Opinión y Pensamiento

Virtualidad versus sociabilidad: redes (a)sociales

Virtualidad versus sociabilidad: redes (a)sociales

Vivimos en dos mundos paralelos y diferentes: el online y el offline”, Zygmunt Bauman

Las Tecnologías de la Información y la Comunicación han cambiado radicalmente nuestras vidas, pulsar un teclado o una pantalla táctil portátil de tamaño bolsillo basta para desplegar ante nosotros un aluvión informativo inconmensurable, abrumador. Los datos que antes nos llevaría reunir semanas, meses, o media vida de visitas continuadas a bibliotecas, ahora se  nos abren con el solo gesto de un clic. Tal disponibilidad de información, nos dicen, ha convertido a nuestra sociedad de la modernidad tardía en la sociedad del conocimiento, pero ¿somos más sabios, o, simplemente, más “conocedores”? ¿Aprendemos o buscamos incansablemente? Ante la imposibilidad de gestionar con rigor el desmesurado tropel informativo, a menudo nos quedamos con los titulares, con las parcialidades de un texto, y saltamos de una a otra ventana, picoteamos aquí o allá sin detenernos en completar ninguna lectura. Eso, nos dicen algunos estudiosos cuyos experimentos recoge Nicholas Carr, en su ensayo Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?, nos está convirtiendo en seres inconstantes, incapaces de focalizar la atención en una sola tarea, en permanente desasosiego, sin la capacidad de concentrarnos en una lectura o reflexión profundas,  como consecuencia de ello estarían resultando afectadas ciertas áreas cognitivas de nuestra mente.

Además pasamos más tiempo frente a las pantallas que frente a otras personas, y a menudo es a través de ellas que nos relacionamos de forma virtual con otros que están a más o menos distancia, los conozcamos personalmente o no. Hecho que nos situaría frente a una virtualidad que suple las relaciones sociales, las de siempre, las personales.

Las grandes aglomeraciones urbanas en las que se concentra el grueso de la población en los países desarrollados, es una suerte de avispero donde nos amontonamos en viviendas verticales. Nadie conoce a nadie y las relaciones no fluyen de forma natural.

En el lugar de trabajo el de al lado es nuestro competidor y enemigo en lucha por un puesto precario o por un ascenso en el staf. Los vecinos ni se conocen ni tienen en común otra cosa que el pago de la cuota mensual de los gastos de mantenimiento de zonas comunes, que es contratado de forma mercantil.

Las fiestas, cumpleaños, reuniones, celebraciones, son, así mismo, nicho de negocio para empresas especializadas, de manera que participar en alguna no propicia más trato entre los asistentes que el compartir ágape o brindis, en ellas a menudo el desconocimiento o la falta de interés por el  de al lado es salvíficamente rellenado con la estridencia de una música de altos decibelios que nos rescata oportunamente de la incertidumbre sobre qué decir al otro, cómo mantener un diálogo. Ante semejantes zozobras mejor optamos por desinhibirnos con unos cuantos tragos o alguna otra sustancia, y pegar unos botes al ritmo de los altavoces, porque mostrar aburrimiento no está bien visto. En una fiesta hay que reír, divertirse o al menos aparentarlo.

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La nuestra es la sociedad de las apariencias, de los sucedáneos. Los parques son el sucedáneo de la naturaleza, los alimentos tienen potenciadores de sabor, colorantes, y la química de los perfumes impregna toda atmósfera, no sólo el que portamos en forma de desodorantes, geles, cremas, colonias, sino el que cada establecimiento comercial, hotelero, etc, tiene a bien ofrecer como sello de la firma a sus clientes. Con tanto perfume manufacturado se diría que no podemos soportar el hedor a podredumbre de nuestra civilización en quiebra. Una quiebra que acontece más allá de la economía, que surge de lo más hondo de nuestras raíces culturales removidas de continuo por la movilidad geográfica, laboral, habitacional, consecuencias de la globalización que se nos vende como cosmopolitismo de la excelencia.

