La España de Diógenes, el ‘spanish dream’ y un niño muerto
Cuentan de Diógenes, filósofo cínico de la antigua Atenas, que vivía en el desprecio extremo a los bienes materiales para superar la vanidad. Diógenes estaba siempre al aire libre, tomando el sol y pasando sus días en el trabajo de la virtud. Esta virtud se resumía en la vida tranquila y sencilla, la vuelta a la naturaleza, y la ridiculización de los grandes los hombres, que anteponían su propia gloria a la felicidad común. Su casa era un tonel, y sus únicas posesiones eran una túnica, que solo se ponía en ocasiones, y un bastón.
Valga decir que las condiciones materiales de la sociedad griega permitían esto. Un vagabundo a lo Diógenes no sobrevive entre cemento y albergues. Diógenes hoy, en una gran ciudad, es imposible.
Se debe distinguir a esta figura idealizada del vagabundo que, como Diógenes, hacía de su pobreza la libertad, de una persona sin hogar (que es lo que hay ahora, en un número inmenso y creciente).
Las personas sin hogar son personajes casi anónimos, ya que parece que no existen, no producen empatía a los que pasan por su lado, a lo sumo caridad. La invisibilidad de las personas sin hogar no es sensorial, es la apatía emocional hacia el dolor de nuestros semejantes lo que hace que se permita y se conviva con tal situación. La diferencia entre el vagabundo y la persona sin hogar radica en que no es la libertad la causa de su pobreza voluntaria, sino que es la injusticia perpetrada contra sus derechos la que les arrojan a tal condición.
El vagabundo es un cuento romántico de siglos pasados, la persona sin hogar, un problema político de primer orden que arrastran los siglos.
Sin embargo, es de resaltar la actitud de este filósofo para tenerla en cuenta en nuestro tiempo. Así, cuentan de Diógenes que a la vista de un niño que bebía agua con sus manos, se deshizo de su escudilla (un pequeño cuenco) al ver que ya no la necesitaba. España tiene la actitud opuesta, un aprecio a los bienes materiales, por pocos que sean, para soportar la humillación a su vanidad. Mientras haya alguien que solo tenga sus manos para beber, podremos vivir orgullosamente con nuestra escudilla.
Ante la crisis que viene, las tendencias para afrontarla recurren más a medidas de emprendimiento y salidas de supervivencia individual, que a estimular una organización colectiva o ayuda mutua. Este emprendimiento, puede ser lógico para países enriquecidos, que no son ejemplos de Justicia ya que aprovechan la desigualdad del mercado para obtener ganancia para su propio beneficio a costa de la miseria de otros países, pero que, por lo menos, dan dignidad a sus propios ciudadanos, como pudiera ser, por poner un ejemplo, Alemania.
Pero para un país segundón como España, que vive de ridiculizarse y fomentar su propio estereotipo para el entretenimiento turístico; un lugar cuyo reclamo es la facilidad para emborracharse e irse de fiesta, sin industria, ni investigación, ni futuro, hablar de emprendimiento parece coña. Supongo que, desde fuera, mirarán a los emprendedores españoles como se mira una peli de Berlanga, entre la ternura, el asombro, la pena y la risa.
Los valores del individualismo llegaron hace relativamente poco a España. Quizás esto sea, junto con la colonización Norteamericana que lo trajo, lo que haya hecho que se entiendan de tal manera. El individualismo es la base de esta cultura en la cual para que uno se sienta bien, debe ascender y reclamar lo que, con esfuerzo, dice merecerse entre todos los demás. La visión de la competencia para España no es más humilde, es mucho más pobre.
España ni siquiera se quiere enriquecer, ni el emprendedor sentirse el rey del mundo, esto es absurdo, esperpéntico, en la mayoría de las situaciones y en comparación con el ámbito internacional. Frente a la competencia de países ricos donde prima la riqueza individual, España entiende la competencia como comparación con la pobreza ajena: Los otros están aún peor que yo, así que yo no estoy tan mal.
La competencia puede tener un valor si la pensamos como una realización personal, o un conflicto acordado con los demás para la autosuperación mutua.
También quizás pudiera considerarse un impulso para vencer al pasado propio o llegar a convertirse en aquello que se pretende ser. Pero este valor, no es algo que se proyecta hacía el interior, es una balística contra el resto, y a sangre fría.
Ojalá la competencia fuera un valor moral, orientado a uno mismo, y que esta autosuperación no fuera solamente monetaria, y la ganancia o el reconocimiento, lo que legitime esta superación.
