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Irene Reyes-Noguerol: «Todas las disciplinas estéticas están relacionadas entre sí y con nuestra propia visión del mundo»

Irene Reyes-Noguerol. Foto de Vanesa Gómez
Irene Reyes-Noguerol. Foto de Vanesa Gómez

Irene Reyes-Noguerol: «Todas las disciplinas estéticas están relacionadas entre sí y con nuestra propia visión del mundo»

Irene Reyes-Noguerol (Sevilla, 1997) es graduada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla. Ganadora de cuatro premios académicos y 56 literarios, entre ellos un Taller de Escritura Creativa por la Universidad Camilo José Cela de Madrid, ha sido seleccionada por la revista Granta como una de los 25 mejores narradores jóvenes en español.

Irene es coautora en catorce antologías y autora de ‘Caleidoscopios’ (Ediciones en Huida, 2016) y ‘De Homero y otros dioses’ (Maclein y Parker, 2018).

Javier Gilabert: ¿Cómo llegas al mundo de la escritura? ¿Y por qué el cuento?

Irene Reyes-Noguerol: He tenido la suerte de disfrutar de la literatura desde pequeña; siempre me apasionaron los cuentos, las leyendas, las narraciones orales con las que crecí y que hacen que hoy valore tanto el tesoro cultural que es el legado de la tradición. Sin embargo, por timidez o por pereza, no empecé a escribir hasta los doce años, cuando entendí que necesitaba una especie de catarsis para aliviar las preocupaciones por los momentos difíciles que mi familia llevaba atravesando desde mis siete años. Teniendo en cuenta mi introversión, fue una manera alternativa de expresarme libremente y, en ocasiones, de comunicarme con los demás.

Respecto al cuento, como autora me siento más cercana a las formas breves que, por ejemplo, a la novela porque, quizás debido a mi estilo, encuentro más natural centrarme en la creación de ambientes y estados que en una narración extensa. Muchas veces se ha comparado la intensidad del relato con la poesía o el haiku, géneros que también me encantan como lectora, y me resulta interesante comprobar cómo, a pesar de las diferencias, en todos ellos existe una fijación por la belleza de los detalles.

Fernando Jaén: Tu madre acostumbraba a contarte, cuando eras niña, historias entremezcladas con mitos clásicos. ¿De qué manera han influido estos relatos orales, de tu más tierna infancia, en tu obra? ¿Es importante conocer la mitología clásica para entender nuestro mundo?

Irene Reyes-Noguerol: Aunque la tradición oral es la base de nuestra cultura, a veces no le concedemos la importancia que merece. Los aedos clásicos o los juglares medievales sí lo hicieron: Homero y muchos otros entendieron que existía algo más importante que su propia conciencia de autor y que era necesario conseguir que perdurara la voz del pueblo. No concibo esta tradición como una atadura ni como un lastre, sino como un regalo que enriquece cada nuevo texto y que permite crear a partir de lo que ya ha sido escrito. 

Además, me gusta señalar que, para mí, estas historias combinadas con los mitos griegos tienen un valor personal. Las he recibido desde pequeña gracias a mis familiares, lo que hace que encuentre aún más bella la imagen de infinitas generaciones agrupadas en torno al fuego para escuchar las antiquísimas aventuras de dioses y héroes. Todas las experiencias relacionadas con la literatura en mi primera infancia son semejantes a este sentarse y dejarse llevar por la magia de las palabras en boca del cuentacuentos, todas coinciden en este disfrutar de la voz narrativa que hoy intento rescatar en mis relatos.

Respecto a la importancia de conocer la mitología clásica para entender nuestro mundo, solo puedo hablar desde mi propia experiencia, que creo que ha sido muy afortunada. He tenido la inmensa suerte de poder acceder a estas historias de la mano de mis seres queridos antes de estudiarlas en la escuela, así que me siento muy unida a ellas. Eran la base de los juegos de mi niñez, los personajes que mis amigos y yo interpretábamos corriendo por el jardín, las heroínas que imaginaba ser, los peligros que sorteaba por la calle… Los mitos, como los cuentos tradicionales, han configurado mi visión del mundo desde que tengo memoria; me han proporcionado un catálogo fundamental de actitudes y sentimientos humanos, de deseos, de motivaciones, de valores que facilitan la comprensión del otro (para mí, uno de los mayores logros de la literatura).

J.G: “Ama escribir y leer por encima de todo, aunque la música, la danza, el cine y los viajes son también parte importante de su vida.”, afirma sobre ti la web de Maclein y Parker. ¿Suponen esas aficiones tu principal fuente de inspiración?

Irene Reyes-Noguerol: Imagino que deben de influirme a la hora de escribir porque forman parte de lo que hago a menudo y de quien soy, y de un modo u otro eso se refleja en los textos. Creo que todas las disciplinas estéticas están relacionadas entre sí y con nuestra propia visión del mundo, de manera que, aunque a veces no escriba directamente sobre ellas, me acompañan y me influyen en los ámbitos personal y literario. 

«Los mitos, como los cuentos tradicionales, han configurado mi visión del mundo»

J.G.: Si te pusiéramos en el aprieto de elegir los tres libros que te habría gustado haber escrito tú, ¿cuáles serían? ¿Qué autorxs son tus referentes?

