José García Obrero: «No hay que menospreciar el azar en el proceso creativo»
José García Obrero nació en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) en 1973 y reside en Córdoba desde 1997. Es autor de Un dios enfrente (2013); Mi corazón no es alimento (2014); La piel es periferia (2017), que le valió el premio Ciudad de Burgos, y Tocar arcilla al fondo (2021), finalista del Premio Andalucía de la Crítica en 2022. Ha traducido del catalán al castellano Mal (2015) y la antología Penumbras (2019), del poeta Jordi Valls. También ha participado en la elaboración de la antología bilingüe Joven poesía de los Países Catalanes / Jove Poesia dels Països Catalans (2020).
Forma parte del equipo de redacción de la revista Caravansari y es colaborador habitual en el suplemento cultural Cuadernos del Sur, del Diario Córdoba. Su preocupación por los efectos del cambio climático le ha llevado a implicarse activamente en el colectivo Poetas por el Clima de Córdoba. Hoy es nuestro invitado pues su último poemario, Hueso (Godall Edicions, 2022), acaba de llegar a las librerías.
Javier Gilabert (J.G.): ¿Por qué este libro y por qué ahora?
José García Obrero: La concepción de Hueso es peculiar dentro de mi trayectoria, ya que estaba predestinado a publicarse en Godall, un sello barcelonés que está haciendo un gran trabajo editorial tanto en castellano como en catalán, cuando aún estaba elaborándose. Avanzar por este proyecto sabiendo que me ahorraría el largo tiempo de espera que va desde que un poemario se da por concluido hasta que lo ves convertido en libro, me provocaba sensaciones encontradas: de gran libertad mientras escribía, pero también de una responsabilidad abrumadora a la hora de corregir y revisarlo.
Respondiendo a tu pregunta, se publica ahora por una cuestión de oportunidad, claro, y también porque me apetecía que formara parte de un proyecto editorial que me gusta y en el que el libro encaja como un guante.
Por otra parte, Hueso no es un poemario que necesite aparecer en su tiempo para que se capten sus claves, aunque, como es lógico, no sea ajeno al mismo. Los poemas de Hueso buscan escapar de las escalas en las que nos movemos cotidianamente, como si al acercar o alejar la mirada con un zoom, nos encontráramos otras realidades complejas a la que no habíamos prestado demasiada atención.
J.G.: ¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?
José García Obrero: La gestación del libro se produjo durante el “confinamiento duro”. Probablemente, la reclusión disparó mi necesidad de moverme libremente en todos los sentidos, también en el poema. Me llamaba la atención la prosa poética como espacio que invita a una mayor fluidez, a superar el marco del verso con sus pequeñas exigencias. Hay una larguísima cadena de poetas que han cultivado esta modalidad, y que no hace falta traer aquí, pero sí me gustaría mencionar a dos actuales, amigos ambos, porque mantuve un interesante diálogo, no solo con ellos, también con sus poemas en prosa, que acabaron prendiendo la chispa de Hueso: Jordi Valls, en sus últimos libros, desde Guillem Tell a Pla 10 de l’espai exterior, y Juan María Prieto en La fundación.
Además de esta necesidad, había otras inquietudes, otras búsquedas que me empujaban a la hora de escribir: romper ciertas inercias que podrían perpetuarse tras los libros anteriores, explorar y experimentar con el lenguaje, pero sin abandonar los postulados de mi poética, es decir, renovar o llevar al extremo, por ejemplo, el protagonismo de la música o la inclinación por esos territorios fronterizos entre razón e intuición tan favorables al asombro.
Por supuesto, no hay que menospreciar el azar en el proceso creativo, que se manifiesta, sin ir más lejos, en los acontecimientos que va imponiendo el día a día y que sacuden al autor hasta el punto de infiltrarse en los poemas o cambiar, llegado el caso, el rumbo de los mismos. Usando un símil que escuché al novelista Alejandro Morellón, escribir es como ir conduciendo de noche, iluminando con los faros la porción de realidad más inmediata, intuyendo qué hay un poco más allá y sin saber a ciencia cierta el lugar de destino.
J.G.: ¿Qué pistas o claves te gustaría dar a l@s posibles lector@s?
José García Obrero: Aparte de lo ya comentado, habría poco más que añadir. Dado que es un libro que nace de un impulso de libertad, me gustaría que el lector se acercara a estos poemas sin cortapisas, complejos ni condicionantes, y que interprete, conecte o vea lo que le transmita subjetivamente cada texto. Hay un asunto básico que todavía colea a la hora de leer un poema: querer entenderlo como si se tratara de un texto narrativo o un prospecto, en lugar de dejarse llevar por una experiencia que tiene relación con la música o la pintura. ¿Se aproxima alguien a cuadro de Pollock intentando diseccionarlo con el bisturí de la pura lógica? ¿Y a un nocturno de Chopin? Está claro que el poema no es algo únicamente sensorial, o intelectual, pero hay que perderle el miedo a abandonarse a él.
