Luis Foronda: «Los libros son las mejores herramientas para abrirnos el corazón y la mente»
Luis Foronda es funcionario y escritor. Ha publicado varios libros de relatos como Cuentos irradiados y Relatos Verticales, traducidos al francés en un solo volumen con el título Dessins Verticaux. Su primera novela, Las palabras en la boca (Diputación de Jaén, 1995), ha sido reeditada en 2020 por la editorial Juancaballos dentro de su colección de bolsillo. Veintitrés años después apareció Padre Serenísimo (Juancaballos, 2018) y, ahora, Verde (Juancaballos, 2020), su segunda y tercera novela respectivamente. Sus relatos cortos también han sido publicados en proyectos literarios colectivos como En el camino del inca, Pensando en Jaén o Iguales.
Fernando Jaén: Úbeda está ligada, para muchos, a la obra Muñoz Molina. Pero la ciudad se ha convertido en un centro literario; muestra de ello es el Certamen Internacional de Novela Histórica Ciudad de Úbeda, del que eres miembro organizador, y también del festival de narración oral ‘En Úbeda se cuenta’. ¿Cómo surgen estas iniciativas? ¿Qué valor ofrece a la memoria de nuestro pueblo la tradición oral?
Luis Foronda: El Certamen Internacional de Novela Histórica nació en 2012 con la idea de unir la literatura al otro gran valor de la ciudad: su patrimonio histórico y arquitectónico. Arropando ese proyecto hemos contado desde el principio con dos grandes escritores de la ciudad, a los que quiero y admiro mucho, Salvador Compán y Jesús Maeso. El certamen se ha consolidado en estos años y se ha convertido en referente de la novela histórica en España. El festival de narración oral “En Úbeda se cuenta” es más antiguo. En 1996 se creó la Asociación Malión formada por un grupo de profesores interesados en conservar el tesoro de los cuentos tradicionales y se puso en marcha esta iniciativa de narración oral. Con los años, el festival se ha abierto a todos los sectores de la sociedad ubetense. Durante una semana del mes de junio, en torno a la noche de San Juan, se celebran encuentros con narradores y conferencias para terminar con ese maravilloso espectáculo que es “Úbeda de plaza en plaza”, donde la magia de los cuentos se abre al verano de manera festiva y gozosa. No somos nada sin las historias que nos han contado, ellas son las que nos justifican y tenemos la obligación de conservarlas y de transmitirlas a nuestros hijos. Siempre digo que me he formado como escritor escribiendo cuentos. En ‘Padre serenísimo’, mi segunda novela, hay mucho también de homenaje a la narración oral.
F.J.: Aunque ‘Verde’ transcurre en tierras manchegas, con aires de un moderno Quijote que las volviera a recorrer, ¿cómo influyen la historia y el emplazamiento de Úbeda en tu obra? ¿Es fácil “perderse por los cerros de Úbeda» al escribir en una ciudad así —risas—?
Luis Foronda: Claro. Yo ya situé mi primera novela directamente en la Úbeda de los años ochenta y muchos de mis cuentos discurren por las calles de la ciudad. Mis otras novelas, aunque no se desarrollan en Úbeda, sí tienen claras referencias a la cotidianidad ubetense. Además, yo me inspiro caminando, así que la mayoría de mis historias han nacido de la simple contemplación de un callejón o de una plaza, de la conversación aventurada entre las vecinas de mi calle o de un acontecimiento desvelado en la cola del puesto del mercado. No hay mejores musas que esas, las que pasan todos los días a tu lado, te saludan y te inspiran sin ellas saberlo.
F.J.: Tu primera novela, ‘Las palabras en la boca’, ha sido reeditada en 2020 por la editorial Juancaballos. Veintitrés años después apareció tu segunda novela, ‘Padre Serenísimo’, y, ahora, ‘Verde’, obteniendo con ellas una gran acogida y mejores críticas. ¿Existe algún vínculo entre los tres libros, que nos lleve a pensar en una trilogía?
Luis Foronda: Cuando uno escribe afloran siempre cuestiones personales y pienso que es importante escribir no solo sobre lo que se siente sino fundamentalmente sobre lo que se sabe, así que es lógico que todas mis obras tengan el elemento común de la propia experiencia. ‘Padre Serenísimo’ y ‘Verde’ son dos novelas que se desarrollan en la España de la Transición por lo que podrían considerarse parte de una trilogía que seguramente se cerrará con mi próxima novela. En todas ellas, también en “Las palabras en la boca”, hay otro elemento común que es la importancia de la palabra y de cómo lo que se dice, lo que se cuenta y lo que se calla, condiciona nuestra manera de estar en el mundo.
