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F. David Ruiz: «Necesitamos contar las historias que hay detrás de las costuras del acento»

El escritor F. David Ruiz
F. David Ruiz

F. David Ruiz: «Necesitamos contar las historias que hay detrás de las costuras del acento»

F. David Ruiz (Rute, 1987) es escritor y poeta. Es licenciado en Filología Hispánica y Filología Románica por la Universidad de Granada. Es, asimismo, autor del poemario Escalera de incendios y de la novela Alma de cántaro.

Como poeta ha aparecido en diferentes publicaciones y antologías como El álbum del fingidor de Joaquín Puga (Valparaíso Ediciones) o Pero yo vuelo. Antología de la más joven poesía en Granada (Ediciones en Huida). Ha sido asimismo colaborador de diferentes publicaciones de carácter literario.

Durante el curso 2012/2013 obtiene una beca de escritura en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores donde trabajó en su primer proyecto de novela. 

En 2016 gana el Premio GranaJoven de poesía que convocan el Ayuntamiento y la Academia de Buenas Letras de Granada, por su primer poemario Escalera de incendios (Alhulia). También en ese año obtiene su plaza como profesor de Secundaria.

Como narrador ha logrado diversos premios por sus relatos cortos. En 2019, obtiene el II Premio Biblioteca Fundación Antonio Gala por Alma de cántaro, su primera novela, publicada en la editorial Booket, del sello Planeta, y que actualmente es finalista del Premio Andalucía de la Crítica. Alma de cántaro es una novela que recoge la memoria oral de los pueblos para enlazarla a través de la ficción con la historia de mujeres reales del sur de Córdoba. Es también una reivindicación de la mujer rural, muestra de la sororidad en los años 40.

Javier Gilabert: ¿Cómo llegas a la Fundación Antonio Gala y qué ha supuesto para ti como persona y como escritor tu paso por la misma?

F. David Ruiz: Ante todo, muchas gracias por esta entrevista. Me hace especial ilusión tener un hueco así en secretOlivo. 

Para empezar diré que conocí la Fundación desde muy joven, sin tener todavía edad para enviar mi proyecto. Cualquier cordobés, y me atrevería a decir que andaluz, que se dedique mínimamente al arte o la literatura conoce la estancia que regala la Fundación a los y las privilegiadas que son capaces de conseguir la beca. Yo no había probado suerte nunca, lo hice tras acabar mi vida académica porque fue entonces cuando supe que tenía algo que contar. No es vanidad, fue realmente así. A pesar de ello, el proyecto que presenté era el de un libro de relatos que, poco a poco, se fue convirtiendo en una novela,  lo que años después sería Alma de cántaro. 

Por otra parte, me resulta muy complicado condensar brevemente lo que la Fundación Gala me ha dado: desde tiempo de aprendizaje, compañeros y compañeras que son mi sostén en la literatura y en la vida, hasta un espacio donde pude crear sin preocupaciones económicas. Eso ya debería haber bastado, al menos para alguien que venía sin padrinos literarios, de una familia trabajadora del sur de Córdoba. Sin embargo, sigo sumando. La Fundación, junto a Booket, me dio un premio que ha supuesto mi lanzamiento como narrador, un apoyo constante y la sensación de estar en casa, en mi casa, cada vez que vuelvo. La Fundación es y ha sido el hogar de más de doscientos residentes, artistas y escritores, que hemos aprendido a reconocernos de algún modo en una experiencia común, en una suerte de hermanamiento que, por lo general, propicia un ambiente de confianza con otros creadores.  

J.G.: Todo el mundo ha oído hablar de la Fundación Antonio Gala, y de lxs autorxs que han salido de ella. Lo que quizá no sepan es que eso implica una durísima entrevista —risas— con Gala en toda su salsa. Cuéntanos esa experiencia y cómo y cuánto ha influido el consejo de Antonio en tu obra.