Irene Reyes-Noguerol: ¡Qué difícil! Hay tantos libros buenos que se me hace casi imposible decidirme. Por hablar de tres de mis favoritos, nombraré Mandíbula (de Mónica Ojeda), cualquiera de las compilaciones de cuentos de Cortázar y Ocnos (de Cernuda). Por su fuerza, su labor estilística y su sensibilidad, son tres obras que me impactan especialmente y que disfruto siempre.

Hay muchísimos autores que me inspiran, desde los poetas del 27, Machado o San Juan de la Cruz a escritores de nouvelles como Kadaré, Némirovsky o Sandor Márai. La novela y el cuento latinoamericanos también son dos de mis referentes fundamentales, pero son tantos escritores brillantes que me parecería injusto destacar solo unos pocos.

J.G.: Elegancia y sutileza frente a ímpetu y tremendismo, oficio, fuerza y belleza. Así describe tu prosa la revista literaria ‘Campos de plumas’. ¿Qué tienes que decir al respecto -risas-?

Irene Reyes-Noguerol: ¡Me parece que han sido muy generosos conmigo en ‘Campos de plumas’! Hablar de mi escritura es algo que me cuesta bastante; el momento de poner por escrito un texto es muy complicado de explicar, así que creo los autores vamos poniendo en pie nuestra propia poética y comprendiendo poco a poco cómo funcionamos como creadores a medida que nos van preguntando a posteriori. Me alegra que en la revista hayan querido destacar rasgos como la fuerza o la belleza porque son características de estilo que me gusta encontrar en otros autores y que me encantaría que definieran mi prosa. Siempre procuro que haya un trabajo formal que aproxime la narrativa a la lírica, pero no sería nada si no tuviera detrás la potencia para comunicar con el lector y viceversa.

J.G.: A pesar de tu juventud, medio centenar de premios literarios lucen ya en tu palmarés. ¿Qué importancia tienen estos galardones en tu carrera literaria? ¿Cuáles destacarías y, de poder elegir, cuál te gustaría ganar?

Irene Reyes-Noguerol: Si no hubiera sido por el ánimo y la esperanza que dan los premios, quizás no habría seguido escribiendo. Sé que en algunos sectores se piensa en los pequeños concursos literarios como algo que incluso puede llegar a desprestigiar una carrera, pero, sinceramente, algunas de las mayores alegrías que he tenido han sido gracias a certámenes humildes, a ayuntamientos y fundaciones dispuestos a apostar por la literatura y la creación de los jóvenes, así que nunca voy a renegar de lo que me ha impulsado a escribir durante mi adolescencia. En una etapa tan llena de inseguridades, un reconocimiento de nuestra propia validez siempre es bienvenido y tiene una influencia positiva para el futuro. 

Cada uno de estos premios me ha ilusionado enormemente, pero, por destacar alguno, señalaré el que estoy a punto de recoger. Se trata del certamen joven de relatos cortos “Tigre Juan”. Después del confinamiento y de las restricciones de movilidad, por fin voy a poder viajar a Asturias para conocer a quienes han tenido la generosidad de concedérmelo (y que, por conversaciones telefónicas y entrevistas de radio, sé que son encantadores). ¡Ha costado mucho! Y, poniéndome a soñar imposibles, me gustaría ganar el Cervantes —risas—, como a todos, pero hay tantísimos escritores talentosos que lo merecen antes que yo que lo veo muy complicado.

F.J.: ‘Caleidoscopios’ (Ediciones en Huida), constituye tu primer libro de relatos. Utilizamos este juego de espejos para crear hermosas imágenes, y tú lo usas para mostrarnos desde muchos ángulos la misma realidad. En este libro, temas clásicos como el sufrimiento, el dolor o la búsqueda de la belleza, son tratados con un lenguaje lírico y conmovedor, actual y moderno. Me gusta el prisma desde el que escribes por ejemplo  «El viaje definitivo», esa despedida de un ser tan querido como es la figura de los abuelos. ¿De dónde surgen estas historias? ¿Cómo decides un día escribirlas?

Irene Reyes-Noguerol: Escribí ‘Caleidoscopios’ siendo aún adolescente, en una etapa en que solemos centrarnos todavía en nuestra propia experiencia, por lo que es inevitable que sea un libro con ciertos elementos biográficos. Aunque hay bastantes relatos que no están basados en mi vida sino en cuestiones sociales que me interesaba tratar (la xenofobia, el racismo, el abuso de menores…), es cierto que hay otros, como “El viaje definitivo”, que sí lo están. En este caso concreto, quise hablar de la muerte de mi abuelo, que sucedió mientras estaba trabajando en el libro. Ahora me siento más lejana de esa forma de escribir (más sentimental y autobiográfica) y alguna vez incluso he llegado a admitir que me avergonzaba un poco de ella, pero he aprendido a entender que es parte importante de mi desarrollo no solo como escritora sino también como persona.

«Poder compartir tu trabajo con un mayor número de lectores es la felicidad más grande que puede tener un autor»

J.G.: Cada decenio, la prestigiosa revista ‘Granta’ elabora una lista con 25 nombres, los cuales considera que serán el futuro de la narrativa (en el caso que nos ocupa, en castellano). En la última, la correspondiente a la década de los 20 del presente siglo, dando relevo a Elvira Navarro, Andrés Neuman, Santiago Roncagliolo o Samanta Schweblin, entre otros, figura el tuyo. ¿Qué sentiste al enterarte? ¿Supone un antes y un después en tu carrera como escritora?

