Sergio Mayor: «El deslumbramiento no interesa en el tiempo de la ironía»
Hemos leído por ahí que Sergio Mayor «es un Zenódoto de Éfeso, un teósofo-topógrafo de la calle Tablas, un anacoreta posmoderno, un místico underground que vive bajo tierra en una cueva de Gorafe». Poco más sabemos de su biografía, salvo que nace en Las Palmas de Gran Canaria, vive en Granada, fuma, le gusta la teología y la ginebra rebajada con agua, que lleva botas del cuarenta y dos y que su sobrino Carlos trabaja en Leroy Merlin. Son datos que no tienen importancia, pero es lo que hay. Ah, y que acaba de publicar un poemario, La mujer de la calle tablas (Márgenes, 2022). Por esa razón, hoy vuelve a visitar nuestra prensa.
Javier Gilabert: ¿Por qué este libro y por qué ahora?
Sergio Mayor: Por afecto, por iniciativa de José Miguel Gómez Acosta, poeta y editor, por una noche en Gorafe que le hablé de un archivo impublicable. El asunto le interesó. Un archivo impublicable ha sido publicado por algo parecido al nepotismo.
¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?
Sé el cuándo: una tarde de junio del año ochenta y siete. Sé el dónde: la calle Tablas. Sé el quién: una muchacha con sus cuadernos de Hebreo. Fue una voladura, una metanoia, una mutación ontológica. Sé que exagero, pero no hay conversión que no sea exagerada. Sigo, mucho tiempo después, dedicado a los salmos, a la adulación metafísica de los apóstoles, a la falta de rigor de un evangelio.
¿Qué pistas o claves te gustaría dar a l@s posibles lector@s?
Diría que es un libro original, un libro de amor ahora que el amor se ha retirado del mundo. Amor al lenguaje, a una mujer, a cien mujeres, al género, a la especie, a una ciudad, al desencanto y los estragos, a lo Absoluto.
¿Qué efecto esperas que tenga el libro en ell@s?
Si fuera ingenuo, la resurrección de aquella tarde de junio. No sucederá. He fracasado otras veces. Fracaso bien. Con sprezzatura. Los libros fracasan. Uno escribe un deslumbramiento, pero el lenguaje es daltónico y el deslumbramiento no interesa en el tiempo de la ironía.
Una curiosidad personal. Como te sigo en redes, veo que en tus escritos la Calle Tablas (una ubicación real de la ciudad de Granada, para quienes no la conozcan) aparece recurrentemente en ellos. ¿A qué se debe?
Cito el primer versículo de un Génesis apócrifo: “Una tarde de junio del año ochenta y siete una estudiante de Hebreo bajaba por la calle Tablas”. Ella no era una muchacha. Era una Potencia.
¿En qué medida veremos en él —o no— al Sergio Mayor de tus anteriores textos?
Mallarmè dice que escribimos siempre el mismo libro. Yo, calígrafo obsesivo, escribo siempre la misma frase, el mismo nombre, la misma letra. Y mira, qué diablos, mi estilo no es mío. El estilo es la mujer. ¿Debiera corregirlo? El estilo es un instrumento de música. Un órgano de iglesia, ya pretenda el ukelele o el violín, suena a órgano de iglesia. Esa es su limitación, su sonido de Messiaen y de aguafiestas. Mi estilo, que es bueno, es el estilo de la revelación. Mi estilo no es mío.
Te pongo en un aprieto: si tuvieras que elegir tres poemas de ‘La mujer de la calle Tablas’, ¿cuáles serían?
No recuerdo mis poemas. No siento preferencia por ninguno. Los mejores me parecen de otro. Los peores son sanguíneamente míos. ¿Qué importa? Nadie los leerá, y eso está bien: fueron escritos para la confidencia, no para la inflación poética del mundo.
Tras dos libros de narrativa, Ciudad mori y Una casa en Salinetas, te pasas a la poesía. ¿En qué ámbito te encuentras más cómodo?
En ninguno. La escritura es incómoda. Por lo demás, escribo prosa poética, o poesía prosaica. No soy narrativo. Por impotencia, seguro. No me interesan las tramas, los personajes, los estudios psicológicos. Todo eso me parece ameno y menor. Tampoco soy poeta. No me interesa la belleza, los nobles sentimientos, la fugacidad de la vida, la rima de palacio. Ni siquiera sé qué es la poesía. Supongo que es religión, es decir, habladuría solemne. La Mujer de la calle Tablas debe ser eso, poesía, una forma solemne de habladuría.
Por último, como lector, ¿a quién te gustaría que invitásemos a pasar por ‘la Prensa’?
José Miguel Gómez Acosta. Siempre. Un poeta fabuloso.
Poema inicial de ‘La mujer de la calle Tablas’, de Sergio Mayor
Traes la ciudad a la casa,
Las calles mojadas y la luz de las farolas,
Los muros de adelfas, la noche azul,
El temblor de las albercas, la dignidad de los arriates…
Ordenamos el ajuar,
Subimos sarcófagos y columnatas por las escaleras de la corrala,
Subimos las mujeres de la ciudad, las bellas y las contrahechas….
¿Dónde quieres que pongamos el cementerio de los niños?
Guardaremos los camiones de la basura entre las páginas de Whitman.
En cuanto al garito de la calle Elvira, ese que parece una iglesia del delito, irá bien en el arcón de las confidencias y los pecados.