J.G.: ¿Qué efecto esperas que tenga en ell@s?
José García Obrero: No tengo unas determinadas expectativas. Tal vez, que sientan al leerlo que se han accionado unos cuantos pensamientos, que les ha recorrido alguna emoción; que no les ha dejado indiferentes y fríos, que, como decía anteriormente, se han soltado de manos.
J.G.: ¿En qué medida veremos en él —o no— al José García Obrero de tus anteriores obras?
José García Obrero: Es el mismo José García Obrero, porque no creo que sea necesaria (ni posible) una renovación tal que las propuestas anteriores se soslayen o derriben: están las mismas obsesiones, el mismo universo que se ha ido construyendo a lo largo de las distintas publicaciones; una voz que ha ido buscando su solidez a fuerza de trabajar una determinada coherencia en el uso del lenguaje o de las imágenes; pero empujada por unas inquietudes nuevas; unas exigencias que se traducen en un cambio a nivel formal y también de fondo. La frontera se ha visto ampliada, el tiempo se ha detenido, el lenguaje se ha estirado y ensanchado, la música ha cobrado mayor intensidad y la mirada se sitúa en otras escalas.
J.G.: El título me lo pone a huevo —risas—: ¿es este tu poemario más descarnado?
José García Obrero: No, no, en absoluto, estos huesos tienen en ocasiones mucha “chicha” —risas—. No solo están desnudos y pulidos; a veces forman parte de esqueletos diminutos, otras inabarcables, en ocasiones ayudan al movimiento del animal, otras, yacen inertes esperando ser arrojados al aire para que se produzca la lumbre del poema, como el de 2001: Una odisea en el espacio.
No te negaré que al titular el libro con una sola palabra y sin artículo buscaba darle la mayor carga polisémica posible: por “hueso” entendemos algo duro de roer, un asunto medular o, como tú decías, por qué no, también descarnado.
J.G.: Te pongo en un aprieto: si tuvieras que quedarte solo con tres poemas de ‘Hueso’, ¿cuáles serían?
José García Obrero: Esta es la pregunta más difícil de todas, pero acepto el reto. Me quedaría con “Boca que dora el corazón”, de la primera parte, “Hueso”; “Que no escape el loro de la seducción (Sarabanda)”, de “Sol”, la segunda parte; y “Huellas tiernas en el húmedo barro”, de la tercera, “Aire”.
J.G.: Desde sus comienzos estás muy implicado en ‘Poetas por el clima’, una iniciativa que surge como lugar de encuentro de poetas de Córdoba preocupados por el Cambio Climático. ¿En qué medida la poesía tiene la facultad y/o la obligación de intervenir en los problemas que nos afectan como sociedad? ¿Qué acciones tenéis en marcha?
José García Obrero: La poesía es uno de los mejores altavoces que existen para sensibilizar a la sociedad acerca de este problema que alcanza ya dimensiones catastróficas, y lo es porque nunca ha dado la espalda a la naturaleza, forma parte de su sustancia. La poesía comunica estas preocupaciones con un lenguaje que llega y remueve de una manera muy directa y profunda, va mucho más lejos y más hondo que el habla coloquial o el discurso político. En este sentido, no tiene ninguna obligación o deber, sencillamente, es inevitable que tome posiciones y se comprometa ante un desafío de tal magnitud, entre otras cosas, porque la poesía ve siempre, es incapaz de mirar para otro lado.
Poetas por el Clima comenzó su andadura en 2020 con la firma de un manifiesto por parte de 44 poetas cordobeses. A lo largo del tiempo, se han ido sumando autores y autoras de Córdoba, pero también de otras latitudes, personas de sensibilidades muy dispares, y ya hemos alcanzado el centenar en la actualidad (tú mismo eres un poeta por el clima).
Hasta la fecha, hemos ido subiendo a nuestra web, www.poetasporelclima.org, audiopoemas de los firmantes, hemos organizado recitales, participado en mesas redondas organizadas por el Aula de la Naturaleza de la Universidad de Córdoba y publicado una antología. En el futuro inmediato, tenemos el fallo del I certamen de ecopoesía “Salvar la casa”, que hemos organizado junto a Ecologistas en Acción de Córdoba, y cuya obra ganadora verá la luz en la editorial Baile del Sol. También vamos impartir un taller de haikus a vecinos de Santuario, un barrio de Córdoba, con las hojas de los árboles que decoran sus calles, así como un itinerario por zonas de especial interés medioambiental de Córdoba acompañado de poemas de diferentes poetas involucrados en Poetas por el Clima.