Ojalá esta competencia naciera de la solidaridad y el respeto hacia los demás. En este caso, es todo lo contrario, el egoísmo es una solidaridad consigo mismo, no hay respeto ni para sí ni para el otro, y los valores de la competencia son el modo de relacionarse con los demás. Jamás tendríamos que olvidar que nadie se realiza en una comunidad que no se realiza.
Para España, la realización parece estar en tener a alguien con el que compararse para sentirse superior en su miserabilidad. Mientras vea a alguien bebiendo con las manos y él tenga su escudilla, parece que el español está tranquilo. Él está a gusto, aunque su país, al que pertenece y en el que se encuentra, sea un desastre. Aunque gran parte de la población esté mal, perversamente y en el silencio de los pensamientos ante la pantalla, o cínicamente desde esos altavoces de los medios de comunicación, España afirma: Yo estoy bien, o por lo menos, añade ahora, podría ser peor.
Quiero creer que en el fondo, este fenómeno es una manera de soportar la impotencia, y la ausencia de proyectos de futuro, ya sea por falta de articulación política, o de espacios populares (o no se conocen) en los cuales participar, o porque los que hay, ya nos han decepcionado. Quiero creer que es esto y no la ignorancia española, y si es así, que sea movida por la ingenuidad, y que venga de una falta de luces por el papel terciario que ocupa la educación en la sociedad, instalado tanto en lo cotidiano como en los medios, más que de la mala uva y el desprecio consciente. Quiero creer que como no hay una propuesta de construcción de una España digna y justa, se comen el viaje de la Spanish versión del sueño Norteamericano.
España seguirá criticando, simplemente, sin aportar nada nuevo. Ya no estamos en la época de Goya del duelo a garrotazos entre dos bloques, sino en un gran campo de batalla, un todos contra todos hundiéndonos en la arena, mientras nos sobrevuelan los cazas F-35, y un Erasmus se toma una cerveza. Y nos reiremos de los guiris a los que se les cobran más caras las cosas pensando lo tontos que son (cuando se nos cobran al mismo precio, por cierto, y con un sueldo, si es que es sueldo, que no llega ni a la mitad), y nos pelearemos por ver quien se la pone antes y por qué se la pongan, porque de eso trata la economía y el crecimiento de nuestro país.
Hablar de dignidad y de justicia para España, suena a comentario de mal gusto. Y así quedará, golpeándose a sí, viviendo en una tinaja, deçahuçiá y durmiendo, como no, en el pórtico de los templos.
Cuando todos estemos en hogares precarios y hechos mierda, nos sentiremos bien al ver que, por lo menos, no estamos en la calle como nuestros vecinos.
Cuando comamos comida para perros, nos alegraremos de tener un abrelatas, escondiéndolo por si nos lo piden, vaya que nos lo vayan a robâh. Pondremos alarmas en las casas donde ya hace mucho se empeñaron las joyas, en vez de pensar qué hace el banco con el fondo de pensiones del abuelito y sus ahorros (que hace mucho que no lo vemos y ahora con esto del Covid las resieherencias están que lo flipan).
Y lo peor de todo esto, es que no acabamos de salir de una guerra y un golpe de estado, que condenó al pueblo a la miseria y el analfabetismo, como les pasó a nuestros abuelos y abuelas, que tuvieron que buscarse la vida vendiendo huevos de pueblo en pueblo con siete años, para acabar así.
Aquí tenemos la reacción lógica ante una crisis sanitaria por un virus, que ha hecho un espectáculo tragicómico entre los que hacían fittness, los que saltaban por la ventana, lo de las pizzas, las hamburguesas, y la ruina general que ya veníamos empujando como a un burro muerto. De ahí, el propio egoísmo, la competencia y el individualismo, que impide tanto a nivel político como humano, en las humanidades que hacen la política, como en las políticas que hacen a las humanidades, un clamor popular y una respuesta por el bien común. Haría falta esto para superar este golpe de estado del que hablamos, y para encontrar un futuro para el país y las generaciones.
Pero España, ni tira la escudilla, como Diógenes, por la virtud, ni la comparte o se la da al niño por solidaridad con el que solo tiene sus manos para beber. España está orgullosa de su escudilla, es la mejor de todas o, por lo menos, tiene una, y posicionarse por el interés privado es defender su escudilla. Si el niño se cayera al agua, no se mojaría los zapatos (si es que tiene, Diógenes iba descalzo) para salvarle, pero lloverían culpas mientras se ahoga.

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