Irene Reyes-Noguerol: Cuando me enteré de que podía estar incluida en la lista de ‘Granta’, no me lo creí; no entendía que algo así pudiera estar ocurriéndome y atravesé una especie de fase de negación. Tuvieron que pasar meses de trabajo en el proceso de edición, corrección y traducción hasta que me fui haciendo a la idea, ¡y ni siquiera en la misma ceremonia del anuncio público estaba segura de que fueran a decir mi nombre! Es literalmente increíble, y siento un agradecimiento inmenso hacia Valerie Miles, el jurado, la editorial Candaya y todos aquellos que han participado en este proyecto. Por supuesto que es un antes y un después en mi carrera literaria; me ha regalado la posibilidad de que más lectores conozcan mis libros y de empezar a abrirme, poco a poco, a un panorama más internacional. Ha cambiado por completo mi vida como escritora, ha logrado que mi último libro se vuelva a leer, me ha puesto en contacto con mi agente literario y me ha permitido compartir a mayor escala lo que escribo. El poder compartir su trabajo con un mayor número de lectores es la felicidad más grande que puede tener un autor; al menos, en mi caso es así.

F.J.: Tras ‘Caleidoscopios’, nos regalas ‘De Homero y otros dioses’ (Maclein y Parker), una veintena de cuentos en los que reescribes el presente inspirada en las historias de los mitos clásicos. Nos hablas del Alzheimer en «Turrón del duro», en una especie de soliloquio muy bien conseguido, y en otros relatos abordas temas candentes como el del acoso escolar o la soledad, la pérdida de un hijo o la execrable violencia. Y lo haces con mucho oficio, con mucha madurez, con mucha inteligencia y sensibilidad impropia (a priori) de una escritora tan joven, lo que da muestras de la capacidad de observar la realidad que tienes y del amor que le pones a cada palabra escrita. ¿Cómo consigues mantener esa mirada tan sensible de la realidad? ¿Por qué te basaste en la mitología clásica para reinterpretar la realidad actual?

Irene Reyes-Noguerol: ¡Muchísimas gracias por tus palabras! Me alegra poder volver a hablar de la figura de los abuelos que perdí y que inspiraron textos como “Turrón del duro” o “Tras el espejo”, dos monólogos donde los propios personajes reflexionan (desde el punto de vista del cuidador y del enfermo) sobre el Alzheimer. Al contrario que en ‘Caleidoscopios’, en ‘De Homero y otros dioses’ quise introducir elementos no autobiográficos para distanciarme un poco de mis circunstancias personales y cederle la palabra a los protagonistas de cada historia. En estos dos relatos, son ancianos que atraviesan una situación tan delicada como la de esta enfermedad, pero que además buscan recordar el tiempo pasado, hacer memoria de lo vivido y contrastarlo con su presente. La vejez, como también la infancia, tiene mucha presencia en lo que escribo; creo que en la sociedad actual, somos conscientes e insistimos en las aristas, los matices que tiene un adulto, pero solemos mirar a los ancianos y a los niños como si fueran más simples, más planos, casi como si no llegaran a ser personas o ya hubieran dejado de serlo. Me interesa resaltar la riqueza y la complejidad que hay en estos dos tipos de mirada en principio tan opuestos, y lo mismo puede aplicarse a los demás personajes del libro. Intento siempre escribir desde la empatía y la comprensión del otro, al margen de ideologías o motivos que creen fronteras en lugar de tender puentes, sean espaciales o temporales. Esto mismo conecta con mi interés por la mitología clásica: a pesar de la distancia y de los siglos, creo que seguimos siendo los mismos que éramos, y me pareció interesante tratar de vincular la potencia de los mitos con nuestras alegrías y tragedias cotidianas. 

J.G.: ‘De Homero y otros dioses’ alcanzó la segunda edición después de que ‘Granta’ te incluyera en su lista de mejores narradores en español. ¿Has notado ya el “efecto Granta” -risas-? ¿Te planteas en un futuro dedicarte profesional y exclusivamente a la escritura?

Irene Reyes-Noguerol: ¡Por suerte, el “efecto Granta” es cierto! Como decía, ha supuesto que ‘De Homero y otros dioses’ se lea más y mejor y que algunos lectores y profesionales hayan querido hacer entrevistas para hablar sobre este libro. La editorial Maclein y Parker hace un trabajo fantástico con cada uno de los textos que publica y cuida muchísimo a sus autores, así que me alegra aún más que ‘Granta’ no solo se haya fijado en los grandes sellos, sino también en los circuitos independientes para los que, de otra manera, es muy difícil alcanzar el nivel de exposición de las editoriales más conocidas. 

Sobre la escritura como única ocupación, es algo que de momento no me planteo. Acabo de conseguir la plaza como profesora de lengua y literatura en Educación Secundaria y justo ahora estoy empezando a trabajar como docente, mi otra vocación desde que era niña. Me encanta la enseñanza y, al igual que nunca dejaría de escribir mientras esté en los institutos, tampoco me gustaría abandonar mi otro sueño, por el que el luchado tantos años. ¡Así que intento compaginar las dos facetas! Creo también que ambas pueden complementarse y que acercar la literatura a las nuevas generaciones es una labor necesaria y noble.

F.J.: Veo en tus relatos huellas de Bolaño, Carver, Ana María Matute, Borges o Delibes. Incluso llegas a vislumbrar un cierto paralelismo entre la ceguera de Homero y Borges, un símbolo de nuestro tiempo, el poeta ciego que sabe ver más allá. ¿Cómo te sientes entre estas referencias? ¿Qué significa Homero en este sendero que nos presentas para que lo recorramos?

