El Puente de Vallecas
Cuando Dios era todavía un niño y no dominaba por completo los viajes en el tiempo y seguía sin comprender que el único motivo por el que podía estar en todas partes es porque había heredado aquel don para la velocidad infinita de su madre, y no de su padre (otro Dios, pero ahora no viene a cuento) le dio por comprobar si las reseñas de alojamientos baratos en TripAdvisor y en Booking.com tenían algo que ver con la realidad.
Se decía en ciertos mentideros celestiales que allá en la tierra había empresas a sueldo de algunos hosteleros que se dedicaban a difamar a establecimientos rivales y escribían críticas falsas con nombres inventados de turistas escandinavos o hasta guatemaltecos que elegían Chiclana como destino ideal. Era lo que los ángeles llamaban, la “hostilería”.
Fue en una de esas que Dios, todavía un infante, estaba leyendo sin poder dar crédito un párrafo sobre un hostal en el Puente de Vallecas; cerró los ojos y se trasladó de inmediato a una de sus habitaciones. No estaba tan mal. Había tele por cable, quizás porno local. Pero cuando volvió a cerrar los ojos para pedir perdón de antemano por lo que je je je iba a suceder sin remedio, no pudo evitar escuchar el estruendo del cuarto de al lado. Una pelea. “No ahora, no”, pensó. Pero sí, ahora sí. Eran gritos. Eran frases largas. Oraciones. Plegarias. Ella le atizaba a él. Él intentaba contenerse pero al final siempre había un golpe seco. Un golpe que silenciaba todos los demás hasta que ella volvía a apretar los puños y le hacía daño. Al principio la chica había pensado que con una frase humillante (“los tíos conmigo tienen erecciones”) podría bastar. Pero no. Era capaz de más. Ella era capaz de mucho más.
Los de la habitación contigua –croquis: Dios a un lado, los exnamorados en el centro, un matrimonio de Kiev al otro lado- tuvieron que llamar a recepción. Comunicaba. Era perfectamente posible que aquella pareja fuese el centro de atención de todo el hostal. Que hubiera una cámara. Varias cámaras. Un cervatillo en un cuadro colgado en la pared, con los ojos recortados y dentro otros ojos pestañeando.
Era perfectamente posible que todo eso fuese retransmitido, como una especie de “Club de la lucha” doméstica y con mucha violencia de género. De ambos géneros. Era digno de verse. De oírse. Ella era una puta. Él un cabrón. Se querían. Se querían con toda el alma.
Hasta que de tanto odiarse apuñalaron sus respectivas sombras por la espalda y todo se acabó, y el público se hartó, y el público se fue, cambiando de canal en las teles que funcionan con monedas de cincuenta céntimos, allí en el hostal más barato del Puente de Vallecas, al que –ni borracho- Dios iba a volver jamás, aunque ahora ya domine su velocidad infinita y por eso mismo pueda estar en todas partes, como si el universo estuviese siempre y sin excepción en un presente continuo, a escala 1:1.
Este relato pertenece a la serie Cartografías de un gaditano en Madrid de Jesús Llorente
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