J.G.: Por último, como lector, ¿a quién te gustaría que invitásemos a pasar por ‘la Prensa’
José García Obrero: A Cecilia Silveira, sin duda alguna. Silveira es una poeta interesantísima, una autora uruguaya que reside en Córdoba desde hace varias décadas, y que ha sido captar y fundir la personalidad de cada orilla. Es también una poeta a tiempo completo, una de esas rara avis dentro de este ámbito, que respira, camina y habla poesía. Vive en alejada de todos los centros por todas estas características y, ya se sabe, en las periferias se producen el movimiento, las fricciones con la otredad y la recepción de lo novedoso. Cecilia Silveira se ha labrado paso a paso, una trayectoria sólida. Me encantaría ver cómo se desencadena su poesía a partir de tus preguntas.
Poemas de Hueso, de José García Obrero
Boca que dora el corazón
Para Verónica Díez Arias
Dientes y, bajo los dientes, el nervio, la raíz escurridiza por donde escasea el hueso. Paisaje oral, desierto que el liquen de la lengua vivifica. La lengua se acomoda a su agujero como un caimán a la tibieza de su ciénaga. Dientes de caimán para la juventud que poco a poco se retira; mengua adherida al hueso del colmillo; se eliminan sus restos en dos curetajes. Pero la boca no cesa en su labor de tomar posesión de lo que el ojo no se atreve a nombrar. Se anticipa el ojo como un zapador, como un camaleón que otea desde la altura y atrapa lo que ve con su lengua retráctil. La boca masca imagen, la engulle y dice su sabor, su tiempo y su textura: palabras y palabras y palabras. Se despeñan los dientes, pero la boca persiste en su función: darle a la noche nombre, darle noche a la noche y luz que la sostenga. Boca que anuncia el rayo. Boca que dora el corazón y difumina márgenes. Boca que chupa y lame hasta dar con el hueso agridulce del placer, que paladea materia en descomposición, que deja de ser hueco para ser madriguera que alimenta a la serpiente. Bocado que los labios escupen y vuelven a tragar. Clausura del ver y del decir. Una nota de violín atraviesa la cáscara, otra, sorbe la yema.
Que no escape el loro de la seducción (Sarabanda)
Extiende la noche el mantel de hilo sobre el que va a disponer sus manjares, sus listas de reproducción, sus conversaciones aleatorias, varios dedos que brincan de una nota a otra nota; elementos que ocultan cuidadosamente su envés para evitar que escape el loro de la seducción. Tras recorrer sus cortinas de sombra, avanzan a zancadas los amantes. Dejan el tictac del reloj colgado en la percha de pezuñas y la careta de los quehaceres en la butaca de los colmillos. Ya pueden fingir que improvisan pasos de baile y derramar por el suelo el perfume de la intuición. La música convoca
a las más rotas deidades: esa nieve que quema la columna; ese hocico que olfatea rastros ancestrales. Y el baile sigue alzando barreras, multiplica intersecciones que acaban saltando hasta la avenida. Afuera, el sonido se funde con el halo de una luz bulbosa y el sueño lame desesperadamente
la dulce cereza de la ciudad. Pero en el interior —oh noche amable más que la alborada— perdura el alimento. Un soplo oscuro y prolongado de metales apaga una a una las velas de la sarabanda.
Huellas tiernas en el húmedo barro₂
A Diego García Molina, mi tío
Puede en enero volverse denso el aire como miga de pan, como frío que se desmiga sobre alguien que acude a sus quehaceres: acompaña al ganado por una vega inabarcable, para que muerda horizonte azul, beba rodales de ceniza. Una figura solitaria, lejana, alguien a quien casi nada puede embestir, salvo ese raro viento capaz de tañer campanas, de arrojar funesto aviso, que el hombre, cuya silueta crece ante quien observa con atención, no sabe descifrar: símbolo extraño, escritura remota impulsada por la misma mano que va inventando el alfabeto. La figura del hombre ya ocupa todo el plano: zafiro oscuro, brinco sobre el arroyo, robusta voz de encina que rueda sin cesar por la vaguada. Y se descuelga la ráfaga de frío, cimbrea la cuerda del invierno hasta cortarla, deja pelado en pie solo un hueso de sombra. Un mugir de cencerros permanece silvestre por el aire, como un bosque que flota sobre el bosque, cuerpo de un alma: huellas tiernas en el húmedo barro.
2 Verso del poema “VIII. Necrópolis” de Sepulcro en Tarquinia, de Antonio Colinas.
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