Irene Reyes-Noguerol: Bueno, ¡ojalá algún día pudiera situarme a la sombra de esos autores! Los admiro muchísimo a todos y, junto con otros, han sido y son un referente en cuestiones de estilo, ritmo, pulso narrativo e incluso humanidad. Me encanta releerlos para seguir aprendiendo y comprobar cómo mi relación con sus obras va variando con el paso de los años, cómo, según el momento personal y literario, me voy sintiendo de manera diferente respecto a ellas. Es genial poder adentrarse en la escritura de los maestros y descubrir poco a poco sus particularidades y similitudes, lo que une a Homero con Borges, por ejemplo. Me gusta mirar al primero como el padre de nuestras letras, el punto de partida del que han surgido tantos escritores geniales a lo largo de los siglos. Con ‘De Homero y otros dioses’, he tratado de insistir en su importancia como creador de todo un universo que se despliega gracias a las obras literarias que nutren esa especie de genealogía que tiene su origen hace miles de años. 

F.J.: Hay en tus relatos personajes que son niños, que ven el mundo a su manera, con sus pequeñas soledades. ¿Qué importancia le das en tu obra a la infancia? ¿Es la educación la única forma de poder combatir los males del mundo?

Irene Reyes-Noguerol: Como he comentado antes, me llaman mucho la atención los niños, sus interpretaciones de un mundo al que nos hemos habituado como adultos, la visión de quien va dándose cuenta de lo que sucede a su alrededor pero todavía no puede procesarlo por completo. Es una mirada que, en principio, podría parecer sesgada, pero que encuentro mucho más original que la de alguien con plena conciencia de lo que ocurre. Como elemento narrativo, la infancia es maravillosa porque permite un juego de planos entre la imaginación y la realidad que me atrae mucho. Sin embargo, creo que lo que más me lleva a escribir desde la perspectiva de los niños es la complejidad de esta etapa. Además de la inocencia que siempre destacamos, existen la envidia, el dolor, la desilusión, las relaciones contradictorias (amor-odio, sometimiento y adoración del líder, intentos de encajar en grupos que realmente no se estiman) difíciles de comprender como adultos pero inmediatamente asumibles como niños. Me parece una fase riquísima sobre la que intento profundizar con cuidado cuando escribo.

En cuanto a la educación, como docente creo que es una muy buena forma de crear una conciencia humana en las nuevas generaciones. Mi materia es Lengua y Literatura, fácilmente enlazable con mi trabajo como escritora, lo que me permite combinar la enseñanza teórico-práctica con la insistencia en el valor de los textos. Creo que orientar a los alumnos e intentar que nazca en ellos una conciencia crítica a la vez que un interés en la búsqueda de la verdad y la belleza o en la expresión de los sentimientos es siempre algo positivo. De todos modos, lamentablemente esto es mucho más complicado de lo que se suele pensar, moviéndonos en una sociedad que dirige a los jóvenes justo en la dirección contraria a estos propósitos. Aun así, tengo la esperanza de que cualquier aporte en busca de un mundo mejor justifica y hace digna nuestra tarea como maestros, que es una palabra que me encanta.

«Intento siempre escribir desde la empatía y la comprensión del otro»

F.J.: Observo en tu obra cierta «compasión», esa forma de aproximarse a la realidad del otro, de sufrir con otra piel la misma realidad. Lo haces con tu perspectiva de género, con tu mirada de mujer valiente. ¿Es fácil ponerse en el lugar de otra persona? ¿Es, quizá, una forma de darle voz a quien no la tiene?

Irene Reyes-Noguerol: Desde niña he sido una persona muy empática, no puedo evitar que me conmuevan la felicidad o la tristeza ajenas. Por eso, no me suele costar ponerme en el lugar del otro. Supongo que es un rasgo común a todos los que nos dedicamos a cualquier disciplina artística; para escribir un texto, componer una pieza musical o pintar un cuadro se parte de la sensibilidad que luego se combina con la técnica. Nunca he sido alguien tendente a los extremos, sino que me interesa descubrir por qué cada persona, independientemente de su ideología, puede pensar de una determinada manera. No creo que los prejuicios ni las posturas inamovibles favorezcan a la literatura, así que prefiero situarme en el terreno de la duda y, desde ahí, tratar de reflejar nuestras preocupaciones cotidianas y la voz de aquellos que, por una causa u otra, no pueden pronunciarse.

J.G.: Recientemente acabas de aprobar las oposiciones al cuerpo de profesores de Secundaria de la Junta de Andalucía (¡nuestra más sincera enhorabuena!). Como sabes, el currículo nacional, y por ende el andaluz, ni dan a las humanidades la importancia que tienen en la formación de nuestros jóvenes, ni se ocupan precisamente de que desarrollen medianamente su competencia en expresión escrita. ¿Qué se podría hacer para mejorar este vacío académico? ¿Influirá tu faceta de escritora en tu labor docente?

