Caoramas

Septiembre

Septiembre

Fui a ver la nueva casa de unos amigos y en el camino ya noté algo extraño: hacía calor pero no tanto; la luz era de verano, pero no tanto; me llevaron en un Mercedes, pero no tanto, porque no era grandote, sólo tenía dos puertas, el salpicadero no era de madera, había un computador de a bordo, se podía hablar por teléfono a través de los altavoces de la radio y, por fuera, era de un color gris metalizado como todos los coches pequeños.

Hace muchos años, deteníamos los partidos de fútbol en calles sin asfaltar, porque el portero –que era una posición de juego del todo innecesaria en el fútbol de barrio y que, por lo tanto, era cubierta por un castigado por malo, o por un escayolado o por un gordito aburrido– avisaba a gritos de que venía un coche. Si era agosto, el coche podía ser un Mercedes parsimonioso y conducido por un inmigrante en Alemania, y entonces nos parecía que tardaba en pasar lo que un tren de mercancías, lo veíamos alejarse y alguno comentaba que su tío tenía un Mercedes cuyo cuentakilómetros terminaba en 140. Así que aquel Mercedes pequeño y con salpicadero de plástico duro, en el que a mí me llevaron no era un Mercedes. Había algo falso en la mañana de domingo.

Después de ver la casa, fuimos a comer a un restaurante de carretera y todas mis sospechas se confirmaron: detrás de unas vallas metálicas había unos animales grandes y bípedos que comían avispas. Le pregunté a mi hijo por el nombre de aquel bicho. “Es un avestruz” –me dijo. “No puede ser –repuse tajante–. Los avestruces son rosáceos como los flamencos, viven en África y esconden la cabeza bajo tierra cuando los atacan los leones”. Era todo lo que yo sabía sobre avestruces, aprendido en un álbum de cromos de mi infancia y lo exhibí, porque un padre siempre debe mostrar que lo sabe todo. No acabó ahí la cosa: los adultos se pusieron a comer carne de avestruz con salsa a la pimienta y se empeñaron en que la probara. Me negué. “Eso no puede ser bueno” –les advertí. Y es que, por encima de la valla del corral, masticando avispas y con gesto de pena, nos miraba atento otro avestruz vivo, despeinado y baboso como un marido cuando duerme la siesta en el sofá. “¿Y por qué no coméis directamente avispas fritas?” –les pregunté a mis amigos.

Para olvidarme, en la sobremesa me tomé un whisky y el amable camarero me invitó a otro. Llegué a casa a las ocho y les conté a mis niños el cuento de los tres lobitos y el cerdo feroz. Cuando terminé la narración, ya era de noche, luego ya no era verano. Me quedé dormido y me acabo de despertar. Son las cuatro de la mañana y a esta hora sólo se puede dejar constancia de que la sospecha vivía en mi espíritu desde años atrás, pero hoy la he confirmado: septiembre no es un mes, septiembre es un día escaso en el que se acaba el verano y sientes una angustia infantil de tarde de domingo sin hacer los deberes.

José Luis Serrano
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