar y un poema para quienes se cuentan
sus pesadumbres por arrugas
sus derrotas por cicatrices,
su orfandad por deslealtades-.
A través de tu voz
oigo el latir,
inocente y terrible,
de la ausencia de treinta
y tantos años largos.
A través de tu voz
se lanza mi futuro hasta este encuentro
que estaba escrito, pero era solo una
posibilidad entre muchas
en el reino de las causalidades.
Como si nos hubieran alcanzado de golpe
tres primaveras de preguntas
todavía sin contestar,
a través de tu voz.
Sin embargo, hay un tiempo,
con su lluvia, con su horizonte propio,
sus preguntas, su cielo
sin luz
su luz sin aire,
en el que se restaura el arquetipo
que descose la angustia que lo empapa
y lo aligera todo.
Hay un tiempo soñado, sin historia
y sin origen,
en que sin apiadarse
definitivamente de uno
aparecen al lado
de tu almohada
los pantalones de boca ancha,
la pana gastada,
y dos o tres canciones que nos hielan el alma.
Hay un tiempo en la colina
de la compasión de mi pupitre y tus manos,
tus órdenes y la prolongación
de mi madre en el manto de tu voz,
que vendrá conmigo
en los tesoros que el cielo y la tierra
guardan en el regreso
a la música de la niñez.
Porque si alguna vez vuelve un invierno
de finales de los años setenta
no quisiera vivir
ni quisiera quedarme en ellos.
Pero daría lo que fuera
por volver un minuto
de la escuela a mi casa, manchado de tiniebla
y de barro y de los ladridos
de los sueños más nobles que duermen en los libros.
No reprocha el pasado
nada si se comprende su bondad.
Con tu andar cansado te despides.
Me quedo junto al río
Genil, por donde, escribió Lorca,
va el agua donde solo,
como en el Dauro, reman los suspiros.
Llevo en la lluvia de mi pensamiento
un puñado de voces recordadas del patio
de mi niñez. Los gritos y los juegos
de los niños, las niñas que vivimos los años
primeros de la democracia.
Ya voy a clase con mis alumnos.
Estás aquí conmigo,
te cojo de las manos, enseñándome
a aceptar el dolor, mientras me quedo
en un instante donde
se encuentra constelada
toda una vida
en la docilidad
que imponen los semáforos.
Le regalo una sonrisa al niño que se pierde
solo en el patio y coge
una rosa muy blanca, clandestina.
Quiere llevársela a su madre.
La luz de la ciudad nos da otras alas.
Las avefrías de hace cuatro décadas
vuelven a mi regazo
en el punto de nieve
que me acerca a la leña del dolor
más hermoso: el crujir de tantas voces
que se me fueron yendo.
En las ramas del aire de las buenas personas
duerme una tiza,
una fracción reparte los dones de este mundo,
nos da permiso para descansar
el cielo tan azul
hasta siempre de una excursión.
Un mapamundi acerca
el agua y los misterios
de las profundidades de los mares.
El muro que dividía las dos Alemanias.
La frágil calidez del oficio que se ama.
El amor
de una maestra se guarda
al poner el mantel
de la mesa de la cultura.
Tú, un tesoro y yo, como tantas veces,
una isla solitaria en el desierto.
La nieve de febrero
Como vuelve una madre a recoger
las tristezas y el viento
que olvidaron los niños,
así te espero yo,
con un cielo de estrellas aseadas,
esta noche de julio.
Cuelgan de los recuerdos
las palabras del último septiembre,
las palabras que no acerté a decirte.
Y los copos de nieve cuelgan de tu rosal.
Te espera el frío seco
que se mete en las sábanas
azules, limpias de mis vacaciones.
Una máquina de coser,
cualquier silla, la silla
del hijo que perdiste.
Todas las cosas bajo la llave del silencio.
Ahora me parece que la vida
siempre puede morir
cuando acaba el verano
Los frutos del serbal también te esperan.
Corre el agua del río Fardes por el Besós.
Cuando abro las ventanas del balcón
de tu infancia me salen al encuentro
las flores de Las Ramblas.
En mitad de la calle
Real de mi niñez,
junto al Mirador de Colón,
me espera el mar que nunca he visitado
pero que ya me anega el alma
de misterio y de sal.
Vivo en la nieve de febrero.
Viajo en una maleta de cartón.
Soy un vagón de aquellos trenes
en la inmensidad mágica
del amor imborrable que dejaste
en las sillas vacías de este mundo
cada día más solo.
Era su gesto
Era la luz de mi niñez en todas las cosas.
En las sombras del yo y en las urgencias del amor.
En el olvido difícil
y en la contienda de lo que se ha roto.
Lo inocente de su gesto en todos los lugares.
Era el dolor de la infancia en los charcos.
En el deshielo lento de las lápidas,
en el amarillo viscoso
con que viste la envidia
y en los zapatos harapientos de las tormentas.
Era una narrativa de deseos
envejecidos, lo que ocultó el humo
cansado de mi casa.
Y como estaba escrito
fue el rencor un cansancio por los ojos,
un gesto derrotado por la calle,
un cielo sobrio, un cielo
empapado por el agua del siglo.
Era la luz de mi niñez en la muchedumbre
de las contradicciones,
como un vértigo nuevo
en el corazón cifrado, enigmático,
de todas estas cosas que son mías.
Cuánta muerte velaba en mis preguntas
cuántas respuestas trajo
el deshielo impensado de la nieve.
Era el porvenir largo en aquel viento.
En los postigos grandes
de la niñez se levantó la cálida
emoción que traía bajo el brazo
la promesa de un mundo
que quería ser más bello y más justo.
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