Irene Reyes-Noguerol: Me entristece mucho la situación en que se encuentran las humanidades ya no solo en nuestro país, sino también a nivel mundial. Al centrarnos exclusivamente en las disciplinas consideradas “útiles”, hemos olvidado el valor de las artes, la literatura, la música, la filosofía, las lenguas. Quedan relegadas a un segundo plano como simples aficiones, como pasatiempos que no necesitan una formación académica, como si no fueran lo que, en esencia, constituye nuestra cultura y nos define como seres humanos. Como docente y escritora, me gustaría volver la vista al pasado clásico que tanto admiro, a la Antigüedad grecolatina que supo destacar con una lucidez enorme la importancia de las humanidades en la configuración de los futuros ciudadanos. Por eso, y en la medida de lo posible (todos conocemos las dificultades de la enseñanza actual, otro de los motivos por los que siempre he respetado a maestros y profesores), querría encontrar conexiones entre los intereses y sentimientos de los adolescentes y los propios textos. Todos podemos sentirnos identificados si hablamos del amor, de la pérdida, del tiempo; son nociones comunes que compartimos y que, afortunadamente, grandes autores han reflejado en sus escritos a lo largo de la historia. Teniendo esto en cuenta, aproximar la literatura a los jóvenes (en una edad en que el plano emocional es especialmente sensible) es una cuestión formativa; para que algún día sean capaces de expresarse, hay que insistir en la lectura, en la reflexión, en el juicio crítico, en la pausa que se necesita para descifrar cualquier manifestación artística. Desde luego, no es una tarea sencilla, pero por eso mismo, porque es preciso todo ese trabajo para comprender la literatura como algo bello y valioso, es indispensable que las humanidades sean reivindicadas como una parte fundamental de los programas de estudio. De lo contrario, crearemos una sociedad deshumanizada y carente del espíritu crítico necesario para seguir progresando.

F.J.: Creo que Luis Cernuda, el gran poeta sevillano, es uno de tus poetas de cabecera. ¿Cómo ha influido su poesía en tu obra? ¿Nos presentarás algún día un libro de poemas?

Irene Reyes-Noguerol: ¡Cernuda es uno de mis poetas favoritos! Al terminar la carrera, en mi trabajo de fin de grado quise comparar algunos de sus poemas con el mito de Prometeo y, así, aunar las letras españolas con las clásicas (dos de mis grandes pasiones). Desde mi introversión incorregible, me siento bastante cercana al retrato de Cernuda que nos ha quedado (retraído, con ansias de una unión con el prójimo muchas veces impedida por él mismo), de modo que esa oposición entre la realidad y el deseo que fueron su obra y su vida debe de haberme influido a la hora de escribir. 

Respecto a la posibilidad de un poemario, ¡nunca se sabe! De momento quiero seguir profundizando en el relato breve y los textos híbridos, pero no podría asegurar que, en un futuro, no vaya a adentrarme por otros caminos. La poesía es uno de mis géneros preferidos (de ahí mi intención de cuidar la forma y el plano reflexivo y emocional de los personajes), ¡ojalá algún día me anime a probar y a ver qué sale!

J.G.: En el último año, muchxs de nuestrxs entre2vistadxs han afirmado que la pandemia ha supuesto, en cierto modo, un “book boom”, de modo que en breve invadirán las librerías un sinfín de obras escritas durante ese periodo. ¿Es tu caso? ¿Qué te traes, literariamente, entre manos?

Irene Reyes-Noguerol: Como durante la pandemia he debido estar estudiando las oposiciones con un ritmo muy marcado, apenas ha habido tiempo para la escritura. Mi intención ha sido intentar conseguir la plaza cuanto antes para, una vez pasada la fase de estudio, encontrar la tranquilidad necesaria para poner por escrito los textos que se me han ido ocurriendo y que no han podido materializarse porque no veía el momento para hacerlo. Ahora, por fin, vuelvo a disponer de más tiempo, de manera que puedo continuar trabajando en el proyecto de un nuevo libro de relatos que creo que se llamará Mala mar. Son, de nuevo, textos híbridos entre la narrativa, la lírica y el drama que tienen como nexo el tema de la fragilidad humana. Los versos que lo inspiran son estos de Lope de Vega: “Pobre barquilla mía, / entre peñascos rota, / sin velas desvelada, / y entre las olas sola”. Las circunstancias que rodean los relatos son muy diversas pero en el trasfondo de todos está esa idea de la vulnerabilidad del ser humano, azotado por fuerzas que no controla, como esa barquilla de Lope.

J.G.: Llega, aunque no apetezca, el “Momento Carta Blanca”, en el que pedimos a nuestrxs invitadxs que pongan punto y final a esta entre2vista como les apetezca. Es tu turno…

Irene Reyes-Noguerol: Me gustaría agradeceros el haberme invitado a responder esta entrevista. Con vuestras interesantes preguntas, habéis hecho que reflexione sobre cuestiones que todavía no me había planteado. Ha sido un placer colaborar con vosotros. ¡Muchísimas gracias de nuevo!

Relato de Irene Reyes-Noguerol

LA PEQUEÑA RATA

A las hermanas van Goethem.

A todas las”petit rat”de la Ópera de París.

París, 1878

Tic, tic, tic, tic, cuatro patitas a ras del suelo, apenas puntos, mínimas esferas dibujadas por un niño con prisa, por un esfuerzo atropellado, con el temblor de una mano blanda. Cuatro patitas de rata, cuatro huellas como cabezas de cerillo que mamá enciende por las noches, cuando el miedo a lo oscuro. Mamá apura el paquete que estalla en incendios del tamaño del meñique, en chispas reflejadas sobre los muros, los techos, el suelo, agudas las sombras en las esquinas, huidizo el chillido de los ratones que se esconden –tic, tic, tic, tic- en los huecos de los muebles. La lluvia llama a la ventana como una vecina insistente y mamá te abraza, te acaricia el pelo sobre el regazo que huele a humo, a calle, a frío, te dejas hundir en los perfumes del trabajo y de quién sabe qué clientes, quién sabe nada, mamá te mece lento como cuando eras pequeñita y aún no te dabas cuenta, y aún no formabas parte, te arropa con su aliento de jornada larga. Pero qué día tan cansado, mi niña, hasta ahora no entré en calor, apriétame fuerte.