Francisco David Ruiz: Antonio comenzó su entrevista con la siguiente pregunta: «Te estás quedando calvo, ¿lo sabías?». A lo que yo respondí: «El pelo rizado es mal compañero de viaje, deberías saberlo». Y así empezó todo. Una entrevista que, a priori era de quince minutos, pasó a cuarenta. En julio. En Córdoba. Salí sudando, pero con la certeza de que tenía aquella beca. Luego he tenido mil entrevistas más con él, he podido dialogar de lo humano y lo divino y he discutido mucho. Decía José María Gala en la única presentación que hemos hecho de Alma de cántaro que debía ser Antonio quien hubiera estado en aquella mesa, por el cariño que llegamos a cogernos, por la amistad forjada tras la palabra afilada. Quizá fuera así o quizá no, pero yo lo siento cerca. Así lo he dicho en muchas ocasiones. Muchos días hablamos de perfilar personajes, y otros yo imitaba a Lola Flores en una famosa entrevista donde él hacía de él mismo. Vivir en la Fundación era ir encontrando el oficio y a la vez ir aprendiendo que el arte no importa. 

«Vivir en la Fundación era ir encontrando el oficio y a la vez ir aprendiendo que el arte no importa»

J.G.: ¿Cuál es tu relación con el teatro? ¿Qué conexiones tiene con tu obra?

F. David Ruiz: Durante un tiempo, los únicos ingresos que tuve fueron los que me llegaban de un taller de teatro que me propuso el Ayuntamiento de Rute. Fue ahí donde conocí a un grupo más o menos regular de 15 mujeres increíbles. Para ellas, adapté y dirigí obras como Arsénico por compasión o Cinco horas con Mario. Fue esta última una parte muy importante de mi vida, porque los ensayos fueron verdaderos ejercicios catárticos. Conseguimos alguna función muy digna y me marché muy satisfecho de haber cumplido con ellas y con lo oral. Aprendí mucho de todas sus formas de contar, pero me acuerdo especialmente de cómo lo hacía la Joaquina, que me decía con sus muchos años: «Yo estoy ciega, pero quiero hacer teatro. Lo que no quiero es hablar de muertos, porque yo no quiero morirme. Si estoy aquí es porque yo quiero vivir». Y eso está en gran parte en la novela que escribiría poco tiempo después. 

J.G.: Te estrenas con el poemario ‘Escalera de incendio’. ¿Cómo es tu transición a la novela?

F. David Ruiz: No hay transición. Para mí fue algo orgánico, disfruto tanto de la poesía como de la narrativa. Pero son lenguajes distintos para distintos motivos. Solo que aquellas entrevistas que yo había recabado durante años a mujeres reales merecían un espacio amplio, un campo nuevo que nunca supe muy bien cuál era hasta enfrentarme a él. Por eso Alma de cántaro tiene esa forma de novela que va formándose en torno a la diversidad de mujeres y voces, de relatos encadenados, de entrevista y de carta, de anécdota, de hipérbole poética…  Y todo tiene que ver con la forma en que ellas me contaron esas historias. Con todo, creo, hay mucha parte en que se me escapa el poeta en la novela. 

Fernando Jaén: Escribe Trinidad Gan, magnífica poeta, sobre tu primer libro de poemas, ‘Escalera de incendios’: «Los peldaños de este libro son poemas fuertes, duros pero brillantes como el metal de esa escalera». ¿Sobre qué peldaños erigiste esta escalera?

F. David Ruiz: Escribí una parte de Escalera de incendios siendo un estudiante de Filología Románica con 23 años. Estaba muy marcado por mis lecturas, por mis poetas de cabecera de entonces. Recuerdo que no paraba de leer a Juan Antonio González Iglesias, a Alda Merini, a quien acababa de descubrir gracias a un buen amigo, a Pasolini y por supuesto, a Ángel González, a Trinidad Gan y a mi maestra Ángeles Mora. También tuve una época en que me impresionó mucho el trabajo de Angélica Liddell sin haber podido ver nunca nada de ella en escena. El resto del poemario, aunque eran pocos poemas, lo terminé también en la Fundación Antonio Gala. Esos fueron mis verdaderos escalones, sin esconderme y sin pretensiones. 

