Los Mecánicos de Dios
«Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo.» San Juan de la Cruz
El 12 de abril de 1961, Val del Omar volvió a mirar al cielo con las pupilas abiertas de par en par: la promesa que había hecho tres años antes al mejor bailaor flamenco de todos los tiempos, Vicente Escudero, de que Europa se acercaba irremediablemente a la India, finalmente, se estaba cumpliendo; la «ecuación de posibilidad de liberarse de la fuerza y ley de la gravedad» estaba siendo resuelta desde que el día 4 de octubre de 1957, la Unión Soviética puso en órbita el Sputnik 1. El entusiasmo desbordado del genio granadino lo hace exclamar en 1961 «¡Viva Yuri Gagarin y viva Alan Shepard, que acortan las etapas de nuestra pasión!».
Como compañero de viaje en su odisea de pasos verticales, Val del Omar cuenta con la siempre incómoda compañía del primer artista que se atrevió a profanar las siguiriyas bailándolas, se trata del indisciplinado Vicente Escudero; ese bailaor que jamás anduvo a gatas porque nació derecho con los brazos en alto; el que edificó el baile flamenco sobre la superficie de un árbol semihundido en el río Esgueva; el implacable destructor de tapas de alcantarilla y motores de avión. Escudero llegó a bailarse a sí mismo arrancando ritmos a su propia estructura ósea a base de golpes, palmoteos y arañazos; propinó sonoras e interminables palizas a todos los santos y mártires que pueblan el Museo Nacional de Escultura Religiosa de Valladolid; es el responsable de hundir, tal como lo describe Val del Omar, en un momento cruzado por «millones de voltios» en distensión vertical, el suelo a patadas y levantar el techo en un repique de uñas y pestañas. Este momento irrepetible pero esquizofónico quedó registrado en una de las piezas de arte sonoro más estremecedoras del siglo XX: la banda sonora de «Fuego en Castilla». Es difícil imaginarse qué sonidos no hubiese extraído Vicente Escudero de la carcasa de todas las astronaves que componían la flota de la carrera espacial rusa y americana. «Baile de hierro, baile de bronce, así bailaría yo».
Ese día del 12 de abril de 1961, otro buen y viejo amigo Val del Omar, el escultor vasco Jorge Oteiza, observa encantado cómo los científicos del mundo salen al espacio exterior en busca de las bandadas de «ángeles eléctricos» en que se organizan todos los místicos españoles. Oteiza pudo comprobar cómo Yuri Gagarin abandonaba la astronave Tierra dentro de su diminuta astronave Vostok para orbitar junto al conde de Orgaz, otro cosmonauta puesto en órbita por El Greco tres siglos antes: «El conde de Orgaz no cabe en el mundo gótico y vuela. Lo mismo le pasa a la ciencia que ha empujado a Yuri Gagarin. La misma incomodidad física que experimenta el Greco mirando hacia arriba que la de Yuri Gagarin mirando hacia abajo», afirma Oteiza.
Va mucho más allá de la mera casualidad que el primer «sastre» de los trajes espaciales fuese otro granadino excéntrico y genial como el ingeniero, científico y general republicano, Emilio Herrera que confeccionó en 1934 la primera «escafandra estratonáutica» diseñada para los futuros navegantes de la estratosfera. Herrera, el científico, participaba del gusto de los viajes verticales de Salvador Dalí, el místico nuclear. La preferencia de Herrera fue siempre la de «los viajes en dirección perpendicular a la superficie terrestre, bien elevándome a las nubes, bien descendiendo a las entrañas de la Tierra o bajo el agua de los mares». Herrera encontraba mucho más atractivo «un sencillo viaje vertical que una expedición a los países más remotos».
La «dalingüística» daliniana es algo más expresiva al respecto: «¡Viva el misticismo vertical español, que, desde el submarino abismal de Narciso Monturiol, ha ascendido verticalmente al cielo gracias al helicóptero!». Salvador Dalí proclama a Monturiol y Juan de la Cierva como los dos grandes genios españoles: el primero por proyectar el primer barco-pez, y el segundo por inventar el autogiro, «con los que crearon los dos brazos ejemplares de nuestro pueblo: el primero, hincándose en las profundidades abismáticas y abismales; el segundo, elevándose hacia las nubes y las estrellas. Abismo y cielo».