En clase hay un piano. El piano de la princesa que querías ser con siete años. Negro, grande, con la boca abierta y los dientes amarillos. La maestra enseña el ejercicio y el moño le tira, le tira el cuello, los ojos, como si quisiera arrancarle el cabello. Dice cinco, seis, siete, ocho, y quince alumnas en la barra como muñequitas al unísono, tan lindas, tan espigadas, tan sin curvas ni promesas de cuerpos maduros. Dice plié, dice relevé, dice soutenu, palabras que flotan por encima de la música y te impiden disfrutarla –hay que seguir atenta-, palabras que tararea la señorita dando correcciones mientras se pasea por el aula –su nuca tan al borde de la asfixia-, palabras que se detienen a tu lado y dicen ese empeine, el torso, proyecta hacia delante, pero qué importa si solo quieres escuchar la melodía y dejar de lado aquel murmullo –tic, tic, tic, tic-, qué más dan los cuchicheos de las niñas como una risa conjunta. La maestra eleva la voz que termina por tapar al pianista y entonces de nuevo el martilleo de siempre, cuatro patitas de rata que se escabullen por las paredes y que oyes a tu lado, junto a la cama, sobre la cabeza, golpeteo minúsculo que no te deja descansar al llegar a casa, cuatro pasos y uno tras otro, uno tras otro. Ojalá se los tragara la boca hambrienta del piano, ojalá supieran la señorita y las niñas y el mundo entero, pero nadie sabe o nadie quiere saber. Silencio sobre las miradas entre bambalinas, sobre las madres que no aprendieron a tensar un moño, sobre el destino de las niñas de barrio sin nombre.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla y pregunta por qué has llorado, quién te pegó, qué hiciste. Pregunta siempre como si no supiera, como temiendo afrontar alguna vez tu respuesta, como avergonzada de tener algo que ver. Mamá es lista. Te recoge la ropa sucia, te recrimina las medias rasgadas, te da un beso de buenas noches. Mañana las arreglaremos.

Los domingos no hay clase. A las diez, a las once, a las doce y media, la ciudad repica llamando a misa. El canto de las campanas parece una tormenta doméstica, su garganta henchida oculta unos minutos el siseo del piso. Desearías que durase para siempre. Imaginas cómo el párroco se fija en los asientos vacíos –y ya son dos meses-, tocas el brazo de mamá con un guiño cómplice. Por la mañana te sientes una fugitiva de novela, al margen de la justicia y las leyes, bien juntas las dos como compañeras de una aventura prohibida. Mamá sonríe con los ojos y continúa remendándote las medias, puntada arriba, puntada abajo –mira, por si algún día no estoy-, va cerrando los huecos rebeldes con la aguja que le enhebraste desde temprano, ajusta la tela con el hilo rosa que se esconde y chapotea de un lado a otro, y en esos momentos es la mujer más hermosa del mundo. A pesar de los sabañones, de las grietas que el frío y el agua dibujaron en su cuerpo de lavandera, sus manos bailan sobre el tejido, gráciles, etéreas, bailarinas.

Olvidados el miedo y el rencor de los otros días, dejáis atrás la semana y el secreto del que nunca habláis pero que se sienta siempre a vuestra mesa, Mamá brilla las mañanas de domingo en que no se esconde y permite que la luz la ilumine por completo; parece entonces un ángel, queda revestida de una pureza que a veces te asusta, podrías ponerte a rezarle las oraciones que nunca llegaste a aprender pero que inventarías con fervor inigualable –mamá querida, gracias por la belleza que le regalas al mundo-, termina de arreglar las medias y corta el hilo con los dientes –chasquido experto-, hace dos nuditos apretados para rematar la tarea y sonríe cuando te la cede.

Pero el resto de los días que no son domingo no hay luces ni sonrisas ni campanas. Se viste rápida; al calzarse los zapatos y despedirte hasta la noche, algo le tiembla en el rostro, algo titila en su gesto, se le estremece un párpado cuando afirmas, juras, confiesas

Mamá, de mayor quiero ser como tú.