«Para saber de amor es necesario haber buscado la luz y haber encontrado el fuego»

F.J.: ¿Se puede huir del fuego del incendio sin tener la sensación de haberlo perdido todo?

F. David Ruiz: Como diría Ángeles Mora, «¿puede terminar bien lo que termina?». Con todo, ¿quién no ha ardido alguna vez? Por completo ardido, quiero decir. Para saber de amor es necesario haber buscado la luz y haber encontrado el fuego, la fulguración de unos nuevos ojos y unos nuevos brazos para decir hogar o decir leña. Siempre hay un riesgo. Quizá a eso yo lo llamé poesía o escalera de incendios. Sin salvar, al menos, los muebles de la palabra, no hay quien pueda pronunciar en voz alta ni el amor ni la vida. 

F.J.: ‘Alma de cántaro’ es una novela que habla de mujeres rurales en la época de la posguerra. En cierto modo, la candidez del personaje y la época me ha recordado a la novela ‘Ana no’, del incendiario y poco leído en su tierra (Almería) Agustín Gómez Arcos. ¿Crees que queda mucho por contar de aquella Andalucía rural? 

F. David Ruiz: Antes de nada, te agradezco la comparación. Lo cierto es que queda, claro. Queda toda aquella y toda ésta. Precisamente vuelvo a ello en mi próximo trabajo. Y aunque no quiero hablar de la cosecha sin tenerla en la mano, puedo decirte que la emigración va a tener una relevancia importante, que lo jugará también el papel que tiene Andalucía para muchos catalanes, el que tiene Cataluña para muchos andaluces. Nuestras identidades en muchos sentidos tienden a cruzarse y hermanarse en lo político, lo social y lo emocional. La posguerra provocó exilios interiores que tienen mucho que ver con nuestra situación actual y con el juego y la utilización política que se hizo de aquel momento. En mi familia tengo varios ejemplos. A mí me gustaría encontrar más historias contadas desde el nosotras y el nosotros andaluces. 

J.G.: El libro, aunque no es formalmente similar, dialoga en cierto modo con ‘Hijas de un sueño’, de Gerardo Rodríguez Salas, con quien, por cierto, tenías previsto presentarlo en Granada junto a la gran Ángeles Mora. ¿Es la mujer rural un tema maltratado o infravalorado en nuestra literatura? ¿En qué medida dialogan ambos libros?

F. David Ruiz: Me une a Gerardo una amistad reciente, una admiración enorme y una temática como es la mujer rural en los años más duros que recuerdan nuestros mayores. Ambos bebemos de lo oral, de la palabra dicha por quien no pretende jamás ser ni recordada ni inscrita en piedra. Y aun así ambos reverenciamos nuestro acento y nuestra tierra en quienes contamos. Puede resultar una casualidad haber coincidido en un tema así, pero lo cierto es que otras autoras como María Sánchez también están reivindicando estos papeles desde hace bastante tiempo con una maestría que abruma. Para mí, acercarme a sus trabajos, al de ambos, pero también al de artistas como María Rosa Aránega o fotógrafos como Santi Donaire es una suerte de conjuro que me ayuda a seguir en esta senda. 

Es una pena enorme no haber podido disfrutar todavía de una presentación con ambos, con Gerardo y Ángeles Mora, maestra y amiga, referente desde hace años. Pero estoy seguro de que llegará pronto ese momento en Granada.

En cuanto a la mujer rural, ya es un tema en sí que se cuenta a sí mismo. Al menos eso he intentado respetar yo. También porque necesitamos este tipo de historias, más cercanas y nuestras, con el acento y el tono que lo contaban las mujeres de nuestra tierra. Porque al decirlas a ellas hay algo que nos convoca al plato de lentejas y a la mesa camilla, al anís de media tarde o a la charla en la fuente. Y eso o lo entendemos como lo más nuestro o lo perdemos para siempre. 

