La alacena de La Vita o la herencia de Diamantino
En un baúl del salón de la casa, su ropa de trabajo con la que se ganaba el pan en la aceituna, en la vendimia, allá donde hubiera un jornal, su último pantalón, ya ajado de tanto uso, sus camisas, su gorra, sus chalecos…
En la alacena, debajo del hueco de la escalera, en unos pocos metros cuadrados, su megáfono, su máquina de escribir, algunos libros, cientos de fotos como testigos que nos relatan su vida. Fotografías de ocupaciones de fincas, de encierros, manifestaciones. Fotos de la vendimia, en los espárragos, con niños en África, con misioneros en América. Y en todas ellas, esa eterna sonrisa que le acompañó toda su vida. La sonrisa de la coherencia, de la entrega, del amor. De ese amor que puso en cada una de las causas por las que luchó.

La alacena de La Vita o la herencia de Diamantino García
Junto a carteles y convocatorias, escritos, peticiones, octavillas, aquellas primeras hojas parroquiales que hablaban de un Dios cercano a los hombres, humanizado en el dolor de las injusticias. Hojas que no hablaban de los problemas de la iglesia sino que retrataban la realidad de los más débiles. De los jornaleros sempiternos temporeros de maletas a cuestas. Y entre todas aquellas cosas cargadas de significado, late el halo de su recuerdo.
En una adusta casa solariega, antiguo 17 de la Plaza de España, hoy plaza de Diamantino Garcia, vive a sus 87 años, Carmen «La Vita». Allí guarda como reliquias las pocas pertenencias de Diamantino, desde que una aciaga mañana se presentó ante su Dios, ligero de equipaje y con todas las peonadas ganadas para descansar por siempre.
Nada hacía suponer el 10 de agosto de 1969, que aquel joven cura que llegó junto a un grupo de recién ordenados sacerdotes a la Sierra Sur de Sevilla, iban a cambiar tanto el devenir de aquellas gentes. Nadie podía esperar que aquella llegada supondría tanto en la vida de Carmen «La Vita». A sus cuarentaitantos años, los días de Carmen languidecian mientras cuidaba a los dueños de la casa, (Carmen y Eugenio) que se apiadaron de su orfandad cuando solo era una chiquilla y se la llevaron » a vivir con ellos».
Carmen nunca se fió de los curas, desde que «el Zorro Cano» se negó a celebrar la misa de difuntos de su padre -por no poder reunir las 500 pesetas que costaba la ceremonia- Carmen desconfiaba de sotanas y crucifijos. Un día, la invitaron a una reunión con el nuevo cura, Don Miguel, que igual que el de Los Corrales parecía distinto a los curas que había conocido. Se decía que habían renunciado a la paga, que buscaban trabajo y vestían sin sotana.
El tema de la reunión fue «conocer a Dios«. Un Dios que según Don Miguel amaba a los pobres sobre todas las cosas. Días después, Don Miguel le presentó a Diamantino García Acosta, ese día fue el comienzo de una larga amistad asentada en el compañerismo y en las esperanzas compartidas.
En la alacena de La Vita, en una antigua casa solariega, extraña metáfora, se guardan las pocas pertenencias de Diamantino. Pero su herencia, su verdadera herencia se encuentra en las causas que hizo suyas. En su empatía con los más humildes, con los enfermos, con los emigrantes.
Sin adorar ningunas siglas fue capaz de ayudar a construir instrumentos de lucha y liberación.
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