Te encanta el teatro. A veces, después de las clases, si no hay más trabajo, esperas a que se vacíe para acomodarte en las alas del escenario. No en el centro. No bajo el foco que apunta y ciega. Basta menos, te conformas con menos, es suficiente una mirada lateral de ese universo, un observar la vida de costado, un recrearse en segunda, tercera, cuarta fila. Vale más un vistazo desde el cuerpo de ballet que la exposición, el riesgo, la angustia de estar sola frente al monstruo de mil ojos, frente al público que se sienta acalorado, se abanica, se sacude los deberes de la mañana. Imaginas los collares sobre el pecho rebosante de las señoras, las perlas que zigzaguean bajo sus lóbulos, esa sonrisa de rigor que blanden como defensa sus colecciones de hijas casaderas, niñas bonitas poco mayores que tú, niñas preciosas que podrían ser tus amigas, niñas impolutas con las mejillas empolvadas de pánico. Pobres niñas blanquísimas con la infancia aún sobre los hombros, con los juguetes al borde de la mano, con la vergüenza de ser exhibidas como se exhibe una vaca; niñas de pestañas grandes que pastan en campos yermos, en senderos ya fijados, que menean la cola, que asienten y asienten y asienten del brazo de sus padres. De algún modo escuchas su mugido lastimero, el miedo en su elegancia de condenadas por los acuerdos de esos señores respetables de traje y pajarita, caballeros de pocas palabras y respuesta firme, tan bien vestidos, con ropas que esconden la barriga y aprieta el cinturón, las carnes blandas, casi líquidas, como recién amasadas. Así arreglados no se les nota lo contrahecho de las caderas, esos defectos de fábrica que comparten a solas en casa o tras las funciones, en los entreactos, esos fallos de diseño en sus carcasas que desvelan en lo oscuro –tic, tic, tic, tic-, cuando no mira nadie o la noche vuelve los ojos. Pero las niñas como tú saben –cómo saben, cómo sabes-, las niñas como tú miran desde las alas y aceptan y cierran la boca, se quedan calladas como esfinges, asomadas al laberinto, el Minotauro las atrapa, las devora. Ellas guardan su secreto. Vuelven a casa y no dicen nada.

Te gusta, te encanta. Adoras el teatro.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla y pregunta cómo fue el ensayo, cuándo es la próxima función. Lo siente, pero no podrá ir. Hay trabajo, siempre hay trabajo. Mamá llega cansada cada día y no oye o simula no oír las cuatro patitas taladrando el salón de arriba abajo; quizás no le importa, se ha acostumbrado a ellas, cuatro patitas que husmean en la cocina y de vez en cuando mordisquean mendrugos secos, hacen agujeritos pequeños y hasta simpáticos, como de duende. A lo mejor por eso mamá las tolera y se conforma con el susurro que recorre las habitaciones cuando solo debería haber silencio, en las madrugadas de las ratas insomnes que jamás duermen y que amenazan desde los techos con lo afilado de sus voces, aguardan tras los muros y los atraviesan como si fueran de paja, canturrean grises en el refugio de las sombras, y mamá no oye, mamá no oye, te deja sola esperando que amanezca, encogida bajo las sábanas, sin saber cómo ni cuándo notarás los cuerpos mínimos que se suben a la cama en busca de calor. Pobres ratas, pobres ratas que se te acercan como a una hermana, tú también tan flaca, tan parda, tan a la intemperie. Pobres ratas que se te cuelan en los sueños y te arrullan como un coro; a veces todo se parece a aquel cuento que escuchabas de pequeña, cómo era, cómo se llamaba, había una niña buena y guapa y rica y un cascanueces que luchaba contra los ratones y era un príncipe y la llevaba a un palacio de mazapán en un carruaje de oro tirado por caballos de plata, y qué hermoso era, un mundo lleno de juguetes y de dulces, y siempre era Navidad y la gente era buena y guapa y rica y el príncipe acababa con los ratones y mamá lo contaba tan bien, tan bien que se te saltaban las lágrimas cuando prometía que cuando fueras grande te llevaría a vivir al País de las golosinas, y cómo te entusiasmabas, recuerda mamá cuando no está muy cansada que al sorprenderte te salía un hoyuelo muy gracioso en el lado izquierdo, una equis marcando el tesoro de una ilusión sincera, y a menudo mamá no lo dice, no lo sabes, pero echa de menos ese hoyito de tu mejilla redonda y le pide a Dios que te salve, que te saque del pozo donde ella misma te va metiendo día a día –tic, tic, tic, tic-, tras las funciones, en los entreactos, le ruega de rodillas que todo se acabe, que salgas del pozo, que todo se acabe.

En clase hay otras niñas. Dulces, educadas, competentes, como a punto de soltar la lección de la mañana solo por satisfacer al mundo. En el baño, al terminar, se sueltan el moño y dejan caer el pelo largo, rubio, hecho para las caricias y las palabras bonitas. Entre todas forman un corro y se ayudan a quitarse las horquillas, plin, tintinean al tocar la loza, una a una, sin tirones bruscos. Desde el lavabo te llegan sus voces suaves y sus nombres de hada, tan sencillos, tan hermosos, nombres que mamá nunca te habría imaginado y que juegan a saltar entre azulejos con sus melodías delicadas, resuenan finos de una pared a otra, nombres destinados al halago y a las fiestas y a un colchón mullido –qué no darías por ello-, nombres de niñas con casas grandes que desearían estar más solas, alejarse lo justo de la familia, niñas que aceptan y agradecen y festejan con discreción quince días frente al mar con sus amigas –imagina, imagina-, un verano de arena y sol y vestidos claros, todo risas y libertades pequeñas. Tumbarse en la orilla, escuchar de fondo la marea, las olas que aseguran que suenan como un susurro en el oído, a un salto del océano que te figuras como una mole azul viva, móvil, tantos peces existen en su vientre. Quizás te daría miedo, quizás te atreverías a acercar un pie por vez primera, a sentir el abrazo del agua que sube, baja, sube, baja, aproximando su timidez paso a paso. Cómo te gustaría conversar con ella, hundir los dedos en el barro, perder de vista los límites entre el horizonte y las nubes y jugar a que eres una niña como las otras, fingiendo que entiendes de telas y banquetes y jóvenes apuestos, riendo solo un poco con la mano sobre la boca, no como mamá, no como tú misma, no entregada a la expansión escandalosa del barrio, no inmersa en la zanja de miseria que te rodea y no te permite salir, te empuja hacia abajo, siempre hacia abajo, hasta la sima oscura donde mamá te lleva a conocer las ratas que se carcajean dobladas sobre sí mismas, y esas son las peores, ratas gordas a punto de reventar que te recuerdan cosas que no se piensan, no se piensan, no se piensan, mamá te obliga a ignorarlas y a continuar como si no pasara nada, se te suben por los pies y las rodillas y los muslos y cierras los ojos para no ver su panza peluda tan de cerca, sus pupilas brillantes, sus carnes blandas, casi líquidas, como recién amasadas, pero no lo pienses, mamá te dice aguanta y no ve el nudo que se te forma en el pecho, mamá lo aprieta hasta la náusea, mamá asegura que merecerá la pena, mamá es lista y sabe y comprende y te arregla las medias, los domingos parece una virgen, la mañana le coloca halos en torno, recompone los agujeros por donde entra el viento, pero está cansada, tan cansada, a veces suspira y suelta hayquepagarelalquilerlacomidalastasas, se le escapa la lista de corrido, como una cancioncilla, a veces tú terminas la tarea y las puntadas son irregulares, las costuras siguen respirando, pero es suficiente para completar otra semana, otro mes, otro minuto.