Por eso me propuse ser canal, pero nunca sustituir sus voces por la mía. Ese fue un gran consejo de Gala que me iré, incluso, tomando más a pecho en mi siguiente trabajo. 

«En la novela cada ambiente precisa sus objetos como en la vida cada casa tiene recuerdos»

J.G.: ‘Alma de cántaro’ es una expresión que aparece en El Quijote y que, más que un insulto, hace referencia a una persona inocente o cándida. ¿Por qué ese título? ¿Qué papel desempeñan los objetos —el cántaro, la fuente…— en este libro?

F. David Ruiz: Me gusta bastante responder a esta pregunta porque siempre se me olvida decir la única verdad, que el título me lo regaló la artista Virginia Bersabé, que es enorme en sus trabajos de pintura sobre la mujer mayor —busquen, por favor, el proyecto ‘Perdidas en un cortijo andaluz’— y que ya había utilizado el título para uno de sus proyectos. Ella es la verdadera responsable. 

En cuanto al poder del objeto, creo que el último capítulo lo deja bien claro, el objeto tiene la importancia que la sociedad quiera darle. Para las descripciones de la novela tuve mucha influencia de dos pintores, Rafael Jiménez, que trabajaba la memoria desde una perspectiva arqueológica y a la vez muy personal desde la plastilina; y de Carlos Sagrera quien, a su manera, pintaba retratos de personas cercanas a través de las habitaciones que las habían contenido, de los objetos que les habían pertenecido e incluso de las pérdidas de memoria visual. Con estos mimbres añadidos, fui elaborando unos personajes que se reunían a contar en torno a una fuente, con la simbología que eso pueda tener. Eso sí, sin perder la cotidianidad agotadora y fatídica que debía suponer ir a lavar o a coger agua. Siento que no he romantizado sobre eso ni sobre las cartas, los cántaros o las mantillas. En la novela cada ambiente precisa sus objetos como en la vida cada casa tiene recuerdos. 

J.G.: En mi papel de entrevistador no me queda otra que preguntarte por las tuyas. La entrevista ha sido para ti una herramienta imprescindible a la hora de escribir ‘Alma de cántaro’. ¿Qué ha supuesto para ti la experiencia de “entrevistar a los personajes” que la habitan?

F. David Ruiz: Necesité escribir una novela para explicar todo lo que supusieron. Alguna gente con más criterio que yo ha publicado reseñas donde hablan de mi oído, de la capacidad de recoger la palabra dicha sin que medie la interferencia de la escrituralidad. Yo agradezco el halago, pero el mérito era de ellas, de las mujeres que me contaron las historias de sus madres, sus tías, sus abuelas… Me contaron los secretos que escondía la arquitectura de sus casas y me mostraron las cartas refugiadas en los dobles fondos de los joyeros. Obtuve historias realmente apasionantes, nunca sabré si reales, porque evidenciaban rasgos maravillosos en sus finales o simplemente en sus formas que hacían de la justicia poética toda una labor necesaria. También me dieron, es evidente, formas de contar y de decir que mi generación ya no conocía. No es lo mismo decir «maquis» que decir «hombres de pana», que es como les decían en mi pueblo. ¿Por qué iba yo a dejar escapar en favor de una actualización ese lenguaje? No habría Alma de cántaro sin aquellas entrevistas a lo largo de los años, recogidas en una libreta negra que me llevé a la Fundación y que todavía guardo como un tesoro. 

J.G.: No te va mal la cuestión de los galardones. Tu primer poemario obtuvo el VII Concurso de Poesía Granajoven y ‘Alma de cántaro’ ya está seleccionada al Premio Andalucía de la Crítica en la categoría de novela. ¿Compartes con nosotros el secreto de tu éxito –risas-? ¿Qué opinas de los premios literarios?