«Necesitamos la magia, es decir la imaginación, para no desfallecer»
Javier Gilabert: ‘Verde’ es tu tercera novela. ¿Es la que más te ha costado escribir? ¿Cómo es tu proceso escritor?
Luis Foronda: Con ‘Verde’ he aprendido la importancia que tiene el hábito de la rutina para escribir una novela, el tener un horario fijo, la exigencia de la concentración y el huir de la dispersión. Siempre he escrito condicionado por el trabajo, por mis colaboraciones en la radio o en la prensa y escribía cuando buenamente podía, en ratos libres, con la premura de una fecha en la cabeza, un encargo que cumple o un micrófono que se abre. Por eso ‘Padre Serenísimo’ me llevó cinco años y por eso ‘Verde’ me ha ocupado un año y medio y aunque pueda parecer una novela menos compleja, su escritura es más laboriosa. Eso ha sido posible porque todas las tardes me encerraba cinco horas y permanecía ahí, concentrado en el relato, sintiéndome un viajero más de ese Seat 131 en el que se mueven mis protagonistas. Creo que eso es fundamental para que una novela funcione, por un lado, que el relato no sólo crezca en extensión, sino que lo haga también dentro de ti y sobre todo que te enamores de tus personajes, que los quieras de verdad y que llores cuando tienes que dejarlos. Sí, ‘Verde’ es la novela que más me ha costado escribir, pero también la que más feliz me ha hecho.
J.G.: ¿En qué medida lo mágico tiene cabida en tu novela? ¿Se hace la magia más necesaria que nunca en este periodo distópico que nos ha tocado vivir?
Luis Foronda: Si te digo que en ‘Verde’ hay un pollo que picotea un cáncer, un aparecido, una espada de fuego que alumbra pero que también ciega o un ángel que ansía ser libre y que dispone sobre la vida y la muerte de la gente, te darás cuenta que el elemento mágico está muy presente en la novela. Pero esa pieza siempre es secundaria y encaja de manera natural en el relato, por eso, aunque éste sea a veces descarnado nunca lo distorsiona, sino que, paradójicamente, gracias a ella la realidad se hace más creíble. Por eso la poesía de la que yo hablaba antes o la magia que tú mencionas ahora, son cruciales en la vida de todos nosotros. Necesitamos la magia, es decir la imaginación, para no desfallecer. Intentan llenarnos la realidad de mentiras y la fantasía debe de ser siempre la mejor valedora de la verdad.
J.G.: Son muchas, muchísimas las novelas que retratan la España de la Transición. ¿Qué es, a tu juicio, lo que la convierte en algo tan atrayente? ¿Resulta un buen cóctel de mezclar ese escenario con una buena dosis de evocación cervantina y un Seat 131 —risas—?
Luis Foronda: Claro, son muchas las novelas que han intentado contar cómo era la España de aquellos años. Fue un momento transcendental de nuestra historia, somos consecuencia de lo que hicimos mal y de lo que hicimos bien entonces. Yo quería contarlo desde la autenticidad de una familia humilde que vive en el barrio más pobre de Madrid y desde la sencilla inmensidad de la Mancha, con mi Quijote y mi Sancho, es decir con el tío Pepe y su sobrino Yago, abriéndose ambos a la vida, descubriéndola mientras la sufren, recorriéndola montados en un Seat 131 verde esmeralda, dibujando sus emociones sobre el papel de estraza de los tenderos. Yo quería reivindicar aquella España hecha ova en la charca de nuestros primeros recuerdos, la de la tienda de barrio, la del abacero confiado, el mostrador gastado y la puerta de cristales, la de la campanilla amable, la brizna, la migaja, la molécula de polvo suspendida en el aire, la de los olores a granel, a harina y anís estrellado, la suma a mano, la moneda que brilla, la deuda que se salda, la que se asume, la de poder sentarse a esperar y hablar de todo, sin que nadie te pese las palabras, sin que nadie te las cobre. Qué mejor manera de contar cómo era nuestro país tras la muerte de Franco desde ese lugar y con esa gente.
