Ramón de la Alameda
Acababa de llegar a una Sevilla que se prestaba a celebrar la gran feria de las vanidades que sería la Expo. Aventureros, mercanchifles, políticos ansiosos de pegar el pelotazo, pululaban por la isla del tesoro.
Sevilla, como decía Machado «gastaba en colonia lo que necesitaba para jabón«. La Alameda, uno de los sitios con más encanto de la ciudad, se convertía en tierra de fronteras entre ese nuevo mundo construido al calor de la apuesta socialista por una extraña modernidad y la Sevilla de siempre. La marginada, la que disfrutaba con mirar un cielo en el que veían reflejados sus sueños. La Sevilla que se veía a sí misma reflejada en mil formas, como un cristal roto en pedazos, pero que guardaba bajo claves los secretos de su autenticidad. A ésta había que buscarla en olores y sonidos, en el habla pura metáfora de sus gentes. En la dilogía que habitaba en sus entrañas.
Retratar esa Sevilla era el motivo de mi regreso. La revista AJO BLANCO quería indagar en la Sevilla que permanecía escondía de las miradas de los miles de visitantes que se paseaban por las calles artificiales de la Isla de la Cartuja.
En la Plaza de la Mata -antigüo santuario de cantores y poetas- un grupo de personas escuchaba los solos de un guitarrista gitano que improvisada unos versos.
La plaza de la Mata tiene
toas las naranjitas rojas,
travéstis en las esquinas
y una tinajas de drogas.
En la plaza de la Mata
cabalgan jacos malditos,
azuzaos por las espuelas
de los humos y los picos.
Y lloran los niños morenos
en la plaza de la Mata
soñando en balones verdes
y media lunas de plata
Después de devolver la guitarra a uno de los chavales que le habían servido de improvisado coro, el guitarrista hizo una reverencia y con una gran sonrisa siguió su camino.
Horas después, la Alameda parecía desierta. En la puerta del derruido Palacio de las Sirenas una candela servía para calentar las manos ateridas de jóvenes prostitutas y de yonquis. Justo enfrente, al otro lado de la Alameda, una luz mortecina anunciaba que un bar aún estaba abierto. La Rana Saltarina, antiguo club de alterne, servía de refugio a los últimos noctámbulos. Una camarera servía vasos de vino y tapas de guiso del día.
– ¿Qué pasa, tito, me puedo sentar? Preguntó mientras arrastraba una silla hasta mi mesa.
Reconocí de inmediato al guitarrista. Varios vinos después, Ramón, me cuenta su historia. «Yo ayudaba a mi tío que se dedicaba a recoger muebles que vendíamos en la Alameda. Un día fuimos a recoger un secreter de una señora de la calle Sierpes. Cuando mi tío lo arreglo, no se que encontraría, pero me regaló 500 pesetas. Me fui a la mejor casa púas que había en la Alameda. Y allí probé el jaco. Desde entonces, tito, estoy buscando la paz que sentí aquel día.«
Ramón fue mi guía en los días y las noches que permanecí en Sevilla. Cuando regresé años más tarde seguía siendo ese personaje singular que iluminaba de dignidad las calles sombrías que envolvían la Alameda.
En la sala número 8 de la primera planta del tanatorio había varias mujeres gitanas. Una mujer joven se acercó a mí. ¿Usted es amigo de mi niño? Sí, me habla en presente. Comienzo a descubrir otro Ramón. Y yo le cuento a su madre el respeto, el cariño que se había ganado en todos aquellos años… Ni siquiera la heroína había podido hacerle perder su dignidad. Ni siquiera la mugre que envolvía su cuerpo en los últimos tiempos tapaba la elegancia que transmitía.
Me quedo solo. A través del cristal percibo la extraña serenidad de su rostro. Has encontrado la paz que tanto buscaste, amigo mío.
La S30 ŕompe la paz de los muertos. El ruido, la virulencia de una sociedad de la que siempre quiso escapar me plantea la duda si realmente conocí a Ramón o solo fue el sueño de una Sevilla que desaparece.
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