Traes a la casa la Alhambra, los sigilos, el siglo diecisiete y las grandes puertas de las hospederías benedictinas,
Recoges mausoleos de las calles hasta que el piso se vuelve una tienda de antigüedades, un hangar de aeroplanos, un síndrome de Ludwig,
Cuidado no pisemos los ángeles caídos, las varices de las putas muertas en la calle San Matías, la escocia de las estatuas, los sacristanes huraños, la madrugada triste de la Gran Vía , el ceño de los palacios encantados,
Todo cabe en la casa,
Policías en uniforme de gala abren paso a las grandes inmaculadas, palios y flagelantes, los báculos de las autoridades, las condecoraciones, toisones y charreteras, la pólvora, la fanfarria de los tambores y las tubas doradas de las orquestas, los fusileros, los fuselajes,
Traes la tapia del cementerio y las voces de los fusilados, ¿dónde quieres que pongamos las naciones de los muertos?
¿Qué hacemos con los asesinos celestes y los santos condenados?
Esta es mi casa, señora, la habitación de una corrala en Plaza Nueva,
Una sola palabra suya bastará para salvarme.
He doblado el Camino de Ronda junto a la luna llena y lo he puesto en la gaveta de los consistorios al lado de los centros de metadona,
He ocultado el río y los puentes de piedra debajo de la cama,
Paso la noche en el Carmen de los Mártires si no me hospedo en las celdas de los monasterios arruinados,
O vivaqueo bajo las estrellas atrapadas en el sueño del palacio del emperador,
Me enseñas a abolir los espacios y sobrevivir a los tiempos,
Todo cabe en la casa,
Hago un hueco a los ábsides de las jerónimas, preparo las abadías, paso el paño del polvo a las montañas de la sierra, su presencia, luminosa, numinosa y blanca
Paseo por el Callejón de San Luis y las plazas de los gitanos, acaricio los capiteles de la Chancillería, cedo el paso a los canónigos del invierno y claro que me duelo por la tisis y el malestar de los poetas y los grandes suicidas de Finlandia,
Nunca pensé que pudiera llevarme a casa las calles, los ríos, la gente, los cielos, Granada de lado a lado,
Nunca pensé que pudiera llenar la casa de crepúsculos azules y místicos de la Casa de los Mesías
Ni que pudiera morirme esta noche en este cuarto de gran muerte y navajazo,
Vienes hasta mí y contigo la ciudad, mujer ciudad, substancia tuya, genius loci, Sophia de la ciudad,
Murmura a un lado de la cama el bosque, la Cuesta de Gomérez, toco los arcos de las grandes puertas moriscas, subo por los cipreses donde ni un solo pájaro pondría un nido
Tu cuerpo huele a los puestos de flores de Bib-Rambla
Traes la virgen de la plaza del Triunfo, la que nos mira por la noche, “su urna agallonada en cuyos ángulos hay grupos de ángeles con monstruos”
Te conozco así, ilimitada, libre, criatura del aire, espíritu del agua, mujer en movimiento, rosa de los ámbitos, maría de las grandes perspectivas, mayo de los nardos y los aguaceros eléctricos, así te quiero, entre los autobuses de los turistas, las sepulturas góticas y las grandes colegiatas,
Llegas a la casa y traes los apóstoles labrados en los nichos de las basílicas y le hago espacio a todo este infinito que mudas con tus ojos,
Ordenamos horizontes, precipicios, desfiladeros en mitad de los pasillos, a saber qué dirán los vecinos de todo esto, si no se quejarán de los volcanes, a saber qué dirán los ingenieros de este big Crunch, este Ein Sof casero, esta contracción del universo entre las paredes de una casa,
Contigo entra la ciudad y el mundo con un desorden de Apalaches, un vaivén de flotas pesqueras coreanas y bestias submarinas que nadan entre las columnas exentas y las rutas de los contrabandistas que aman la Osa Mayor en la frontera
En la lavadora se encarama una pantera severa y perfumada
Si alguien pregunta por la casa de Eliot, en Cheyne Walk, se informa que al fondo a la derecha, una vez se camina sobre Octubre en Salinetas, más allá de los búfalos que corren por las sabanas y los bombardeos de la ciudad de Aleppo, pasado el corredor que lleva hasta la ciudad de Ur.
Y entonces la cocina, sus trebejos de cobre y sílex, el hambre soviético de Ucrania,
Que avaricia, ya ves, yo que fui un asceta y ahora esta abundancia…
Subo tu mirada por las escaleras, tu mirada, la creación cabe en la habitación cuando apareces, las muchedumbres de Arabia y los príncipes del Líbano, los mercados de frutas de Mongolia, las voces de los saqueos de Cartago y la sangre de los mejores quirófanos de Kiev, los jardines de los emperadores, las ciudades sagradas, los vertederos sagrados y los malditos, las crisis nucleares y una canción de Buxtehude, los fumaderos de opio y las especias de Estambul, las criptas católicas de Armenia y las clavículas secas de los monarcas merovingios
Traes el universo, todo nos cabe en la casa y es menor de pronto la creación y es poca cosa todo el universo si tú me miras un segundo
Entras y dejas el Mar Rojo sobre el aparador como si fuera un bibelot, me cuentas que has estado en la estrella Sirio y por eso llegas radiante, radiante, la casa fulgura y arde como si fuera el centro íntimo del sol y Dios se viene y se inclina ante ti y Dios te reza y te canta grandes alabanzas y el pobre no puede parar con sus trisagios y sus cumplidos, pues sólo tú eres diosa, sólo tú, diosa de Dios, madre, primera esencia, amada que apareces a la tarde por aquí, hasta esta casa al lado de Plaza Nueva, mi gran casa de Éfeso, museo de todas las reliquias, la casa encantada, la prueba ontológica de la primera existencia, la única, la inmensa de los espejos encantados.
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