J.G.: Afirmas en una entrevista anterior que entre tus intenciones no estaba la de hacer una revisión de nuestra historia reciente. Sin embargo, ‘Verde’ comienza con el asesinato de un joven a manos de grupos ultraderechistas. ¿Está involucionando nuestra sociedad? ¿Sigue estando nuestra democracia un poco ‘verde’ aún?
Luis Foronda: Efectivamente ‘Verde’ no es una novela política, pero tenía que ser necesariamente reflejo del momento que se estaba viviendo. Por eso comienza con una manifestación real que se produjo en Madrid en enero de 1977, justo un día antes de los asesinatos de los abogados de Atocha y en la que murió un joven a manos de un grupo de ultraderecha. En ese año se produjeron acontecimientos históricos muy importantes como la legalización del PSOE y del PCE, la derogación de la censura o las primeras elecciones democráticas del mes de junio. Esa libertad incipiente, tan frágil, tan verde, es el elemento vertebrador del relato, que enlaza con la propia fragilidad en la que vive el protagonista, al que le tocará descubrir lo que es la vida con toda su crueldad, pero también con todo el deslumbramiento que da la adolescencia. Efectivamente, cuarenta años después somos conscientes de que aquella ilusión tan grande que se generó ha quedado en muy poco. Tenemos los mismos problemas de involución y asistimos con estupor al resurgimiento de un pensamiento reaccionario y peligroso que en realidad siempre estuvo ahí, alimentado ahora por la mentira constante y por el desprecio a la investigación, a la cultura y al esfuerzo.
«Asistimos con estupor al resurgimiento de un pensamiento reaccionario y peligroso»
J.G.: Encontrarán los lectores entre las páginas de ‘Verde’, imagino, veladas críticas a cuestiones como el abandono de la España rural. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí y qué futuro auguras a los pueblos similares a los que configuran los escenarios de tu novela?
Luis Foronda: Desde niño La Mancha siempre fue uno de esos lugares maravillosos que hice míos sin haberlos visitado, alimentado de literatura y de páginas amarillentas, de grabados de Doré y de relatos de vendedores ambulantes. Para mí no hay mayor belleza paisajística que los pueblos blancos, arrellanados en la inmensidad manchega, oreados por todos los vientos. Lamentablemente muchos de esos pueblos han sufrido la despoblación y en muchos casos el abandono de las instituciones. Hay otros muchos pueblos en España igual de hermosos y todavía más vacíos, lugares que, si no lo remediamos, acabarán borrados del mapa y lo que es peor, de la memoria.
J.G.: A tenor de las actitudes (y de tus aptitudes) que quedan patentes en ‘Verde’, permíteme que te pregunte por la diferencia entre narrativa y poema en prosa.
Luis Foronda: En mi caso no hay diferencia, pienso que se pueden contar todo tipo de asuntos, incluso los más prosaicos y que flote en ellos algo de soplo poético. Hay en ‘Verde’ capítulos que narran momentos en apariencia muy poco líricos como una paliza, el robo en una tienda o el atropello de una niña, pero tienen la misma poesía que otros que tratan asuntos más profundos, como la soledad, la muerte, el amor imposible o la libertad. Hay un capítulo que me gusta mucho y que habla sobre la chispa que enciende el fuego del amor y que algunos consideran que está más cerca de la poesía que de la prosa, lo cual me pone contento siendo, como ya he dicho, un poeta frustrado. Pero inmediatamente hay otro capítulo en el que se advierte con ironía sobre la doblez de la retórica, así que, aun siendo un novelista, vivo constantemente en la réplica del verso.
F.J.: Tu prosa ha sido comparada con la de grandes autores como Cunqueiro, Juan Rulfo o Italo Calvino, cuyos textos se visten a veces con esa extraña poesía que brota de los márgenes de la narrativa y tensa el arco del lenguaje, y del alma. Además, los tres ejemplos anteriores, son maestros del relato, género que también has cultivado. ¿Te reconoces en estos autores? ¿Qué género te resulta más amable, la novela o el relato?