F. David Ruiz: Para mí todo es trabajo. Agradezco el reconocimiento como cualquiera, solo faltaría, pero solo ayuda si colabora a la labor —y sé que para un escritor que empieza, que es lo que soy yo, es importante—, también al juego, pero no a la presión y a la responsabilidad de estar a la altura. Yo siempre pienso que no estoy a la altura, y mira. A veces uno se lleva sorpresas enormes como lo ha sido la selección para el Premio Andalucía de la Crítica. Me siento honrado y lleno de emoción, pero luego entro en un aula donde mis alumnos y mis alumnas no conocen a Cervantes y se me bajan los humos. Entonces lo vuelvo a pensar: «Todo es trabajo por hacer». 

En cuanto a los premios, yo no estaría aquí de no ser por ellos. Son y deberían ser un trampolín de talento y un apoyo. Lo que sea en otro ámbito no me corresponde a mí decirlo. 

«Hemos perdido ya muchas batallas contra el Cid, ese muro»

J.G.: Como profesor de Secundaria, seguro que has escuchado muchas veces el consabido “es que lxs chicxs llegan sin saber escribir”. ¿Por qué, en tu opinión, es tan difícil enseñar a escribir a lxs adolescentes? ¿Qué crees que habría que cambiar en el sistema educativo actual a este respecto?

F. David Ruiz: Los chicos y las chicas llegan sin saber escribir pero, si uno sabe encauzar todo ese potencial, luego son capaces de usar TikTok para hablar de libros y literatura o de emplearse a fondo con una lectura que les apasione realmente. No saben escribir porque no les enseñamos lo más importante, a disfrutar de los libros. Porque no hay tiempo. Porque la literatura se enseña con libros de texto. Porque hemos perdido ya muchas batallas contra el Cid, ese muro. Yo, que tiempo después adoraría a Galdós, sufrí terriblemente saliendo de Harry Potter para ir a Trafalgar, y aquí estoy presumiendo de escritor. La literatura que yo creo que les importa es, o bien la que les emociona —y ahí los y las docentes podríamos tener alguna influencia si decidimos entrar— o bien la que les podemos enseñar con tiempo, dedicación y disfrute. Lo demás serán datos en un libro de texto que se llevará el viento y, con ello, las ganas de escribir, de contar y de entender para qué demonios sirve esta asignatura nuestra. 

F.J: Esta época actual, algo desalentadora, permite al espíritu crítico reflexionar para luego crear. Mi querido Javier Gilabert y Diego Medina Poveda han publicado hace poco un libro de sonetos a dos manos inspirado en el confinamiento (‘Sonetos para el fin del mundo conocido’). ¿Has podido encontrar la inspiración y escribir durante este tiempo?

F. David Ruiz: Para mí, el confinamiento fue un momento de lectura y reflexión, de buscar nuevos caminos. Alabo a quien sí pudo mantener una labor artística, pero yo solo fui capaz de concentrarme en mis lecturas. Tuve la oportunidad de tomar notas breves para la siguiente historia, de esbozar una estructura, de encontrarme de nuevo y tras algún tiempo frente a la posibilidad de tener otra novela. No fui capaz de escribir, pero sí de mantenerme consciente de la realidad. Creo que todo esto nos debe servir para encontrar miradas nuevas. 

F.J.: ¿Suponen estas épocas de crisis un acicate para el influjo creador?

F. David Ruiz: Crisis siempre es sinónimo recogimiento y reflexión, al menos para mí. En épocas como esta aflora el ingenio, quizá como una válvula de escape o quizá porque el arte es siempre supervivencia. Que se lo digan a las gentes del teatro, de los espectáculos en directo. Vamos a necesitar mucho apoyo, me gustaría pensar que institucional, pero ya ven cómo estamos. Y lo cierto es que consumir cultura ha sido la actividad por defecto de todo el mundo durante este tiempo, lo que nos ha permitido mantener la cordura. Que el influjo creador no decaiga pues. 

