Se han llevado mi guitarra
El otro día se llevaron mi guitarra. Me sentí como las mujeres que vieron cómo los grises se llevaban a sus maridos por rojos. Se me quedó el sentimiento de cuando escuchas a Leonard Cohen en spotify y entre canción y canción el nuevo disco de Juan Magán rompe la magia. Una interrupción. Una señal de stop en una autopista vacía.
Nunca me pusieron los cuernos, nunca los puse yo. Ya sabéis, yo, como Machado, «ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido». Sin embargo, reconozco que cuando su legítima dueña se la llevó a mí se me quedó la imagen plebeya del amante coronado que le dice a quién no se atreve: «Jamás te tocará como yo».
Le tenía puesto incluso nombre: Carmen. Carmen significa canto. Además, tengo en mi mente la imagen de la Carmen de la ópera, o sea, una mujer apasionada y libre, dentro de sus posibilidades, pues aunque lo intenté no pocas veces, jamás sonó bien cuando le bajé el tono a sus cuerdas. Carmen es alta, es fugaz, Carmen es un do menor sostenido, que no sé si lo sitúan, pero es un acorde dulce y a la vez melancólico. El do menor sostenido es como Carmen, que tiene ojos, pero no te mira, que tiene boca, pero no te habla. Todo eso era mi guitarra, con la perfección añadida de su entrega absoluta. Tiene el cuarto traste lleno de mi cejilla, el quinto repleto de mi dedo corazón y el sexto entretenido por mi anular y mi meñique.
Recuerdo que con mi guitarra las he pasado más putas que nadie. Putas, reputas. Me recuerdo tocando en el aeropuerto de Bérgamo para comprar algo de comer antes del vuelo de vuelta a Sevilla, era el retrato de la palabra «tieso», y sólo estaba mi guitarra. Los guiris fliparon cuando toqué pasodobles del Carnaval de Cádiz. Y eso que es acústica y no flamenca ni clásica, en realidad, quién suena bien en mi guitarra es alguien elegantemente sucio. En mi guitarra suena bien lo despeinado, lo verdadero, eso que se canta con las tripas. Mi guitarra no suena, canta contra la propia existencia en un arrebato rebelde. Mi guitarra no suena, protesta.
«Nadie te va a tocar como yo.» Espero que lo haya escuchado mientras se la llevaban en su estuche, bien arropadita. «Un carajo la vais a meter en la bodega», les dije a los tipos de Ryanair en el aeropuerto de Bérgamo, «cómo se nota que os gustan Nek, Ramazzoti y Paussini en vez de D’andré, Gaetano o Battisti, ¡Vaffanculo!»
Ya no está. El otro día me apeteció retomarla, después del examen, afinarla tranquilamente, pero no estaba. No estaba ni para una escala pentatónica, ni para una bulería, ni para la última de Leiva, que es una versión de Aute. No estaba para nada. Ni física, ni metafísicamente. No estaba.
Será una guitarra solamente para cualquiera que no tenga guitarra. Una guitarra nunca es sólo eso para quien la toca. Es un salvavidas ocasional que suena en mi. ¿Hay algún tema en el mundo que no haya sido cantado alguna vez? Piénsenlo: El desamor, el amor, la pasión, el conocerse, el que sabes que lo vas a dejar, el de que sabes que es imposible, el de que eres un cabrón, el de que es una cabrona ella, la paz, la guerra, la injusticia, la pobreza, la desilusión, las dictaduras… Y todo cabe en seis cuerdas.
Mi guitarra no es sólo una guitarra, y póngase ustedes como quieran, a mi me ha dejado una novia cuya única exigencia es que la afinara antes de tocarla. Ni siquiera en eso es distinta a cualquier otra persona.
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