Luis Foronda: Yo arrastro la frustración de no haber escrito poesía, que es mi género favorito, así que en mis novelas siempre aparece ese elemento poético. Han dicho que “Verde” es una novela cargada de un peso poético considerable y estoy de acuerdo. Me reconozco sobre todo en los clásicos, en San Juan de la Cruz pero también en Machado, al que considero el más grande. En cuanto al elemento mágico de mis obras, está claro que bebe directamente de esos escritores que tú mencionas. Me han marcado mucho novelas como ‘Las mocedades de Ulises’ de Cunqueiro y por supuesto ‘Pedro Páramo’, o los cuentos de Italo Calvino. He crecido con ellos personal y literariamente. Pero también me han influido otros grandes novelistas, Cervantes por ejemplo, al que rindo un homenaje sentido en ‘Verde’ y Sánchez Ferlosio con su ‘Alfanhuí’.
«Mido cada palabra para darle el peso necesario en una frase»
J.G.: Afirma Francisco Silvera con alegría en su reseña de ‘Verde’ que durante su lectura tuvo que echar mano al diccionario. Que lo que más le interesa «son los latigazos líricos de Foronda, el uso acertado de un léxico exigente y agradecido”. ¿Qué importancia das en tu prosa al léxico exacto y a la musicalidad, especialmente en las descripciones?
Luis Foronda: Me encantan esos comentarios de Francisco Silvera. Hubo un filósofo alemán que dijo aquello de que “solo la mano que borra puede escribir la verdad”, así que yo intento escribir de esa manera, mido cada palabra para darle el peso necesario en una frase, que cada punzada tenga el hilo justo. Siempre he pensado que en el oficio de escribir hay también un punto de composición musical que me fascina. ‘Verde’ es una novela que habla sobre la fragilidad de la vida y por eso era necesario que su forma fuese también muy quebradiza. La figura retórica más abundante en la novela es la personificación, así que los elementos de la naturaleza son fundamentales porque al estar vivos, había que afanarse por marcarlos bien en toda la “partitura”, es decir, había que llenarlos de música.
F.J.: ¿Esperabas esta acogida de tus libros? ¿Qué relación te une a la editorial Juancaballos?
Luis Foronda: Te confieso que es ahora, con todos mis años y con todos mis libros, cuando empiezo a sentirme parte del mundo literario y es ahora precisamente cuando más me sorprende el éxito y la acogida de mis novelas. Cuando me llegan críticas tan buenas me aturdo un poco y esa sensación se mezcla con algo de vergüenza y por supuesto con un agradecimiento infinito. Desde su creación me siento muy unido a la Fundación Huerta de San Antonio, de la que depende Juancaballos, por dos razones fundamentales: la primera física, yo soy vecino del barrio de San Lorenzo y la obra de la Fundación gira principalmente en torno a él y a su iglesia; la otra razón es afectiva: me siento muy unido al proyecto, muy comprometido con esa labor de recuperación de la iglesia y de convertir el templo, el barrio entero, en centro cultural de esta ciudad. Poder además publicar mis novelas con la editorial Juancaballos supone unir esas dos cosas a la escritura. Sé, por lo tanto, que estoy en el sitio exacto, con la gente precisa y haciendo lo que más me gusta.
J.G.: Como en todas las Entre2vistas, con el “Momento Carta Blanca” pedimos a nuestros invitados que las cierren como les apetezca. Tienes ‘luz verde’ para hacerlo…
Luis Foronda: Quiero daros las gracias por vuestras preguntas y quiero animar a los lectores a aventurarse en el mundo de las historias que es de las mejores cosas que se pueden hacer en la vida. Insisto en que en la imaginación está la verdad y pienso que los libros son las mejores herramientas para abrirnos el corazón y la mente, para ser más libres y en consecuencia más felices. Que la vida es frágil, un tallo siempre verde y que hay que regarlo con el poder hermoso y liberador de las palabras.
