Los cinco mil novelistas andaluces (I)
El peligro de una sola historia o angangos [1] contando cuentos sobre una nevada
En navidad, le cuento a mis hijas cuentos en los que nieva y ellas se imaginan el invierno con nieve.
—¿Cuándo va a nevar, pá?
—En Cadi-Cadi [2] no nieva, hija.
—¿No?
—Ni en Puertatierra.
—Entonces no es Navidad.
Cuando lo hizo, quiero decir nevar, un escritor menor [3] con mucha mano y café, mucho café, aprovechó la collá (véase «aprovechar la ocasión») y escribió un articulito que premiaron ampliamente y ha quedado como recuerdo de aquella vez que hubo nieve en Cádiz, pero de la que cae del cielo. Lo escribió desde su costumbrismo de señorito y de periférico con poder en las elites del Centro, un hijo de las largas dinastías de una ciudad de mitos burgueses y liberales.
Contaba algo parecido Chimamanda Ngozi Adichie en su charla TED «El peligro de una sola historia«. Ella, de pequeña en Nigeria, había leído a los clásicos ingleses y estadounidenses y en sus precoces cuentos todos los personajes eran blancos y de ojos azules, comían manzanas, hablaban del tiempo y bebían cerveza de jengibre. Por si todavía no se han dado cuenta (es posible) Chimamanda es negra, en Nigeria no es necesario hablar del tiempo, hay pocos blancos de ojos azules, se come mango y nadie sabe a qué sabe la cerveza de jengibre.
—Y en Cádiz no nieva. Y se habla del viento que sopla en este momento.
Es curioso, pero en ciudades fuera de los estándares invernales del norte (nevadas, lagos helados, patinaje, trineos, etc.) sufrimos de un olafismo severo que ha conquistado el imaginario infantil gracias al negociazo que ha reconvertido un cuentito de Andersen en pelotazo del merchandising. Así que la nieve es imprescindible para que haya invierno. La categoría narrativa «instituto estadounidense» conquistó el nuestro (el imaginario de mi generación) y pobló nuestras cabecitas grunge de animadoras, de capitanes del equipo rubios, de feas que luego son guapas, de bailes de fin de curso, de nerds, frikis con camiseta de leñador, matones y profesores raros o carismáticos.
El problema viene después. Cuando intentamos narrar historias. Sin explicar qué es Cádiz y Puertatierra. Porque desde ese imaginario «invernal» creamos nuestras historias, las que nos contamos, las que contamos a nuestras hijas. Porque escribimos las historias que estamos acostumbrados a leer, a escuchar, a ver en las series. Y no sólo remedamos personajes, estereotipos locales, sino también escenas, formas, planteamientos, técnicas, intenciones, puntos de vista. Queremos a un Omar o a un Carter en nuestras novelas negras, a Don Drapers fumando y bebiendo, a Daenerys pidiendo fuego.
—Del tirón.
Apenas si nos cuestionamos eso que decía la escritora nigeriana (de éxito, muy leída, que escribe en inglés) en la charla TED: el peligro de narrar historias en las que los periféricos cambiamos «localismo colonizador» —de lo que hemos llamado «Centro» (de Baltimore, de la HBO o de «la fábrica de sueños» en expresión de Ehrenburg)— por «universalismo». Y nos creemos «buenos narradores» porque aportamos grandeza de siervo a esa «cultura eterna», inamovible que va de los griegos a nosotros (en realidad, ellos) sin paraditas, de Homero a Disney, así, del tirón. Una cultura universal, unos «valores» ideológicos universales. «La cultura» por excelencia en la que los buenos son blancos y hombres y sajones (un poné) y los que sirven, o cuentan chistes, son… Cultura universal que deja fuera y nada explica o aclara sobre los gitanos, los payos agitanaos, de nuestro profundo semitismo cultural o de nuestra olvidada negritud. Por eso nos acostumbramos a enterrar cosas. ¿Queríamos ser los despreciados, agraviados e ignorados por la cultura referente que está en los medios, ser los que cobran el PER y son vagos? No. ¿Queríamos ser aquellas que aparecen en los medios en una posición relegada de las sirvientas y los bufones?
Claro que no.
Sobre todo cuando ese mismo «Centro» tan venerado nos tacha y tachó de bárbaros (véase flojos, que vivimos del PER) hasta que fuimos civilizados, o bautizados, o conquistados. Ese que se ríe de nuestra forma de hablar, o la cataloga en museos de antropología, que se mofa de nuestra forma de vivir relajada y la hace pasar por pereza o desprecia una cultura oral vastísima que es folclore y malhablada.
—O cree que vivimos vestidos de corto y de flamenca.
¿Han leído últimamente alguna historia que sucediera en una casa de vecinos con patio con aljibe lleno de macetas? ¿Aparecen en nuestras historias gente que cecea, sesea, dice picha, foh, coone, illo, chominá, noniná, lavín, gente que se gana la vida aparcando coches, mariscando, vendiendo tabaco de contrabando o pirulís de la Habana? ¿Salen conversaciones en las velás? ¿O eso es terreno para los llamados costumbristas sin complejos que venden libros como churros (algo parecido a lo que sucede con el grupo El Barrio: no sale en la tele, ni en la radio pero llena palacios de deportes)?
