Pequeño vals vienés, el poema que funde a Leonard Cohen y Enrique Morente con Federico García Lorca
En 1929 el antropólogo cubano Fernando Ortíz, que presidía por entonces la Sociedad Hispanocubana de Cultura, invitó a Federico García Lorca a pasar unas semanas en La Habana. Al final el poeta granadino estuvo en la capital cubana, en la casa de Nicolás Guillén, del 7 de marzo al 12 de junio de 1930, cuando regresó a España.
Antes de partir a la isla, Federico, aprovechando la invitación -que había aceptado tras el fracaso amoroso con el escultor Emilio Aladrén, madrileño de madre austriaca-, hizo escala en Nueva York, donde impartió una serie de conferencias en la Universidad de Columbia (del 25 de junio de 1929 al 4 de marzo de 1930).

Federico en Cuba, con un vendedor de periódicos
Allí, poco a poco, fue desarrollando una profunda aversión hacia el sistema capitalista y las consecuencias de la industrialización de la sociedad moderna; incluyendo en su repulsa el trato que la sociedad americana dispensaba a la minoría negra, la alienación del ser humano y la deshumanización. Contra ese cúmulo de barrabasadas, reivindicando la libertad, el amor, la belleza, la fraternidad y la Justicia escribió el críptico Poeta en Nueva York.
Dentro de este poemario se encuentra el surrealista Pequeño vals vienés, un poema vital y misterioso, con un ritmo musical con el que reivindica su propia opción sexual y un texto lleno de imágenes precisas del sueño del poeta, con ganas de ir a Cuba y pasar página de aquel y otros amores perdidos, como refleja el verso que me recordaba Irene Estrella; ¡Mira qué orilla tengo de jacintos!, clara referencia al final de la historia de amor mitológico entre Apolo, el arquero, y Jacinto, el hijo del rey de Esparta.
En 1986 se publicó Poetas en Nueva York, un disco homenaje al poeta elaborado por varios artistas entre los que se encontraban artistas de la talla de Paco de Lucía, Georges Moustaki, Lluis Llach o Patxi Andion. El primer corte era Take this waltz, la versión anglófona de Pequeño vals vienés del canadiense Leonard Cohen, un músico que comenzó su carrera como poeta influenciado por Lorca. Cohen había grabado su canción en los estudios Montmartre de Paris, tras una pequeña depresión y más de un centenar de folios tirados a la basura.
Para la promoción viajó a Granada, que había inaugurado pocas semanas antes el primer museo dedicado al autor del Diván del Tamarit, Yerma o La Casa de Bernarda Alba; el museo casa natal Federico García Lorca de Fuente Vaqueros, un espacio dirigido, promovido y promocionado por Juan de Loxa, figura indispensable para la recuperación de la memoria del granadino universal.
Aquel 3 de octubre de 1986, Cohen visitó el museo serio y elegante, con su traje oscuro, adentrándonse en las estancias donde Federico había crecido, brindando con agua del pozo, contemplando la cuna del poeta o el piano donde recuperó algunos cantes populares junto a la Argentinita. Contaba Juan de Loxa en su blog que al rato de dejarlo solo lo vió en el granero, haciendo yoga frente a varias fotos de Lorca.
Al acabar la visita Cohen firmó, tras agradecer en inglés que la casa estuviera abierta, con sus iniciales y las del poeta atravesadas por una única flecha. Juan le regaló el disco que Enrique Morente le dedicó a Miguel Hernández (Homenaje Flamenco a Miguel Hernández, Hispavox, 1971), plantando la semilla de lo que años más tarde sería el disco más mítico de El Ronco del Albayzín.
Dos años después, en 1988, Cohen publica con Columbia I’m your man donde recupera Take this waltz e incluye First we take Manhattan. Ambos temas los traería de vuelta Enrique Morente en Omega, disco para el que contó con la colaboración indispensable de Lagartija Nick y Jesús Arias, pieza fundamental, que aportó un mundo cuando mostró la idea que había dado forma y le rondaba desde hace tiempo; grabar con Morente y el grupo de su hermano Antonio La niña ahogada en un pozo.
Pequeño vals vienés
En Viena hay diez muchachas,
un hombro donde solloza la muerte
y un bosque de palomas disecadas.
Hay un fragmento de la mañana
en el museo de la escarcha.
Hay un salón con mil ventanas.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals con la boca cerrada.
Este vals, este vals, este vals,
de sí, de muerte y de coñac
que moja su cola en el mar.
Te quiero, te quiero, te quiero,
con la butaca y el libro muerto,
por el melancólico pasillo,
en el oscuro desván del lirio,
en nuestra cama de la luna
y en la danza que sueña la tortuga.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals de quebrada cintura.
En Viena hay cuatro espejos
donde juegan tu boca y los ecos.
Hay una muerte para piano
que pinta de azul a los muchachos.
Hay mendigos por los tejados.
Hay frescas guirnaldas de llanto.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals que se muere en mis brazos.
Porque te quiero, te quiero, amor mío,
en el desván donde juegan los niños,
soñando viejas luces de Hungría
por los rumores de la tarde tibia,
viendo ovejas y lirios de nieve
por el silencio oscuro de tu frente.
¡Ay, ay, ay, ay!
Toma este vals del «Te quiero siempre».
En Viena bailaré contigo
con un disfraz que tenga
cabeza de río.
¡Mira qué orilla tengo de jacintos!
Dejaré mi boca entre tus piernas,
mi alma en fotografías y azucenas,
y en las ondas oscuras de tu andar
quiero, amor mío, amor mío, dejar,
violín y sepulcro, las cintas del vals.
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