Val del Omar participaba plenamente de ese entusiasmo añadiendo un brazo más a la mística ecuación: «el hombre está sometido a una triple tensión: hacia arriba, hacia abajo y hacia sus semejantes. El genio español es vertical. Piensa el submarino, sueña el helicóptero y encuentra el grito motor: ¡Arriba!». Pero Val del Omar no es de los que se quedan en la frontera del misterio. Aprendió, proyectando películas de Charlot en la España profunda y hambrienta de las Misiones Pedagógicas de la Segunda República, que la única forma de entrar en una película es saltando de cabeza sobre la pantalla. Si no te mata el impacto, habrás penetrado en el misterio que preña todo lo cotidiano. Quizá Val del Omar es el único miembro de esta «cuadrilla de encendidos» de la que estamos hablando que hizo de la lucha contra la fuerza y la ley de la gravedad el objetivo último y fundamental de su vida. Si Isaac Newton la formuló, él iba a exterminarla.
Val del Omar es un místico electrónico, un mecánico místico. La mecánica con la que él trabaja es invisible porque es fluido electro-magnético. El barro eléctrico es la materia de la que está hecha su Mística Bioelectrónica. De acuerdo con la meca-mística valdelomariana, el hombre es tres cosas a la vez: reptil, humano y robot, y dispone de tres ondas, tres frecuencias, tres canales de comunicación: el conmocional, el razonable y el amoroso. El canal conmocional es el que atrae la «atención estupefacta inicial». El canal razonable «descubre el motivo bien fundado del mensaje». El canal amoroso es el canal del robot-mártir, el canal del «hijo del hombre» que abandona la carne y es impulsado por «circuitos cibernéticos-biónicos» a los que no alcanza ya la justicia de los hombres. Este tercer canal es el canal del místico, el canal de la Gran Descarga eléctrica. Toda la clave de la Mística Bioelectrónica reside en su ritmo, su intervalo y su pulso.
La meca-mística bioelectrónica también puede ser formulada como la conjunción de amor y electricidad. Para Val del Omar, el amor es la energía de la vida y la verdadera cultura de la sangre; la electricidad es la vida de la materia y la prolongación de nuestro sistema nervioso. La meca-mística, es el «tránsito entre el infrarrojo monocelular y el ultravioleta en la cero gravedad». Val del Omar es consciente de que a veces es oscuro e incomprensible, que la región mental desde la que habla es aparentemente lejana. Pero al igual que históricamente ocurre con la experiencia mística, ¿cómo transmitir la experiencia erótico-electrónica, cómo compartirla? ¿Cómo se narra la aceleración paroxística, el éxtasis mecánico? La respuesta es la poesía de San Juan de la Cruz, su chisporroteo lírico, que representa el ácido definitivo, el disolvente perfecto para los estados mentales anacrónicos. La mística y la electricidad son tan afines que el manual de operaciones de cualquier astronave debería ser el «Cántico Espiritual» de San Juan de la Cruz. Es imperativo que nuestro místico sea nombrado Santo Patrón de la NASA.
Coincidiendo con la explosión científica y tecnológica de los años 20 del siglo pasado, Emilio Herrera perteneció a un selecto e insólito club, un club al que también Val del Omar hubiera debido pertenecer: el Hyperclub. Para ser miembro, había que gozar de un sólido fundamento científico, tecnológico e intelectual y carecer del más mínimo atisbo de sentido común además de poseer una excéntrica y periférica imaginación. El Hyperclub solo daba cabida a ideas disparatadas, contradictorias e ilógicas; a proyectos científicos absurdos, inviables e inútiles. Reunidos junto a un hospital psiquiátrico, los miembros del Hyperclub planeaban cómo bombardear el palacio del Pardo, diseñaban motores que no necesitan combustible o daban por sentada la peor manera de viajar a la Luna. Poblado de aviadores, el Hyperclub es un club vertical: no es casual que Juan de la Cierva, el inventor del autogiro, fuese también miembro. El Hyperclub español es un claro predecesor del famoso Colegio de Patafísica francés, fundado 28 años más tarde: la patafísica no es otra cosa que la ciencia de las soluciones imaginarias.
Pasar la Nochebuena de 1907 subido a un globo aerostático que solo consiguió desplazarse por Madrid a ras de suelo por culpa de una intensa lluvia, le valió a Emilio Herrera su ingreso en el Hyperclub. Frente a esto, el gusto juvenil de Val del Omar por dormir en los nichos vacíos de un cementerio abandonado, lo hubiese aupado a la presidencia del Hyperclub de forma automática.
«Acaso lo que hace a unos menos aptos para el tipo de civilización que hoy priva en el mundo, sea esa mismo lo que les haga más aptos para un tipo de civilización futura» escribió Miguel de Unamuno en 1912…
¡Amén!
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