La necesaria vivencia espiritual
Si las extenuantes jornadas a las que nos vemos abocados con empleos cada vez más precarios o la lucha diaria por la subsistencia no nos atenazan de manera implacable -a poco que dispongamos de unas horas sustraídas a la adicción de las pantallas- podremos propiciar un espacio íntimo para la vivencia espiritual.
La agitación de la vida contemporánea nos impide otorgarnos un tiempo para lo intangible, lo no mensurable, aquello que es alimento sustancial para sentirnos ser, más allá del poseer o el aparentar.
Obviamos -todo alrededor nos conduce a ello- que no somos sólo un cuerpo que atender, pues en el humano hay una dimensión no meramente zoológica que, atrapada bajo el delirio de la producción y el consumo, a punto está hoy de sucumbir de inanición.
A fuerza de ignorarla -muchas y diversas son las tentaciones suministradas por la industria del ocio y el entretenimiento- esa faceta que conforma nuestra condición humana apenas si conserva en la mayoría de nosotros un tenue estertor.
La palabra «espiritualidad», lo sabemos, está contaminada, se asocia a prácticas religiosas anacrónicas de ritos que, por maquinales, se nos antojan vaciados de sentido o bien a nuevos estilos de vida enmarcados bajo el señuelo new age, religiones importadas convenientemente barnizadas por el marketing benefactor y predicadas hasta el hastío desde los memes de la red. Sus gurús escalan cifras pescando adeptos en los ríos revueltos de la desorientación geneneralizada.
Así, pues, entre el desdén de lo caduco o saeteados por efímeros posteos que proponen sonreír ante la adversidad o dan consejos de perogrullo, optamos por esquivar lo que nos sugiera espiritualidad.
Al ignorar esta cualidad que, aún larvada, nos constituye, rehusamos nuestra naturaleza humana y convertimos el vivir cotidiano en mera existencia bovina.
Aún la vida más longeva es siempre breve, contra el desbocado trotar del tiempo sólo nos cabe una intensidad de la vivencia para la que la vacua diversión es insuficiente.
No es necesario buscar afuera lo que desde adentro nos conforma, basta acallar los ruidos mediáticos y en silencio comenzar a escuchar la voz que desde nuestro interior irá surgiendo si con paciencia la escuchamos.
En esa conexión íntima hallaremos a ratos luz a ratos sombras. Daremos cabida a la reflexión o a la contemplación. Nombraremos nuestros anhelos más escondidos, afinaremos la sensibilidad al desembotar los sentidos. Ampliaremos la capacidad para apreciar el arte, la música, la poesía e incluso abriremos cauce a la propia creatividad.
En esos ratos de vívida soledad construiremos un bagaje de autoconocimiento, fortaleza psíquica y mejoramiento personal que nos permitirá además relacionarnos mejor y aportar e intercambiar en el encuentro con otros.
Para vivir la espiritualidad no es necesario -aunque haya quienes sí lo necesiten- ningún credo de viejo o nuevo cuño. Dado que habita en nosotros bastará con despertarla en ese entrenamiento perseverante que nos hará alcanzar una plenitud superadora del ocio y la evasión, que hará fructífera nuestras vidas y nos convertirá en demiurgos de la belleza.
En un mundo en quiebra como el actual, sólo individuos con fortaleza interior, capacidades intelectivas y afectivas, que sean indiferentes a las posesiones o las lisonjas materiales, podrán alumbrar un paradigma nuevo no basado en la explotación humana o de recursos que sea respetuoso con la naturaleza y propicie la ya irremplazable regeneración axiológica.
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