Internet, en concreto las mal llamadas redes sociales, viene siendo el sucedáneo de la convivencia que ya no tenemos con los próximos. Un esperpéntico remedo de comunidad que suple la vida comunitaria ya casi del todo extinguida. Pero es, ante todo, una concurrencia de “perfiles” que no de personas.  Esos “perfiles” se interrelacionan en un lenguaje que no es del todo lenguaje escrito, pues la escritura requiere de cierto reposo y de matizaciones y contextualizaciones que los apresurados comentarios hechos al ritmo del ajetreo constante en el que nos desenvolvemos en la ciudad no permiten. No es tampoco lenguaje oral, pues no percibimos el tono o el énfasis de las conversaciones telefónicas. Es, por tanto, una forma de transmitir que no deja translucir lo esencial, que apenas deja entrever al otro.  Esas veladuras tras las que se sitúa el otro nos ponen a salvo de percibirle como ser humano real y esos intercambios de frases en los “muros” vienen siendo una suerte de baile de máscaras, mezcolanza de emoticonos, palabras mal escritas, oraciones simples, onomatopeyas ridículas,..

Es la simplificación forzada para hacer más digerible un mundo cada día más complejo, más alambicado por burocracias de viejo y nuevo cuño. Es la enajenación de lo real, de lo vívido y palpable con todas sus matizaciones sean éstas bellas o abominables, asumibles o rechazables.

¿Es por tanto repudiable todo aquello que provenga o derive de Internet? Antes siquiera de plantearnos semejante cuestión debemos preguntarnos si, una vez surgida e implantada en nuestra cotidianidad que, ciertamente,  ha transformado, es posible dar marcha atrás en el devenir imparable de los relojes de la historia. Si la irrupción de la imprenta desterró la cultura oral ancestral empujándola a los márgenes, la aparición de Internet está dando origen a un sujeto cualitativamente diferente a aquel que anclaba el conocimiento a la escritura y la difusión de masas que ésta halló con el florecimiento de la imprenta.

Si fuéramos capaces de utilizar la Red como instrumento, como mera herramienta, sin permitirnos convertirnos en instrumentos de ella, sería posible detener o mitigar ya fuera en parte los efectos nocivos de ésta en ciertas áreas cognitivas de nuestra mente.

Si no dilapidáramos el tiempo que no nos restan las extenuantes y sojuzgadoras jornadas laborales en establecer -mediante esas denominadas impropiamente redes sociales, que nos disocian de nuestros semejantes-  sucedáneos de relaciones, émulos de diálogos fragmentados e inconexos y no permitiéramos que la indigencia relacional social, real, muriera de inanición como de facto lo estamos permitiendo con el desdén del avestruz que no quiere ver la catástrofe que se vislumbra en el horizonte, tal vez hallaríamos el modo de restablecer redes convivenciales genuinas que pasen necesariamente por la desmercantilización de muchas tareas que antaño eran realizadas de forma comunitaria.

Sólo el esfuerzo compartido en pos de un bien común puede crear vínculos auténticos, no venales, donde la camaradería, la horizontalidad en el trato generen afectuosidad e interdependiencia, conocimiento y apoyo mutuos, una solidez de vida convivencial, comunitaria, que es el  recurso inmaterial de los que no poseen los recursos materiales que mueven los ejes del vigente sistema.  Urge, pues, cuestionarse si el tiempo que empleamos en las redes (a)sociales no debería ser contrarrestado por un tiempo de sociabilidad genuina que no rinda tributos al consumo o el salariado sino que se establezca a los márgenes del sistema de producción y consumo,  comenzando por la generación de un ocio autogestionado para ir progresivamente asumiendo tareas comunitarias no basadas en lucro sino en la consecución de un bien común que revierta sobre quienes lo promueven por sí y para sus semejantes.

 

Concha Sánchez Gilardéz
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