Opinión y Pensamiento

Elogio a Cádiz

Elogio a Cádiz

He escuchado el genial último disco de Miguel Poveda, se lo recomiendo a todos y todas ustedes. Entre las canciones está musicado un poema de Alberti: «Guerra a la guerra por la guerra». No puede ser más maravilloso.

Me considero un sevillano que se sale del tópico. No me verán engominado, ni con chaquetas llamativas y, sobre todo, no me verán pensando en Cádiz y Huelva como simples refugios contra el calor, ni hablando de Granada como algo externo a mi. Quiero hablar de Cádiz, esa provincia hecha por amor al arte.

Cádiz es, verdaderamente, un refugio, pero no contra el calor. Me gusta porque está metódicamente diseñada para más íntimos recovecos de los sentidos. Gracias a Poveda he vuelto a leer a Alberti, al que parece darle exactamente igual el significado de una palabra, la ortografía o las figuras retóricas. La gran parte de las veces, Alberti no le habla a la persona, al contrario, establece una comunicación directa con el subconsciente, desatando más que pensamientos, sensaciones.

«Cierra los ojos. Es el monte. Toca.»

Intenten, si quieren, entenderlo con el razonamiento, pero no lo van a disfrutar igual que si lo desentienden. Si se abstraen de conceptos dados por diccionarios y escuchan a la boca inmensa, rotunda e indeleble que se tiene en el pecho disfrutarán de la pasión del verso, desdeñarán la ciencia. Un niño que no sabe hablar lo entendería: No se trata de un archipiélago de palabras dispuestas a clasificarse, se trata de la brisa que las ronda. Para sentir la brisa no hace falta entender nada.

A veces creo que eso es Cádiz.

Cuando hablamos de Cádiz, hablamos de sal y salero, lo reducimos al Carnaval, al turismo, al verse atraído por la gracia, y eso me parece, a estas alturas, de ser corto de miras. Cádiz tiene el olor a algo que no se puede contar y que en su secreto guarda el encanto de las grandes ocasiones. No es el tópico de bonita y galana, es la sensación que produce.

No sólo Cádiz, Andalucía en general, en su parte occidental, puede verse a través de sus catedrales, son tremendamente representativas, con la Mezquita de Córdoba extrañamente incluida. Si pensamos en Sevilla, nos iremos a lo enrevesado, a lo concupiscente, a algo que no termina de ser perfecto, pero que anda en la búsqueda de lo absoluto con ahínco y laboriosa dedicación, parece no pensar en otra cosa que en acaparar la totalidad de la belleza y eso, a veces, cansa. Si vemos Córdoba desde el otro lado del puente romano, veremos la historia de nosotros mismos, como andaluces, como andalusíes, como romanos… Si miramos «el malecón» de Cádiz, veremos la enternecedora sencillez del mar. Con su catedral milimétrica, que parece no tener ganas de ser más que nadie, pero preside la inmensidad del Atlántico como un Peter Pan mirando de frente a la pubertad, sin querer reconocerlo, y es maravilloso sin quererlo.

«En verdad, piensa el toro, el mundo es bello».

Y tanto… Cádiz parece estar hecha por amor al arte, lo que se hace por dinero no queda tan bien. Cuando uno pasa el puente tiene la sensación de que el alma ha quedado para tomar algo con una desconocida y, sentado a la mesa, sin que haya aparecido, la parte del cuerpo que no se ve sabe que va a ser un buen día.

«Abre la boca. El mar. El monte. Cierra
los ojos y desátate el cabello.»

Fernan Camacho
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