Textos de Luis Foronda
Mi madre era una mujer enemiga de aspavientos, poco dada al aparato. Mi madre era de emociones contenidas, era realista con la vida y con sus circunstancias, con esas contingencias básicas que tan poco amables habían sido con ella. Mi madre era cálida y austera, era seria y tierna, era consciente de su lugar en el mundo y era ignorante de haber alcanzado ese puesto a base de valor y de firmeza. Nunca tuve un conocimiento exacto de cómo fueron su niñez y su adolescencia allá en Tudela, así que me las inventé, me las fui componiendo dentro de mi cabezota a base de trozos de conversaciones, de insinuaciones parciales y de medias excusas. Me la imaginaba de niña, muy pobre, vestida de harapos como seguramente habría visto yo en alguna película antigua, me la imaginaba siempre temerosa de las burlas de sus hermanos y del brazo nervudo de su padre, eternamente sola, ajena a los juegos y casi a la luz del sol, escondiendo su llanto en los recovecos oscuros de todos los rincones. Algo más sabía de cómo había sido su huida de casa, lo que ellos me habían contado y yo adornaba con tintes épicos. La veía escondida como una delincuente, primero en Soria, recogiendo acelgas, de donde tuvo que salir corriendo porque sus hermanos dieron con ella y estaban a su acecho, luego en Alcalá de Henares, sobrehilando ropa militar y por último en Villaverde, limpiando mocos, siempre así, anónima y desconsolada, hasta que conoció a mi padre a la puerta de la fábrica de hierros, un día que pasó por allí, de casualidad, como decía siempre que lo contaba. Se enamoraron, se casaron y se vinieron a vivir a Palomeras, donde puso a remojar su calidez y su prudencia.
La relación con mi padre estaba cimentada en el manso contento, en esa fruición rutinaria que sabe a garbanzos. Nunca les vi besarse, ni decirse que se amaban pero se les notaba felices, cómplices en el arreglo de los desajustes que la vida en común les iba deparando. Esos desajustes los marcaba sobre todo la pobreza, la escasez que da ser proletario de hierros torcidos, un salario corto con el que ir tirando, lo justo para alimentar y vestir a los hijos, llevarlos al médico de pago si una pierna es más corta o unas anginas se complican, un salario con el que poder comprar una televisión a plazos o una nevera, con el que poder luego poner un teléfono en el que uno no puede recrearse, en el que hay que colgar muy pronto porque son muy traicioneras las conferencias.
(‘Verde’, Juancaballos, 2020. Fragmento)
El roce de la rueda dentada en la piedra del mechero provoca la chispa que prende la llama, luego la llama enciende el cigarro del caminante. A esa chispa la mantiene viva solamente la adicción a la nicotina. La chispa que provoca un incendio salta del cristal incandescente de una bombilla, de una bombilla que estalla en pedazos por una pedrada, de una bombilla roja, si es posible. Esa chispa, la del cristal, es más resistente a la extinción porque la aviva la rabia. Seguramente un trozo del cristal de esa bombilla ruede entre la broza seca y chasque una luminiscencia tan pequeña que en la noche calurosa parecerá el suspiro de una luciérnaga.
La chispa de un amor la encienden unos ojos pero todos deberíamos de saber que una persona es mucho más que una mirada, por eso, para que la chispa del amor no se apague es necesaria la quema de un corazón, es preciso que el amor en realidad sea simplemente la combustión continuada de un corazón en llamas.
La rabia, el tabaco, el amor, las dependencias en fin, son el alegórico instrumento del que se sirve el azar para, cuando las llamas se apaguen, relegarnos al mundo ceniciento en el orden en que el tiempo de ignición vaya disponiendo.
Piensa el fuego que está bien que una chispa prenda en la noche plácida de un sofocante estío y que está mal que con el rocío de la mañana una mujer intente apagar las primeras llamas. Piensa el tiempo que al escurrirse entre la casualidad y el destino, puede dejar que las llamas de ese incendio se coman los pastos secos y que la imponderable humareda se adueñe del campo. Está bien que el fuego chamusque las horas en los desiertos, que salten de las piedras candentes las serpientes y que estas, sedientas, se beban la substancia que mide el tiempo de los muertos. No está bien, sin embargo, que las llamas prendan al borde de los caminos de una tierra tan hermosa y que corten el regreso a casa de los buenos caminantes. No está bien que el fuego presuma tanto.
¿Quién no se ha demorado ante un hermoso resplandor, ante la hipnótica lobreguez de un incendio? Hay un placer antiguo en la contemplación del lamer de las llamas, en esa lengua que resbala por el cuerpo de la tierra calcinada y que declina para arremolinarse luego en un eterno vano que se abisma.
Pienso ahora que aquel trozo de cristal minúsculo prendió la brizna seca y que la chispa se encerró en el espejo de mi memoria, que me demoré demasiado, que el hilo invisible de una llama recorrió la noche entera de mi vida y vino a convertir la rabia, el tabaco, el amor, en el tiempo cósmico de mi ceniza.
(‘Verde’, Juancaballos, 2020. Fragmento)
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