«En épocas como esta aflora el ingenio»

J.G.: Reza en tu web el siguiente lema: «Escribir no para tener la última palabra, sino para gritarla». ¿Qué papel le corresponde desempeñar a lxs escritorxs actuales en esta sociedad frente al cambio? ¿Ha llegado el momento de gritar?

F. David Ruiz: Yo creo que la sociedad siempre está en continuo cambio. Lo que persigo y  a lo que animo es a que ese cambio no sea hacia el olvido, el centralismo y lo de siempre. En mi caso, el grito surge para decirme primero como hijo de mis padres, nieto de mis abuelas, como andaluz, como cordobés, como granadino de adopción. Hay muchos artistas que están gritando la tierra, nuestra tierra. Necesitamos contar las historias que hay detrás de las costuras del acento para que otros puedan presumirlo en los anuncios. Porque es la hora, porque igual no supondrá más que una gota en el inmenso mar literario de reseñas, premios e imposturas, pero al menos será eso: más que un grito, un quejío. 

J.G.: Llega “Momento carta blanca”. Es a vos, en absoluto “alma de cántaro” –muchas risas-, a quien le corresponde cerrarla como le apetezca.

F. David Ruiz: Estoy ahora leyendo a Landero —y mil veces volvería—, y me impresiona cuando dice que «hasta la fantasía tiene su casa en la memoria». Inmediatamente he pensado que yo he necesitado trescientas quince páginas para venir a contar algo parecido sobre las memorias de mis paisanas. Me queda mucho, pero agradezco a medios como este, a personas como vosotros que os hayáis interesado por mi trabajo. Os doy las gracias emocionado por haberme cedido este espacio donde hablar sin medida.  

Fragmentos de ‘Alma de cántaro’

Capítulo 1. ‘El Casino’

Mi madre ni me escuchó. Así que usé la puerta de servicio para llegar a la parte de atrás del casino. Allí siempre olía a orines y a pescado, pero también era el sitio donde los enamorados solían escaparse para robarse un beso de madrugada. El amor también nubla el olfato, pensaba yo. Pero al entrar por el angosto pasillo que me conduciría al callejón de atrás, detecté que mi padre ya estaba allí; el olor del tabaco que él fumaba compulsivamente me había llegado junto al hedor ocre de la orina. Se había sentado en unas cajas y estaba mirando el contenido del sobre. Me escondí por prudencia y por miedo, pero también por un ataque incontrolado de curiosidad. Habría matado en aquel momento por conocer qué había puesto de aquella manera a mis padres. Y entonces lo vi sobre su regazo. Era un manojo de fotografías. Fotos en blanco y negro con un ribete ondulado y blanco. Volví a mirar a mi padre, que seguía absorto en su cigarrillo con aquello en la mano. Quise acercarme un poco, mirar todo lo que mis ojos pudieran dar de sí. Entonces, de puntillas, logré atisbar a duras penas la escena dispuesta en una de las fotografías. Dos figuras: un hombre con máscara de lobo y una mujer con máscara de conejo. Parecían hechas a conciencia para dar miedo, enormes, tanto que llamarían la atención sobre todo lo demás si no fuera porque ambas figuras estaban desnudas. El hombre-lobo, orgulloso, en posición victoriosa: apoyado sobre su bota derecha que a su vez reposaba en el lomo de la mujer-conejo. Ella, a gatas, con la máscara de altas orejas blancas en posición rendida, intentaba sostener el peso del hombre sobre su espalda. Sus pechos eran como los míos, apenas un pezón que quería sobresalir de un busto de niña . Sus caderas, sus brazos… podría haber dicho que era yo misma. Lo que no podría asegurar es si el casino era el lugar donde se había tomado la foto. Pero no tendría sentido, no habrían podido revelarlas. ¿Era posible? Esas fotos tenían algún tiempo, no podían ser de la fiesta ocurrida durante los días libres de mi padre, la que andábamos limpiando, claro que no. Y digo «fotos» porque había por lo menos diez. Atisbaba a ver las orejas del conejo en otras dos. La cuestión, lo realmente aterrador, era que los lobos se multiplicaban con el paso de las fotos.”