¿Por qué hay escritores y poetas que quieren ser Bukowski antes de saber cuánto bebían los poetas de Cádiz? ¿No hay golfos y viejos flamencos que no se acostaban nunca y dejan a los beatnicks en siesos que aspiran a un zen castizo y algo cateto? ¿Por qué aspiran a tratar temas como los de Carver, quieren hablar con la voz de Foster Wallace, hacer periodismo gonzo, y leen sólo literatura anglosajona (traducida, claro)? ¿No existen obradores en los que pasan historias aún más tristes que la del cuento del pastel de Carver?
¿No es una forma de zombismo, entendido como aquel estar-en-el-mundo despojado de sus señas de identidad constitutivas, arrasados por el desastre del consumo y los rigores de las modernizaciones?, ¿no es ser zombi estar sometidos a la voluntad de una cultura «moderna» que nos dejó una vida perdida sin referentes míticos, cósmicos y narrativos, que lo secularizó todo, y nos dijo qué leer, qué escuchar, qué pensar?
¿Quizá sea mejor la metáfora del replicante? ¿No son una suerte de replicantes aquellos que se obligan a admirar a Dylan, a Emily Dickinson (que leen en traidoras traducciones) e ignoran olímpicamente las letras de la Paquera de Jerez o las de Juan Manuel Flores, que adoran a Leonard Cohen y no saben quién es Francisco Moreno Galván, admiran a Franzen en vez de a…?
—¿Quién?
A veces, en el fondo, oímos la sinfonía que se agita en la profundidad. Y «los periféricos» (incluso los zombis más zombis) no terminamos de reconocernos del todo en esas historias «universales». Aunque lo intentemos por la vía del aculturalismo, la empatía, la costumbre, la colonialidad o el efecto llamada de los afectos universales y humanos.
Es como si nos faltaran olores, el tacto fino, el soniquete de lo que nos habla cara a cara con lo que somos, cada día, en la proximidad. Siempre olvidamos que esas historias de personajes «universales» son fruto de localismos. Y entre dos localismos ¿cuál es el que predomina?: el más fuerte, el que tiene más medios, más Brechts y Faulkners a sueldo, más HBOs, más Netflixs.
Quizá por eso ponemos cera en los oídos del héroe y preferimos y creemos mejores y más interesantes las historias con nevadas en invierno, las de los institutos estadounidenses, los dramas de los suburbios, incluso la de los negratas (con los que nos identificamos como periféricos y víctimas en el mismo estómago de la bestia) a las de Pericón de Cádiz [4], las de Antonio Reguera o las de Alfonso Grosso.
Pero tranquilos, pequeños zombis.
El olvido del «centro» o la alargada sombra del estereotipo perdura hasta que al listo de turno, al crítico que busca «novedad» o «nuevos mercados» o simplemente algo que llame la atención en el viciado aire de lo repetido, se le ocurre recuperar discos de mercadillo africanos para lanzarlos en sellos neoyorkinos. O presentar «una nueva generación de escritoras andaluzas».
O cuando se descubre que en los cristales rotos de las botellas que los conquistadores bebieron y luego partieron se coagula la belleza y el brillo del arte. Lo que viene a ser el re-descubrimiento desde el encubrimiento de aspectos culturales que el mercado blanco-clase-media va asumiendo fácilmente a través de adaptaciones que podríamos llamar «elvis» en contraposición a «Little Richard». El fenómeno de una nueva ola de «cosas nuevas» que se revelan desde el gueto, la periferia, el sur.
Véase la historia del rock y su final y la larga lista de reyes blancos de un arte negro (o el rap, el trap, la cumbia, la lambada, etc). novelistas andaluces
¿Sobre qué escriben ahora los cinco mil novelistas andaluces [5], esos que paraban en Oliver y que citaba Manuel Vázquez Montalbán en el Madrid de «Asesinato en el Comité Central» (1982)? ¿Sobre qué escriben nuestras mejores escritoras, esas que publican en grandes editoriales y son traducidas a otros idiomas? ¿Escriben de la navidad con nieve? ¿De tabernas y baches con cerveza de jengibre? ¿De institutos estadounidenses en Lebrija ¿No suelen cumplir rigurosamente con todos los requisitos en tópicos llamados «universales» que tanto gustan en el Centro para ser aclamados, reseñados, premiados y piropeados (para existir)? ¿No?
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[1] Angango: versión gaditana del cani, kie, kie, surmanito, wily, merdellón, doncho o metrogitano, quillo, garrulo, socio, hueso, marronero, macoy, jarcore, pokero, yoni, ghari, malote o kiñista, gambiteros, mascachapas, tártaro, kinki… novelistas andaluces
[2] Nombre que se usa para la ciudad de Cádiz que se refiere al casco antiguo de la ciudad como epítome de la «gaditanía». novelistas andaluces
[3] Nieve en Cádiz, artículo de José María Pemán, premio Mariano de Cavia, 1935. novelistas andaluces
[4] Las mil y una historias de Pericón de Cádiz, José Luis Ortiz Nuevo, Barataria, 2008. novelistas andaluces
[5] Pág 128, Asesinato en el Comité Central, Manuel Vázquez Montalbán, Edición Público, 2009. novelistas andaluces
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