La Sala Moby Dick, al lado del Bernabéu
Tengo un amigo sevillano que jura que cuando sale de casa de Guti –con quien, jura que te jura, coincidió en la EGB y desde entonces suele invitarle a sus festejos privados- el portero del edificio siempre le pone un sello en la mano, por si quiere volver más tarde, sea la hora que sea.
Ese amigo es camarero en la Moby Dick, así que está curado de espanto. Suele ser él quien lleva el catering a las bandas que tocan en la mítica sala, que según él, “alcanza ya la categoría de garito”. Siempre se ríe del hecho de que los grupos no sean conscientes de que cuando escriben en las paredes de los camerinos no son los fans quienes les leen, sino otros grupos cínicos y criticones que se van a reír de ellos, exhibicionistas de dressing room.
Es otro caso de público erróneamente escogido, como cuando te ponen en tu tele cutre un anuncio de otra de plasma en alta definición y comparan al hiperpixelado hipopótamo con una imagen saturada de color en la que un cocodrilo se come a un águila en cámara lenta (¿por qué voy a comprarme esa tele si veo eso EN LA MÍA?).
Cuando mi amigo está de resaca y entristece de repente siempre me cuenta la misma historia, de la que yo formo parte en cierto modo. Soy un actor secundario, casi “un especialista”, como él se encarga de recalcar. Yo soy bajista (aunque tengo alma de guitarrista, pero esa ya es otra historia) y músico de estudio, y he pisado los escenarios de la Moby varias veces.
En la historia de mi amigo tenemos a una pareja como cualquier otra. Están sentados el uno frente al otro y les rodean cien mil pintadas. Son amigos del dueño de la sala, o periodistas, nunca queda demasiado claro y varía según el momento etílico. El caso es que tienen libre acceso a los camerinos. Mi amigo está recogiendo vasos, y reponiendo cervezas. Está allí, único (y silencioso) testigo.
Por lo visto, tras una serie de golpes y de gritos amortiguados por la semi-insonorización de aquel cuarto, ella le mira y le dice “Déjame ver los chats de tu muro de Facebook”, y luego susurra “estoy segura de que no hay un solo mensaje en tu gmail en el que hables bien de mí”.
Él se echa hacia atrás en su silla de despacho que no está en un despacho. Ella dice: “dame una sola muestra de fidelidad. No digo ya que me pruebes que no te has acostado con otras. Quiero que sin margen de error me demuestres que no has pensado jamás en nadie más, que en tu móvil no hay fotos de mujeres, y que no tienes ninguna aplicación que oculte a tus ex”.
Él, a quien vemos desde el escenario porque mi grupo y yo estamos tocando un bis, cierra los ojos y parece rezar.
Ella le grita. Él le da su teléfono. Y luego se levanta y empieza a caminar en círculos. Ella se pasa los dos bises mirando la pantallita. Luego le tira a la cara el celular y le dice “¡Eso es porque tienes otro número, seguro, y otro teléfono, y otra puta vida!”. Él se agacha. Y cuando piensa “ya no puedo más” es cuando nosotros terminamos de tocar y entramos en los camerinos y estamos cansados y no queremos volver a salir y la gente pide más y más y más y ella pide más y más y él pide un poco menos, por favor, un poco menos.
Mi amigo se acuerda perfectamente. Y de tanto contármelo se me ha grabado toda la escena en la cabeza, y puedo avanzar adelante y hacia atrás, como si la estuviera viendo, como si cada vez que me hace rebobinar esa escena que casi seguro pasó en la vida real yo pudiese volver al Moby; y desde ese Moby desplazarme luego a todas las historias que suele contar mi amigo, incluida la mejor, la de Guti, con sus manos tatuadas con logos de todas las discotecas y bares del mundo en los que las parejas son felices y esnifan perdices.
Este relato pertenece a la serie Cartografías de un gaditano en Madrid de Jesús Llorente
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