Capítulo 4. ‘Un rastro de palabras

[…] No sé cómo sobreviví a toda la gente que quise y que quiero, porque todavía los quiero. Vivir después de la muerte de los amigos, de los familiares, de los conocidos, de los papas, de los dictadores, de los presidentes… [Francisco David: Es usted un libro de Historia. Risas] No, Francisco. No. Soy un libro de historias, de historias pequeñitas, porque yo soy un personaje ya. En cuanto me apague, solo seré lo que sea cuando me recuerden los míos y vendan esta casa y los muebles viejos en El Rastro. Solo eso. Eso y lo que tú escribas en lo que estés escribiendo, que todavía no me queda muy claro lo que es. Yo soy un personaje y tú un escritor, así que decide tú qué es lo que merece la pena decir de lo que te he contado. Lo único que te pido es que si me cuentas, cuéntame verdadera y limpia. Y di lo que vivieron las mujeres, no solo a las que pelaron, las que nunca aprendieron a escribir, las que murieron rapadas o las que se fueron extinguiendo de pena. Hubo más. Cuéntalas aunque nunca llegues a decirlas a todas. Di que iban a por agua a la fuente para mirar a un maestro nuevo, que murieron en la cama atendidas por su hermana, que cosían al sol los días buenos. Di que hubo quien vivió sin saber nada de esto, detrás de un marido normal en una casa normal de un pueblo normal como era el nuestro, porque también las hubo que aprendieron a dar las gracias a quienes trajeron tranquilidad después de la guerra; como decían, una tranquilidad ganada a fuerza de que faltasen amaneceres a otros muchos. Francisco, cuéntalas. Dinos en un libro. Yo ya no estaré, espero, porque antes de dejar de ser en vida, prefiero morirme así, con la cabeza buena y darme cuenta de que me voy. 

Capítulo 3. ‘El hombre de pana’ 

Desde la sierra, la Guardia Civil podía parecer un ejército de hormigas intentando asestar un golpe de gracia a un monstruo que devoraba su santuario. Arriba, en un lugar que solo ellos sabrían situar, varios comentaban el hecho. Hombres y mujeres sin nombre. Invisibles. Algunos y algunas abrazados entre sí hablando acaloradamente de los guardias. Casi podrían oírles los de abajo de no ser por el estruendo causado por la caída del campanario. Habían dado el golpe definitivo. Eso era cierto. Debían alegrarse, pero no lo hacían. Habían conseguido elaborar el último plan que les demostrase a los de abajo que todavía seguían allí para que no los olvidaran nunca. Como si el olvido fuese una cuestión solo perteneciente al tiempo. Pero ellos eran su verdad y en su verdad cabían también los recordatorios. Debían hacerlo para que todos los hombres y mujeres recordasen que aquella realidad, aquella verdad proporcionada como un mal jarabe contra la suya, no era cierta. Todavía había oportunidad si los de abajo confiaban en que la hubiera, aunque significase la última cordura que les quedase a todos. 

Pero era cierto, estaban allí, lejos, mirando la fogata cuando llegaron los que faltaban. Hombres sin nombre vestidos de pana que agitaron un pañuelo blanco al llegar. Los demás los miraron desconcertados. Pero no por ellos. Otro hombre los seguía a pocos pasos con la cabeza gacha. No era un hombre cualquiera. Había aceptado ser quien era, quien en realidad hubiera sido siempre, y ser una sombra sin nombre mientras durase aquella pasión todavía latente en unos pocos. No dijo nada cuando una mujer morena le entregó un paquete atado de sobres manuscritos, tan solo se giró y miró el pueblo del que no todos se iban a marchar para siempre. Un pueblo con otro nombre. Ardido. Yerto.

Javier Gilabert / Fernando Jaén
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