En clase estás segura. Aunque la maestra grite. Aunque las niñas comenten en las pausas tus remiendos. Aunque te amenacen con expulsarte o no pagarte si no acudes a los ensayos y no valgan más señorita, es por trabajo, es por trabajo. Toca el pianista y desaparece todo, se acaban las angustias, los temblores. Desde alguna parte suena plié, relevé, soutenu y ya no importa nada. La música te envuelve y te ilumina y qué más da que tus movimientos sean sucios, que tus transiciones sean torpes. Un piano basta para detener la caída, pulsando las teclas se para el mundo y cuánto amor te rebosa hacia esta paz condicionada, cuánta gratitud hacia la maestra y las niñas y mamá, que te quiere con besos precarios, que te apoya con abrazos clandestinos. Cuánta belleza en el polvo que planea ante tus ojos, en el sudor de los cuerpos jóvenes. Si supieras rezar alabarías las gracias del instante, si supieras escribir inventarías el poema más hermoso, si supieras leer lo recitarías ante cada criatura que habita el mundo. Encontrarías a las palomas, los patos, las ardillas del parque, te inclinarías sobre los gatos y su majestad indiferente, saludarías a los perros con sus rebaños de chinches, rastrearías el piso en busca de las ratas, sí, las ratas pequeñas, humildes, con su orgullo de hambre y escoria, aceptarías sus colas tiritantes, sus hocicos como botones perdidos, todo merecería la pena por la gracia del momento regalado.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla y pregunta qué tal fue la clase, cómo se portaron contigo, si hoy volviste a faltar a los ensayos. Bien, bien, silencio, para qué contestar si ya lo sabe. Pero tocaron una música que era pura magia, mamá, magia como las campanas del domingo, elevaba el corazón tan, tan alto, lástima que no pudieras oírla; si supiera, te la cantaría hasta que me doliera la lengua, mamá, cuánta belleza.

Cuánta belleza pero por qué no sigues contando, por qué no coges aire y te preparas y le confiesas todo a mamá mirándola a la cara, aunque ya lo sepa, aunque no haga falta. Cuánta belleza y aun así, aun así, aun así todo se quiebra con un parpadeo, giras la cabeza y jamás fuiste tan feliz y de repente ahí están esos ojos, ojillos pequeños, acuosos, astutos. Hay una rata gorda y grande y trajeada en la puerta de clase, una rata con el rostro del padre de cualquier niña de nombre bonito, una rata inmensa que espera quieta, quietecita como todos los días, aguanta hasta el final de la hora observando y asintiendo y animando a su hija preciosa e intocable, pero por qué nunca la mira a ella, por qué siempre descansa la vista sobre las niñas de barrio sin nombre, por qué siempre vienen él o su amigo o su socio, qué importa, la rata se acerca a la señorita para mascullarle algo que nadie entiende o nadie quiere entender, y entonces sabes que llega tu turno –tic, tic, tic, tic-, la rata llevará a su princesa a casa y por la tarde volverá a por ti, sin mediar palabra ordenará que la acompañes y mientras todo esté pasando pensarás en mamá, en cómo le va costando remendarte las medias, en la fuerza que se le escapa por segundos, en la madeja que se le resbala y cae y choca contra el suelo con un golpe que nunca se oye, así que hay que hacerlo –tras las funciones, en los entreactos-, contendrás la respiración y el asco y el llanto cuando sucedan las cosas que no se piensan, no se piensan, no se piensan, porque al terminar volverás a casa y qué ilusión le hará a mamá que podáis pagar elalquilerlacomidalastasas, a veces de repente sollozará mi niña, mi niña, qué te hicieron, pero todo merece la pena –tic, tic, tic, tic-, los domingos fingiréis que nada ha pasado y todo será tan hermoso, mamá volverá a contarte la historia del cascanueces y el rey de los ratones, se te saltarán las lágrimas como cuando eras pequeña, pequeñita y aún no te dabas cuenta, y aún no formabas parte, la abrazarás con cuidado y le hablarás de la belleza del mundo, qué suerte tengo, mamá, qué suerte. Ojalá la vieras.

Mamá regresa tarde. Tú también. Enciende una cerilla. No pregunta nada.

Javier Gilabert / Fernando Jaén
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